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Reportaje:

George W. Bush ante el pavo de plástico

Manuel Vicent

George W. Bush cumplió a la perfección la primera regla de oro para alcanzar la presidencia de Estados Unidos: permitir que el ciudadano medio norteamericano piense que si un tipo tan vulgar como el propio Bush lo ha conseguido, también él, si se lo propusiera, lograría sentarse en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Cumplió igualmente la segunda regla, que consiste en transmitir la idea de que si fuera tu vecino, te echaría una mano para cambiar una rueda del coche, llevaría en caso de necesidad a tus niños al colegio o al hospital y compartiría contigo una receta especial para asar el pavo del Día de Acción de Gracias e incluso podría contar chistes muy graciosos en la sobremesa.

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Si un tarambana como George W. Bush, ex alcohólico, sin haber leído un libro en su vida, con una cultura de Reader Digest, pudo llegar a presidente, también lo puedo ser yo, se dirá a sí mismo cualquier conductor de autobús, viajante de comercio, leñador o periodista de mala muerte perdido en la Norteamérica profunda. Pero lo cierto es que George W. Bush ha sido presidente de Estados Unidos sólo por ser hijo de su padre, que a su vez ya fue vástago de un banquero de Wall Street y de una rica heredera de Nueva Inglaterra, lugar donde se crían los mejores ejemplares blancos, protestantes y anglosajones. En este caso, la figura del progenitor es fundamental para desvelar la parte más oscura del subconsciente de este hijo, que entre otras cosas ha terminado por poner al mundo patas arriba sólo con la intención de agradar a su padre o tal vez para demostrarle que también podía llegar a ser, como él, un gran hombre.

El padre de nuestro muchacho fue también presidente de Estados Unidos, pero antes entró en combate en el aire con los japoneses en la II Guerra Mundial, siendo su avión derribado en un manglar, y mientras se convertía después en un petrolero tejano ocupó puestos clave de alto funcionario al servicio del Estado. Cuidó los sucesivos platos donde comía el mastín: embajador en China, en las Naciones Unidas, director de la CIA y vicepresidente de Ronald Reagan, bajo una era de armamento y abundancia, hasta convertirse en rey del gallinero.

En cambio, el hijo de este gallo, George W. Bush, se hizo piloto de la Guardia Nacional de Tejas, con lo que evitó ir a Vietnam; se dedicó a la industria petrolera con empresas siempre ruinosas; fue mánager del equipo de béisbol Texas Rangers y aunque en esto parece que sacó un poco la cresta, no obstante, en las cenas protocolarias de la familia su padre siempre mandaba que lo sentaran en un extremo de la mesa para que los invitados de más compromiso no oyeran las gansadas que soltaba con la lengua caliente. El 4 de septiembre de 1976, George Bush, junior, fue detenido por conducir borracho, se le impuso una multa de 150 dólares y le retiraron el permiso de conducir durante un mes. Tenía 40 años y él mismo reconoce que fue un periodo nómada e irresponsable de su vida. Experto en dar palmadas amigables en la espalda, puede que en ese tiempo fuera recibido con gran alegría por otros beodos en el bar Country Club; sin duda, se sentaría con mucho estilo en los taburetes de otras barras y las niñas más rubias del condado se disputarían el asiento delantero de su coche deportivo para poner los pies en el salpicadero.

Simplemente era hijo del patrón y estaba destinado a la política como los ríos dan a la mar, sólo que él era un afluente que desembocó en el río de su padre y en el de sus amigachos, que andaban metidos a medias en el Gobierno y en el negocio del crudo, pero antes de ofrecerle esta tajada le obligaron a dejar la bebida, hazaña que realizó en 1986 gracias a los buenos oficios del predicador Billy Graham, que logró sustituir en la mente de su neófito el alcohol duro por el bravo Dios de los Ejércitos. Y así llegó a ser gobernador de Tejas, donde aplicó sentencias de muerte con enorme soltura. Ya lo dijo Capone: una palabra amable, una palmada amistosa y un revólver.

En la forma de caminar se nota que lleva un vaquero dentro: levemente espatarrado, los brazos separados del cuerpo, las manos listas para desenfundar. A lo largo de su doble mandato lo hemos visto bajar del avión, atravesar la pradera siempre divertido y campechano como si ninguna tragedia fuera con él, saludar mecánicamente mirando hacia la derecha aunque allí no hubiera nadie, salvo su perro Barney. Otras veces avanzaba desde un cobertizo de la Casa Blanca hacia el atril colocado sobre un arreglo de flores para leer los folios que le habían preparado sobre el eje del mal, la guerra de Irak, la crisis financiera, el huracán Katrina, el fantasma de Osama Bin Laden, el estado de la nación o lo que fuera, con una expresión del rostro que nunca conseguía ser grave, la movilidad de los ojos hacia un infinito horizonte de tres metros, los labios siempre colgados de una media sonrisa irónica que transmitían la sensación de que cualquier acontecimiento le sobrepasaba y se movía como un títere manipulado por unos hilos detrás de una cortina. Cuando recibía a un mandatario extranjero, cualquier cosa de que hablara lo hacía con un aire de chufla, después lo adentraba en los salones donde uno imaginaba que le podía contar un chiste malo, aunque se tratara del Papa. Le hemos visto bailar el chachachá, hacer el indio o el payaso inmediatamente antes o después de dar la orden de bombardear, todo con el mismo espíritu.

Se estremece uno sólo de pensar que un ser tan vacío haya tenido un poder tan desmesurado puesto al servicio de su propia neurosis con su padre, sólo para abandonar el extremo de la mesa adonde fue castigado y demostrar que era capaz de ocupar la cabecera. Su padre inició la guerra de Irak y bombardeó desde 10.000 metros de altura las tierras donde se asentó un día el paraíso terrenal. ¡Quería matar a papá! -exclamó George Bush, junior, como excusa para atacar de nuevo a Sadam Husein, pero esta vez en lugar de hacerlo desde el aire bajó a tierra y entró en Bagdad en busca del botín.

En realidad, su Gobierno ha sido un club de petroleros. El vicepresidente Dick Cheney, el jefe del pentágono Donald Rumsfeld, la secretaria de Estado Condoleezza Rice, la consejera nacional de seguridad y secretaria de interior Gale Norton, no eran sino una camarilla de un consejo de administración de una empresa de crudo que tenían a este presidente como un muñeco altamente armado.

Enseñar geografía mundial mediante bombardeos fue una disciplina que este hombre practicó. Romper el jarrón va a ser muy fácil, le dijo Colin Powell, pero recomponer los pedazos va a ser imposible. No obstante, entró en Irak para convertirlo en una cacharrería, pero lo grave es que ha desencadenado esta tragedia con el desenfado con que en sus tiempos de alegre tarambana conducía sus deportivos por los polvorientos caminos del rancho de Tejas. Así bajó del avión de combate en el portaaviones Abraham Lincoln el 1 de mayo de 2003 como un mecano con el casco bajo el brazo para anunciar que la guerra de Irak se haentó de forma inesperada ante las tropas de Bagdad el Día de Acción de Gracias con una receta especial para asar un pavo de plástico. Así está a punto de salir por el sumidero de la historia como el presidente de Estados Unidos más nefasto que guarda la memoria.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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