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Columna
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Mentalidad de nuevos ricos

Irlanda es el país europeo que más ha crecido en los últimos años, hasta convertirse en el segundo (tras Luxemburgo) en renta per cápita de la UE. Ese crecimiento es en buena medida un efecto de la llegada de los fondos estructurales de Bruselas y de otras ayudas europeas destinadas a atraer inversiones extranjeras para favorecer el proceso de paz en la isla. Pese a ello, los irlandeses han votado mayoritariamente (53% frente a 47%) en contra del Tratado de Lisboa, decisivo para el futuro de la Unión.

El resultado del referéndum demuestra, paradójicamente, la necesidad de ese Tratado, destinado a adaptar el funcionamiento de la UE, y especialmente los mecanismos de toma de decisiones, a la ampliación de 15 a 27 socios. Para evitar que, por ejemplo, un país con 4 millones de habitantes (1% del total) pueda condicionar a una entidad de casi 500 millones.

Sin embargo, para modificar las reglas de juego se necesitaba el acuerdo de todos los países, con la dificultad adicional, en el caso de Irlanda (que ya votó contra la ratificación del Tratado de Niza en 2001), de que cualquier reforma de los tratados requiere su ratificación en referéndum.

Es posible que, de no existir esa exigencia, a los irlandeses les hubiera parecido bien lo que decidiera su Parlamento, abrumadoramente favorable al Tratado; pero puesto que se les daba la oportunidad de votar, y se les advertía de la importancia de su decisión para toda la Unión, era grande la tentación de utilizar esa posibilidad como derecho de veto. Está en la naturaleza humana, o al menos en la de los humanos con mentalidad de nuevos ricos.

Una vez alcanzada una prosperidad que hace 30 años no podían ni soñar, los intereses de sectores económicos reticentes a la armonización fiscal y a otras medidas propugnadas por Bruselas han sumado sus votos a los de izquierdistas antieuropeos y nostálgicos de la independencia nacional (frente a Bruselas) para vetar la reforma; con la suposición de que ello obligará a los eurócratas a renegociar ciertos aspectos del Tratado. El reproche de un comportamiento egoísta y desleal no carece de fundamento: quienes más se han beneficiado de la UE (35.000 euros de renta per cápita en 2003) se niegan a compartir los costes de la crisis y anteponen intereses nacionales a los del conjunto de la UE-27.

Todo ello suena a familiar. ¿No existe un cierto paralelismo entre la actitud irlandesa en relación con Europa y la del nacionalismo vasco con España? Euskadi se ha beneficiado de un sistema de financiación diferenciado y muy favorable. Al comienzo de la Transición se planteó el dilema de si la democracia podía dar a los vascos "menos que Franco", que si bien había suprimido los conciertos de Vizcaya y Guipúzcoa -provincias traidoras-, había conservado el de Álava, así como el Convenio de Navarra. La decisión que se adoptó es conocida, y también que estuvo en parte condicionada por la intención de crear un clima sociopolítico favorable a la retirada de ETA.

Sin embargo, lo que determina el privilegio no es tanto el concierto (que atribuye a las diputaciones la capacidad para recaudar todos los impuestos) como la fórmula utilizada para fijar el importe del cupo (contribución a las cargas generales del Estado por competencias no asumidas: Ejército, Casa del Rey, etcétera). El cálculo excluye lo que debería ser contribución de las comunidades forales al Fondo de Suficiencia, que es el principal instrumento de redistribución entre comunidades. El resultado es que el País Vasco y Navarra disponen de una financiación pública por habitante un 60% superior a la media. Esa sobrefinanciación, unida a las aportaciones directas del Estado para la reconversión industrial de los años 80, ha permitido a la economía vasca recuperar el primer lugar en PIB per cápita (30.600 euros), que había perdido desde fines de los 70. Al mismo tiempo, el argumento de que era necesario profundizar en el autogobierno para dejar sin espacio a ETA ha permitido forzar sin apenas contestación una interpretación cada vez más nacionalista del Estatuto de Gernika. ETA no ha desaparecido, pero el País Vasco se ha institucionalizado como un territorio con unos niveles de autogobierno superiores a los de cualquier otra entidad subestatal de la UE. La respuesta nacionalista ha sido considerar superada cualquier fórmula autonómica y pasar a exigir avances en la vía soberanista hacia la independencia.

Resulta incoherente argumentar que el Estado ha incumplido el Estatuto y reclamar a la vez la ruptura del pacto autonómico para asumir la vía soberanista que rechaza la mitad no nacionalista de la población. Ibarretxe, insensible a la división que su propuesta suscita incluso entre los juristas del Consejo asesor nombrado por su Gobierno, ha dicho que no sólo espera contar en el pleno del día 27 con los votos del PCTV, sino que no concibe que puedan rechazar su propuesta los diputados del PSOE y del PP.

Y no sólo ha olvidado su compromiso de condicionar la consulta a la ausencia de violencia: el 20 de agosto de 2003 declaraba que para que su proyecto fuera válido "deberá ser refrendado por cada uno de los territorios históricos". El martes pasado, las Juntas Generales de Álava votaron por amplia mayoría una moción exigiendo la retirada de su propuesta por considerar que "divide a los vascos".

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