El humo del artista
La nueva cocina es a la gastronomía lo que el arte conceptual fue a la plástica, en general. La obra resultante debe lucir pero lo decisivo no es tanto su reflejo en el paladar como el brillo de su receta.
Observado desde afuera, los más famosos cocineros son considerados, antes que nada, como artistas y de ahí que se les convoque a las bienales o reciban el respeto de la cultura culta.
Pero ¿se puede hoy llamarse artista sin atufar a antigüedad? Todos los que fueron tradicionalmente artistas, desde los pintores a los músicos, de los escritores a los arquitectos, aspiran a ser tratados como productores. En el pasado, el artista poseía la categoría de un semidiós y, mientras los demás iban a trabajar, ellos iban a crear; mientras los primeros tenían ideas, los segundos inspiración; mientras los unos fabricaban, los segundos parían. Esta secuencia alcanza su mayor anacronismo hoy cuando apenas hay linde entre el pintor y el diseñador, entre el guionista y el novelista, entre el arquitecto y el decorador.
Los cocineros, sin embargo, llegan ahora a los altares como una tanda de creadores que si hacen lo que hacen no será por vender más sino para lograr, como las vanguardias, conocimientos nuevos. Un factor en su beneficio radica en que su obra se come y, a diferencia de la belleza cuya degustación exige alguna mística, aquí basta la mistificación. Pero otro importante factor es que operan en el centro mismo de la actual cultura de entretenimiento y entre el auge del hedonismo corporal. De este modo, no cabe mayor contemporaneidad que la representada por los grandes chefs. En sus fogones humea el espíritu del tiempo, el imperio de lo efímero, la gloria de la arbitrariedad, la primacía del saber o el sabor sin textos, la apoteosis de la banalidad.
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