Ruinas y disparates
Todo lo relacionado con el Teatro Romano de Sagunto debería de ser asignatura obligada en colegios y universidades como ejemplo de la incompetencia y la demagogia de los políticos cuando toman decisiones sobre lo que ni entienden ni saben. Incompetencia aplicable al Gobierno y a la oposición, pues si unos, en un alarde de lamentable imaginación decidieron, a principios de la década de los noventa, que las ruinas del Teatro Romano, del siglo I, tenían que ser restauradas, para lo cual el presidente socialista de la Generalitat valenciana, Joan Lerma, avaló el proyecto de los reputados arquitectos Giorgio Grassi y Manuel Portaceli, la oposición del PP no dudó en convertir la rehabilitación en una de sus banderas de enganche para descabalgar a los socialistas del poder. Diecisiete años después, el Tribunal Supremo sentencia que la restauración deberá ser derribada en un plazo de 18 meses, tiempo en el que el teatro deberá recuperar su ruinoso aspecto.
Esta es la teoría. La práctica es otro cantar. Una comisión de expertos convocada por la Consejería de Cultura de la Generalitat, gobernada ahora por el PP desde 1995, ha dictaminado que debe pedirse la inejecución de la sentencia, ya que la reversión de la restauración destruiría elementos esenciales en la tipología del teatro e impediría el uso social
y cultural del coliseo, conclusiones que parece asumir el Gobierno popular en boca de su consejera de Cultura. No dudó en interpretar la consejera, a pesar de la evidencia, que el PP sigue pensando lo mismo sobre las obras de rehabilitación que hace 17 años.
Juegan papel destacado en esta tragicomedia de despropósitos el Tribunal Superior de Justicia valenciano y el Tribunal Supremo, que, aplicando la Ley de Patrimonio Histórico Español y recogiendo en su fallo que el Ayuntamiento de Sagunto y la Generalitat valenciana estuvieron de acuerdo en que las obras de reversibilidad son posibles, han decidido que la obra sea derribada caiga quien caiga, y como poco caerán unos seis millones de euros más, tal es el coste estimado del derribo, al margen del perjuicio de su uso cultural. ¿Hay quién dé más?
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