Filmar el miedo
A pesar de que el tema se presta al tipo de emoción más cinematográfica, no existen todavía películas relevantes (ni siquiera irrelevantes) sobre la opresión etarra en el País Vasco. Me refiero a obras de ficción, naturalmente: en el terreno de los documentales los hay excelentes, como los dirigidos por José Antonio Zorrilla, Elías Querejeta o Iñaki Arteta (su última obra, El infierno vasco, está ya concluida y a la espera de lo más difícil, lograr estrenarla). Pero aún falta un filme sobre el tema equivalente a Missing, El pianista o La vida de los otros. Es decir, una dramatización del miedo de casi todos y de la sórdida complicidad de los más viles como la que han realizado ejemplarmente en el terreno literario Raúl Guerra Garrido (La carta) o Fernando Aramburu (Los peces de la amargura).
Falta una película sobre la opresión etarra en el País Vasco equivalente a 'Missing'
Se han hecho películas acerca de nuestro euskoterrorismo, desde luego, pero principalmente centradas en los etarras y nunca en sus víctimas. Cuentan por lo general los problemas de conciencia de los terroristas, la pugna entre los más fanáticos y los que sienten ciertos remordimientos, sus enfrentamientos con las fuerzas del orden (cuyos representantes a menudo aparecen retratados de manera aún menos piadosa que sus adversarios), sus dificultades para abandonar la violencia, etcétera. Algunas de ellas son ciertamente apreciables, como las de Imanol Uribe (La muerte de Mikel, Días contados). Según mi indocto criterio, quizá la mejor sea precisamente una de las menos conocidas, El viaje de Arián, dirigida por Eduard Bosch y muy bien interpretada por Ingrid Rubio y Silvia Munt.
¿Por qué no son más abundantes y, sobre todo, por qué no se ocupan más de la sociedad atacada en lugar de preferir como protagonistas a los atacantes? Una primera razón es el triste glamour que nimba por lo general a los violentos a costa de quienes padecen la violencia: como nos han enseñado Tarantino y Oliver Stone, los asesinos son interesantes y los asesinados casi siempre pánfilos o cobardicas. Por otro lado, está el canguelo de productores y distribuidores en cuanto se trata de filmar no sólo el terrorismo etarra, sino los efectos devastadores del nacionalismo radical en la comunidad. En este país no hay censura, como es sabido, y cualquiera puede ser héroe por un día denunciando sin riesgo la guerra de Irak, pero poner en solfa de veras al nacionalismo puede traerle a uno problemas: en las conferencias de la Universidad, en las salas de proyección y a la hora de las subvenciones locales. Además, se hace uno antipático: imagínense el rechazo que despertaría en la comunidad pseudo-progre del país una denuncia filmada de la actitud agachadiza de los intelectuales de izquierda frente al terrorismo los pasados años y su apoyo sectario a un proceso de paz del que sólo sabían que a lo mejor acababa exculpando su pasividad...
De modo que bienvenida sea la honrada e incluso arriesgada película Todos estamos invitados, de Manuel Gutiérrez Aragón. Su argumento no trata, como hemos oído en ETB, de "un valiente gudari que pierde la memoria" (para que vean cómo está el patio); ni tampoco es sencillamente una denuncia de quienes no tienen cuajo cívico suficiente para enfrentarse con la amenaza terrorista, porque en efecto el heroísmo puede ser cualquier cosa menos obligatorio. Pero en cambio muestra con suficiente realismo la actitud de quienes en la falsa fraternidad tripera del vasquismo folklórico y gastronómico venden la solidaridad con el acosado por un plato de kokotxas: no es que sean incapaces de jugarse la vida, es que ni siquiera se arriesgan a perder el postre. Gutiérrez Aragón pudo palpar este ambiente mientras rodaba la película. Y podría ser precisamente ese rodaje, con sus defecciones y escaqueos, el argumento más revelador para su próximo filme...
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