Páginas, pantallas y maestros
Otro ejemplo de la velocidad y contagio de la globalización: fue suficiente que Philip Roth, a propósito de su última novela, Sale el espectro, le dijera a nuestro querido Jesús Ruiz Mantilla en este mismo suplemento que el actual enemigo de la lectura eran las pantallas omnipresentes que nos agobian, para que el mundillo literato español se haya puesto las pilas y empezado a discutir con fervor catecúmeno de la más vieja polémica cultural del último siglo y pico: si la verdadera cultura actual procede de las páginas noveleras y poéticas o de las imágenes peliculeras y televisivas.
O sea, que otra vez nos hemos sincronizado por la vía rápida y estadounidense y tiene razón Alejando Gándara cuando dice en su estupendo blog -El escorpión, elmundo.es- que esta nostalgia por la lectura no es más que otra vieja utopía francesa que también se derrumba, una superstición más de los tiempos modernos. Nunca hubo ese tan añorado tiempo de lectura (y escritura) químicamente puro, y la famosa cultura literaria incontaminada, en definitiva, siempre fue un mix, generalmente un remix, y en todo caso sólo es el más delator tópico midcult que hoy se pueda pronunciar.
Es más, esas mismas pantallas citadas por Philip Roth como enemigas de la lectura de novelas, interruptores del placer solitario del texto, que diríamos en el siglo pasado, son las mismas pantallas que en estos momentos están causando una crisis profunda e irreversible en los dos medios narrativos que la novela siempre consideró como enemigos principales de la cultura literaria: el cine y la televisión. Los grandes artistas e intermediarios de la pantalla grande de las salas y de la mediana del cuarto de estar también le echan las culpas de sus respectivas crisis a esas nuevas pantallas o micropantallas que nos llegan por tierra, mar y aire. Dicen exactamente lo mismo en sus entrevistas que el último novelista estadounidense químicamente puro y pronuncian los mismos anatemas apocalípticos contra esas malditas pantallas del nuevo siglo: esto ya no es lo que era, trátese de viejas páginas literarias o de pantallas audiovisuales viejas.
Hace un año, el segundo gran novelista norteamericano vivo, John Updike, en las páginas de este mismo periódico también arremetió no contra las nuevas pantallas, como ahora hace Roth con sonido mid-cult, sino más sutilmente contra esa caníbal cultura globalizada de Internet que liquida de un pantallazo interactivo la vieja noción de autor, de autoría, de discípulos y de maestros literarios. Y decía que este imparable multiculturalismo, en donde todo vale con tal de que se cuelgue en la Red, iba a acabar con la literatura porque la ingratitud era la norma de los nuevos tiempos (no sólo tecnológicos), y la verdadera esencia literaria, su específico, era justamente continuar la tradición de los viejos maestros literarios del siglo XIX, y que no es lo mismo el ocho que ochenta de la subcultura Internet.
Lo curioso es que el mismo día que Ruiz Mantilla publicaba la entrevista con Philip Roth en este dominical en el que el prestigioso novelista arremetía contra esas nuevas e invasores pantallas de triple filo asesino -un serial-killer moderno, tipo Dexter, que se cargaba de una cuchillada nada menos que la literatura, el cine y la televisión-, el periódico Público entrevistaba en Miami a Tom Wolfe, el tercero en discordia y que estaba allí recluido para recoger información callejera sobre su próxima novela. Roth, Updike y Wolfe, la santísima trinidad reinante en los USA, parten de un mismo principio estético novelero: el realismo literario, inventado en Francia a mediados del siglo XIX con la introducción revolucionaria del estilo libre indirecto y los personajes y paisajes urbanos. Por lo tanto, la única Gran Novela Americana posible en estos momentos es la que sigue al pie de la letra la tradición de Balzac, Flaubert y compañía, trátese de agentes inmobiliarios, concesionarios de automóviles o especuladores de Nueva York, Atlanta o Miami.
Y ésta puede ser la gran diferencia entre los tres novelistas: Tom Wolfe, en su entrevista, no arremete ni una sola vez contra esas nuevas pantallas que acabarán con la novela y el cine, incluso con la tele, y encima no echa pestes culturales contra ese multiculturalismo caníbal e ingrato de Internet. Al contrario, emplea su tiempo de recogida exhaustiva de información para su próxima novela al estricto modo Balzac sin importarle un bledo si los ruidos metropolitanos de Miami, que luego intentará reproducir por onomatopeya, proceden de los barrios chic, las múltiples pantallas asesinas, los bares peleones, la jerga latina de los dealers, el rumor planetario de Internet -el nuevo hilo literario del globo- o se trata de viejos ecos procedentes de aquellos maestros literatos europeos del decimonónico superior y que sólo intenta plagiar.
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