Con los pies en la tierra
En uno de los últimos correos electrónicos que Rafael me escribió comentaba un artículo contra el cine español, uno más, que había salido en alguno de los periódicos que leía cada mañana. "Mira, David, el periodista se lamenta de que las producciones españolas se han encerrado en un manierismo espeso, limitado a tres o cuatro fórmulas -la Guerra Civil, el drama social y la comedia de costumbres- o sea, ¿que estos temas no son fórmulas manieristas y espesas cuando las hacen los demás? Por otra parte, eso no se ajusta a la verdad: yo no recuerdo un cine español tan proclive a la diversidad de géneros como al actual. En fin...".
Bueno, Rafael, en fin... quizá es una batalla perdida. Pero tú supiste construir una obra ingente como guionista con los mimbres a veces lamentables de nuestra industria. Así que te convertiste en un ejemplo aunque te pesara y huyeras de cualquier reconocimiento que no viniera en forma de pasodoble, comida entre amigos o fuera una dulce exigencia de tu amigo Juan Cruz, que tuvo el mérito de convencerte para republicar tus novelas y eso te permitió hablar en público de ti, porque el oficio de guionista de cine consistía en plegarse a las exigencias de tus directores y, por lo tanto, no te reconocías como autor de ninguna de esas películas en las que colaboraste y que son lo más grande del cine español.
Fue un humorista de lo cotidiano; juró no haber inventado nunca nada
Añadiste: "Sufro una escandalosa acumulación de calendarios"
Rafael fue un humorista de lo cotidiano, que juró no haber inventado nunca nada. Tan sólo haberse limitado a observar aquello que la vida ofrece. Que no se inspiraba en el cine y en la literatura, sino en la gente. Y se notaba. Porque sus escritos tenían el incómodo ramalazo de lo reconocible, de lo humano y hasta de lo demasiado humano.
Ese apego por Baroja y por el esperpento de Valle-Inclán, te llevó a definir tu género favorito como tragedia grotesca. Y nadie puede corregirte. Quizá otras definiciones tengan más caché en nuestra cultura tan de papel de fumar, pero siempre presumiste de riojano y ateo, así que contigo no iban los esteticismos ni el toreo de salón, sino la plaza sucia y la gente en la calle.
Eras capaz de abroncar a tu amigo Luis Alegre como la vergüenza de Aragón por no haberte descubierto la trenza de Almudévar hasta casi 20 años después de haberte conocido. Así era Rafael. Un hombre pegado a los placeres terrenales. Con un sentido del humor resistente al dolor. Al fin y al cabo, un hombre de nuestra posguerra, que guardaba un emotivo resentimiento contra los poderosos de entonces, incluida la Iglesia católica.
A nosotros nos quedan las necrológicas, ese género que tanto detestabas. Como el homenaje fúnebre y los velatorios. Los muertos no se tocan. Así que descansa en paz mientras perduras en nuestro recuerdo.
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