Tras el corazón de la Harpía
Yo no sé cómo vas a salir tú de aquí, pero yo me voy". Es la frase que el piloto de una avioneta de la Cruz Roja le espeta a Ruth Muñiz tras dejarla en una remota zona de la Amazonia ecuatoriana. La pista de la que despega tras dejar atrás a la bióloga española se encharca gran parte del año y es imposible acceder a este lugar selvático. Ruth, con 26 años, se queda sola pero enormemente emocionada. Además, no está tan sola. Sus compañeros durante muchos meses serán los integrantes de una comunidad indígena formada por cuatro familias que sólo hablan en su lengua nativa. "Pero me acogieron enseguida como una más de la familia". Con ellos aprenderá a cazar, pescar y desplazarse en canoa, único medio de locomoción.
"Tienes que respetar los modos indígenas. Por ejemplo, quemar incienso al pie del árbol para pedirle permiso para trepar"
Corría el año 2000 y Ruth proseguía entonces su particular búsqueda del arca perdida entre las selvas tropicales de América. Costa Rica y Panamá habían servido de campos de entrenamiento dos años antes y ya entonces tenía claro que se dedicaría a perseguir las zonas de anidación y campeo del águila más grande del continente ("la más poderosa del mundo", según sus palabras), la majestuosa águila harpía, rapaz con garras de dimensiones parecidas a las de un oso grizzly y de las que no pueden escapar monos y perezosos, sus presas favoritas. El obstáculo esencial para conocer su biología radica en las zonas cerradas e intrincadas, casi inaccesibles, en las que se desenvuelve. Hasta que la bióloga española aterrizó en Ecuador no existían datos fiables sobre población y distribución, base esencial para proteger y conservar el hábitat del ave y de los pueblos indígenas. Hoy es la directora científica del Programa de Conservación del Águila Harpía en Ecuador. Y sigue viviendo entre indígenas.
Han pasado ocho años y Ruth está a punto de partir hacia Ecuador después de una corta visita invernal en España. Y ha estado tan ocupada que la cita con el periodista la encaja en el aeropuerto de Barajas, justo antes de partir. Su contagiosa y sana hiperactividad la ha llevado a la laguna de la Janda (Cádiz) a ver aves, a la sierra de Andújar (Jaén) a ver linces, a Granada a visitar compañeros de estudios, a Las Alpujarras para compartir una cita tradicional con los amigos y a Algeciras para estar con sus padres. Algunas de estas amistades se fraguaron en los primeros escarceos como voluntaria de Ruth, cuando con apenas veinte años curaba aves en la Cañada de los Pájaros, en Doñana.
"No, no me da ningún bajón emocional volver tras estar con la familia y los amigos y regresar a la selva con los indígenas y la harpía; lo que me fastidia un poco es retomar todo el tema del trabajo burocrático en Quito y arreglar de nuevo mis papeles de migración". Y es que, además de bregar en el frente selvático, esta cosmopolita de origen gallego también tiene que hacerlo en despachos y dependencias administrativas y empresariales para conseguir apoyos, permisos y financiación para sus proyectos. Aunque en la actualidad es el Gobierno ecuatoriano, a través del Fondo Ambiental-Ecofondo, el que sustenta económicamente los trabajos de Ruth y sus colabo¬¬radores, su periplo ecuatoriano por diversas regiones y entre diferentes etnias ha recibido aportaciones económicas y ma¬¬teriales de las fundaciones Terra Natura (España) e Indo-Hilfe (Alemania), la National Bird of Prey Trust (Reino Unido), la Sociedad para la Investigación y Monitoreo de la Biodiversidad Ecuatoriana y la Agencia Española para la Cooperación Internacional (AECI).
Entrar en una comunidad indígena semiaislada en el interior del bosque amazónico no resulta nada fácil, ni por seguridad ni por aceptación de las propias etnias que se reparten bajo el dosel tropical. Su intención en la primera visita que hizo en 2000 era establecerse y prospectar los alrededores de la estación biológica de Tiputini, en la provincia de Orellana, pero el secuestro de varios ingenieros por un grupo guerrillero se lo impidió. La espera no duró mucho. Pronto, un líder de la etnia zápara le dijo: "Yo quiero que te vengas a trabajar a mi comunidad". El aval de un jefe indígena local es un salvoconducto vital para entrar en un poblado. "Muchos piensan que te haces amigos de ellos para luego colarles una prospección petrolífera; desconfían mucho". Aun así, y después de siete años, no se ha salvado de peligrosos encontronazos con indígenas recelosos en la provincia de Esmeraldas, fronteriza con Colombia, donde persigue a la única pareja de harpías de distribución más occidental y costera de Ecuador, y en la de Sucumbio, una de las regiones más violentas del país.
Los zápara colaboraron, como luego lo hicieron los achuar y ahora los cofán y los secoya, y gracias a ellos Ruth consiguió localizar por primera vez varios nidos de águila harpía. "Me temblaban las piernas y sentí físicamente lo que significa esta frase hecha", recuerda al describir la emoción tras localizar los primeros ejemplares en lugares donde oficialmente se desconocía su presencia. Para ello contó con "parabiólogos", como le gusta llamar a los indígenas que colaboran con ella y la ayudan a encontrar los nidos y a marcar a algunos polluelos, otra tarea titánica, pues incluye escalar árboles de 40 metros y mantener el equilibrio y la serenidad necesarios para coger a la cría, bajarla, colocarle el transmisor y subirla de nuevo. "Ellos saben dónde está todo en la selva, pero no puedes entrar de forma atropellada, tienes que respetar su manera de actuar. Por ejemplo, los cofanes, antes de subir a por la cría, queman un incienso al pie del árbol y le piden permiso para ascender por él, ya que representa a uno de los espíritus del aire".
Además de descubrir a la harpía, la franca comunión con los indios le ha permitido sobrellevar todos los problemas de adaptación, incluido algún brote de paludismo. Tan asumida tiene su integración que piensa que lo más natural del mundo es hablar de lo buenos que están los tucús, "unos gusanos bastante gordos que son muy nutritivos y recuerdan a la mantequilla por su sabor"; los guanta y los guatusa, "unos roedores muy sabrosos", y los monos, "grandes y pequeños". "Me gusta todo lo que obtenemos del supermercado de la selva", confirma. Por supuesto, la bióloga participa activamente en la preparación de estos platos, en especial en la de una bebida básica, la chicha de yuca. "Lo más divertido es hacerla. Sólo la preparan las mujeres, y entre todas masticamos y escupimos la papilla a una batea de madera hasta tener una buena cantidad, que se guarda en una tinaja tapada con hojas de plátano hasta el día siguiente.
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