Demagogia populista
La inseguridad jurídica amenaza cada vez más las inversiones españolas en Latinoamérica
Es una realidad bien conocida que España es el segundo inversor más importante de Latinoamérica. El primero, si se excluye Brasil. En los últimos 20 años, empresas como Telefónica, Repsol, Indra, las grandes eléctricas, Gas Natural o los bancos Santander y BBV entendieron que era rentable invertir en países que tenían una escasez preocupante de infraestructuras y servicios y cuyos Gobiernos, en términos generales, eran más que favorables a la llegada de dinero exterior que dinamizara unas economías casi siempre al borde del precipicio.
Los grupos españoles conocían los riesgos políticos y regulatorios que corrían al invertir en algunos de esos países, especialmente los más proclives a variar las reglas del juego con el partido empezado; pese a lo cual decidieron apostar por el desarrollo de un continente con grandes expectativas y necesidades de capital. Es absurdo pasarles factura porque intenten rentabilizar esas inversiones en interés de ambas partes.
Pero las imputaciones contra algunas de ellas han sido utilizadas básicamente como elemento, con frecuencia demagógico, de política interior por parte de los más populistas dirigentes latinoamericanos. Es el caso de la Venezuela de Hugo Chávez o la Bolivia de Evo Morales. La Argentina de Kirchner tampoco ha escapado por completo a esa tentación. Los ataques contra inversores extranjeros, por poca base que tengan, suelen producir réditos electorales. Más elevados cuanto mayor es el grado de nacionalismo del Gobierno que los patrocina.
Este tipo de imputaciones en ningún caso justifican la presión asfixiante sobre algunas empresas españolas en los últimos años. El problema de fondo de nuestras inversiones en Latinoamérica es que operan en mercados regulados a su antojo por el líder de turno. Esta arbitrariedad se mantuvo en límites razonables durante la década de los noventa. Pero la llegada al poder de Hugo Chávez, en Venezuela, y, en su estela, de dirigentes como los de Bolivia o el resucitado Daniel Ortega, en Nicaragua, ha exacerbado la demagogia contra las empresas españolas. Con el pretexto de una rapacidad proclamada como verdad absoluta, estos Gobiernos, pero no sólo ellos, han entrado en la dinámica perversa de las amenazas de nacionalización y en la revisión permanente de las concesiones de explotación.
Las acusaciones de inseguridad jurídica están bien fundadas, por mucho que molesten a Chávez u Ortega. Si no se pactan relaciones claras y estables entre los Gobiernos y las empresas, es de temer que las reivindicaciones razonables sobre los recursos nacionales se conviertan en un simple expolio de las cuentas de resultados de las firmas extranjeras. No es de extrañar que empresas españolas estén considerando la hipótesis de retirar sus inversiones en la zona, y de Venezuela en particular, a pesar del coste de semejante decisión. La demagogia y la intervención arbitraria asfixian cualquier negocio.
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