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Añoranza de los justos

Javier Marías

Por gentil invitación de Rafael Ribó, Síndic de Greuges o Síndico de Agravios -el equivalente catalán del Defensor del Pueblo-, participé hace unas semanas en las Vigésimosegundas Jornadas de Coordinación de Defensores, celebradas en Barcelona. Allí me enteré de que trece de las diecisiete Comunidades Autónomas de España tienen uno propio -además del estatal-, entre las que, por cierto, no se encuentra la mía, Madrid, tal vez porque el Parlamento de aquí, dominado por la ruda Aguirre y sus ominosas amistades radiofónicas y televisivas, no desea que haya una figura que pueda denunciar desmanes y ayudar a los madrileños. Cuenta le trae que no la haya.

En la mesa redonda en la que tomé parte, junto con los escritores Luisa Etxenike, Carme Riera y Manuel Rivas, se nos pidió que reflexionáramos sobre ese cargo, el de Defensor, y dijéramos cómo percibíamos a quienes lo ejercen. La cosa, al parecer, varía de una Comunidad a otra, y así como en Cataluña el Síndic es alguien con mucha visibilidad, con quien la gente cuenta, que aparece con frecuencia en la televisión e incita a los ciudadanos a acudir a él y a su equipo cuando se sienten desprotegidos o maltratados por las administraciones públicas, en otros lugares los Defensores son personajes casi desconocidos y en los que se confía poco. Esto es lo que ocurre, y lamento decirlo, con el principal, el de toda la nación.

No sé si esta situación se puede remediar o paliar. España tiene un grave problema de falta de reconocimiento de cualquier autoridad moral. Las decisiones de los Defensores no son vinculantes, y por tanto es mucho esperar que el mero afeamiento, por parte suya, de una conducta, una negligencia o un abuso sea suficiente para que un poder público rectifique o se enmiende. Todos los poderes se blindan, se atrincheran contra las críticas, y las oyen como quien oye llover, aguardando a que escampe. Hoy no hay una sola figura en nuestro país que sea casi universalmente respetada, de la que no se quiera recibir una reprimenda en modo alguno, ni siquiera un reproche o una crítica. Pero ojo, no es que no existan esas figuras dignas de respeto, "hombres y mujeres justos", independientes e íntegros. Es que no se está dispuesto a escucharlos. Fernando Savater, por poner un ejemplo, ha sido alternativamente jaleado y vilipendiado por los mismos medios de comunicación y los mismos políticos, según lo que dijera los complaciese o no. En vez de prestar atención a lo que opina cada vez, se lo ensalza o vitupera en función de que lo que opine favorezca o no los intereses propios.

Ante este extraño panorama en el que no se admite nunca a ningún árbitro, es muy difícil que los Defensores resulten en verdad eficaces. Y sin embargo sería deseable que esos hombres y mujeres justos tuvieran más atribuciones y que sus decisiones sí fueran vinculantes a veces; que no fueran elegidos sólo por los Parlamentos -es de suponer que, si tres quintos de una Cámara están de acuerdo en otorgarle el título a alguien, ese alguien sea, previsiblemente, una figura algo discreta, poco beligerante, incluso gris-; que, ya que nadie más lo hace, pudieran detener actuaciones municipales aberrantes y que además son irreversibles: lo que se destruye queda destruido para siempre jamás, lo que se construye también. Vivimos en un país que ha tomado por costumbre aplicar la hitleriana política de los hechos consumados: se tira adelante, se deforestan extensas zonas, se barbariza el litoral, se erigen urbanizaciones salvajes, y a ver quién es luego el guapo que se atreve a demolerlas, causando perjuicio y pérdidas a los individuos que se compraron un piso allí. La sensación creciente que la ciudadanía tiene es de impotencia e indefensión -sobre todo los desprotegidos ancianos-, y de casi absoluta impunidad para quienes consuman los hechos una y otra vez.

Los jueces son lentísimos, cuando no venales o corrompidos por su ideología y su servilismo a los partidos. La burocracia es un laberinto infinito. Los alcaldes -sin apenas excepciones- son intermediarios de empresas, que sólo piensan en llenar sus arcas o las de sus respectivos partidos. No estaría de más que los Defensores gozaran de más competencias, más presencia, más influencia. Que a cualquiera se le cayera la cara de vergüenza por el solo hecho de verse investigado, reprendido o amonestado por uno de ellos. Pero para que eso ocurra necesitan sin duda más medios, más autonomía -ya digo que deberían ser elegidos de otra forma, no por inverosímil acuerdo entre políticos que nunca están de acuerdo en nada-, y sobre todo más visibilidad y prestigio. Desde éstos podrían, además, llevar a cabo una labor didáctica que España necesita con la máxima urgencia: ha llegado a ser tal la confusión general sobre a qué se tiene derecho y a qué no -no digamos sobre los deberes, palabra de la que nadie quiere ni oír hablar-, que nos encontramos continuamente con personas que exigen del Estado remendón lo primero que se les ocurre, y que, por consiguiente, desconocen la gratitud. Dicho rápido y mal, cualquiera con mala suerte o mala cabeza cree que el Estado debe compensarlo por ello, lo mismo que quien sufre un accidente o arriesga su dinero en una inversión que resulta ser una estafa. No, no estaría de más que los Defensores nos enseñaran, para empezar, de qué cosas debemos ser defendidos y de cuáles nos toca defendernos a nosotros mismos.

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