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Tribuna:LA ZONA FANTASMA
Tribuna
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Una generación bien entera

Javier Marías

Leo en este periódico una necrológica del Doctor Ángel Castilla, y al instante, como con otras recientes, la pena se mezcla y mitiga con retazos de la infancia, o son más que eso, quizá lienzos enteros, como si el tiempo remoto careciera de movimiento y, más que a las películas, se asemejara a los cuadros. "Hay que llamar a Castilla", decía mi madre en cuanto alguno de mis hermanos o yo nos poníamos enfermos, de niños. O "Va a venir Castilla", o "Ya ha llegado Castilla". Y el Doctor Castilla, el pediatra, entraba en la habitación sonriente y mascullando cosas ininteligibles, siempre hablaba entre dientes. Su sola presencia ya tranquilizaba, y además era de los que tendía a quitar a todo importancia, supongo que porque en aquellos años casi nada la tenía. Fue el primero que me puso el mango de una cuchara sobre la lengua, para mirarme mejor las amígdalas, y quien me auscultaba el tórax, con esa sensación calmante que producía el frío del fonendoscopio, lo mismo que la mano del médico, que palpa el estómago y va preguntando a gran velocidad: "¿Duele?" "No". "¿Duele?" "No". Lo que dolía un rato antes, dejaba de doler cuando Castilla venía.

"Van cayendo poco a poco todos, los rostros que poblaron nuestra infancia"

Siempre creí que era más joven que mis padres, con su pelo rizado negro y su tez bronceada y sus gafas de montura casi transparente (un pionero, un adelantado), su distraída risa y su arrastramiento de las palabras, como si hablar le diera algo de pereza y le bastara el murmullo. Ahora leo que había nacido en 1915, sólo un año después que mi padre. Resisten mucho los miembros de esa generación, los verdaderos supervivientes de la Guerra Civil, los que la padecieron ya de adultos, si bien muy jóvenes. Me entero también ahora de que Castilla era republicano, como han resultado serlo -uno de niño no sabe de eso- casi todas las amistades de mis padres. Gente del Instituto Escuela, gente represaliada por Franco, o exiliada. Hace poco me encontré igualmente con el obituario de Paulino Garagorri, filósofo orteguiano, al que recuerdo con su elegante y cuidadísima barba cuando éstas no eran frecuentes, de maneras suaves y algo distraídas, de expresión afable y hablar pausado, siempre de punta en blanco, muy atractivo para las mujeres. Van cayendo poco a poco todos, los rostros que poblaron la infancia. Antes de morir mi padre, hace casi dos años, ya habían muerto sus colegas Rodríguez-Huéscar y Juan López-Morillas, y Ferrater Mora, estos dos últimos exiliados en los Estados Unidos durante muchos años: venían a España en verano, ya en los años sesenta, los dos con ese halo fantasmal -una extraña transparencia- que se les pone a los españoles que han perdido de vista el país tan abrupto y no lo sufren a diario. Personas muy valiosas, discretas, casi nunca en primer plano pese a la importancia de sus obras. Murió también Joaquín Gurruchaga, y mi vieja profesora de Literatura en el colegio "Estudio", Carmen García del Diestro, o la señorita Cuqui, como la conocíamos todos. Nos carteamos hasta poco antes de su muerte, con noventa y tantos años. Una mujer divertidísima, fumadora hasta el fin, apasionada, siempre con sus collares de perlas y su mucho maquillaje y en los dedos el cigarrillo manchado de carmín (eran tiempos menos histéricos), cuya ceniza le caía al suelo cuando nos leía en voz alta fragmentos de Lope de Vega en los que poco menos que actuaba: se clavaba la daga imaginaria en el pecho cuando algún personaje era apuñalado, se encendía con los versos, sin duda fue ella una de las responsables de mi afición a la lectura, una mujer admirable a la que le entraba la risa en medio de una regañina -y entonces estaba perdida-, risueña y simpática como pocas he conocido.

Mucho antes había muerto Don Heliodoro Carpintero, experto en Bécquer y Machado, que acompañó a mi familia a los Estados Unidos en 1955, y como allí no íbamos al colegio y yo tenía cuatro años, fue él quien me enseñó a leer y escribir, y quien logró corregirme mi tendencia natural a hacer lo segundo de derecha a izquierda -soy zurdo-, convirtiendo mi nombre en "SAIRAM REIVAX", por más que yo creyera haberlo puesto como era debido. Un hombre leal, encantador y zumbón, con su pipa en los labios, su esmero, su acogedora biblioteca en la que pasé tantas tardes de verano. Quizá quede ya tan sólo la gran carcajeadora, María Rosa Alonso, canaria, de quien el pasado agosto hizo Juan Cruz en El País una magnífica semblanza. Con sus casi cien años, en la foto se la veía sonriente como toda la vida, y sus declaraciones eran desenfadadas: "... Con tanto idiota y sinvergüenza como anda suelto por ahí", decía. A los viejos no hay quien los engañe. A algunos.

Pero no es sólo que se vayan muriendo las personas de la propia infancia. Es que desaparecen unos viejos como no habrá otros. Cuando lo sean de veras quienes nacieron hacia 1935, no se parecerán demasiado a los que ahora se extinguen, los nacidos entre 1910 y 1920, aunque sólo sea por lo que dije antes: porque ellos vivieron la Guerra, y la Segunda Mundial, ya enterándose. Lo más llamativo es que, habiéndolas pasado canutas, habiéndoseles destrozado la vida a muchos, el denominador común de estas figuras sea, como se desprende de cuanto llevo escrito, lo alegres que eran y lo poco que se quejaban, teniendo a veces motivo para estar amargados y maldecir su suerte y sus pérdidas. En verdad qué enteros eran, estos personajes que se nos van despidiendo.

Ilustración de Sonia Pulido
Ilustración de Sonia Pulido

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