Nuevas guerras y viejas izquierdas
A principios de los setenta, los jóvenes que decidimos alzarnos en armas contra la dictadura militar salvadoreña necesitábamos conocer el terreno donde comenzaríamos la guerra revolucionaria. Recorrimos en largas caminatas barrios superpoblados, quebradas increíblemente habitadas y villas de impresionante miseria que rodeaban la capital. Sin embargo, los aprendices de guerrilleros que nos fuimos a vivir a aquellos lugares sólo nos preocupábamos de no ser detectados por la policía, no supimos de ventas de drogas, crimen organizado y guerras entre pandillas. Ni la violencia autoritaria del Estado ni la revolucionaria de la guerrilla tenían entonces competidores.
Los conflictos que existían en el mundo antes de los noventa eran guerras entre dos bandos que tenían algunas reglas, el terrorismo normalmente venía de dictaduras y los hombres bomba eran casi inexistentes. Comparando aquellos conflictos con los actuales, descubriremos que ahora es difícil entender e identificar a los múltiples contendientes involucrados en una misma guerra. Mary Kaldor, académica británica, en su libro New and Old Wars, los califica como una "mezcla de guerra, crimen y violaciones a los derechos humanos". Kaldor concluyó que se había producido un profundo cambio en las nuevas guerras. La violencia es ahora fragmentada, multidireccional, sin reglas, sin propósito claro y sostenida por una economía informal-criminal. Algo así como en una lucha de todos contra todos. El resultado no es la victoria de un bando, sino la fragmentación de la sociedad y la privatización de la violencia, con la consiguiente pérdida del monopolio de ésta por parte del Estado. Una lucha entre el mundo cosmopolita que requiere tolerancia y civismo versus particularismos violentos movidos por intereses religiosos, étnicos, nacionalistas o simplemente delictivos.
En Latinoamérica no tenemos por el momento conflictos étnicos o religiosos; sin embargo, enfrentamos lo que algunos califican como guerra civil continental contra el crimen organizado, las pandillas urbanas, la delincuencia común y la violencia social. La producción y tráfico de droga está conectada con la globalización cosmopolita, pero en nuestros países genera fragmentación social. Múltiples grupos armados buscan cooptar y corromper instituciones, dominar territorios y controlar población, mercados y rutas. Este fenómeno supera en extensión a las insurgencias políticas que existieron durante la Guerra Fría, y en distintas proporciones afecta a todos los países. El despliegue policial y militar por aire, mar y tierra que desarrollan los gobiernos no tiene precedentes; éstos intentan recuperar el control de instituciones, mares, fronteras, costas, ciudades y selvas que han caído en manos de los delincuentes.
Brasil está en guerra contra pandillas que dominan grandes zonas urbanas; Guatemala y Honduras están fragmentadas por poderosas mafias, la costa atlántica de Nicaragua es un narco-territorio, Colombia combate contra guerrilleros de izquierda y paramilitares de derecha que ahora son narcotraficantes, en El Salvador las maras superan en número a las guerrillas de los ochenta, México tiene seis Estados en emergencia intervenidos por fuerzas federales, y el mayor peligro de la transición cubana no es una guerra entre cubanos, sino que el crimen organizado tome control de la isla.
La violencia política ha sido un agente de cambio y muchas de las libertades que ahora conocemos están conectadas con protestas o rebeliones. Sin embargo, bajo el escenario descrito, ¿puede la violencia revolucionaria ser un agente de cambio? Cuando la huelga de la Universidad Autónoma de México en 1999, los liderazgos lumpen de ésta, por ejemplo el Roco, quien tenía 30 años de estudiante y varios arrestos por drogas, contrastaron con la alta calidad intelectual de quienes encabezaron la lucha estudiantil de 1968. Después de quince años de paz en El Salvador es frecuente que pandilleros de la "salvatrucha" participen en protestas callejeras, en una de éstas un personaje lumpen asesinó a tiros a dos policías e hirió a diez más. En Colombia, las FARC transitaron del fundamentalismo ideológico a primeros productores mundiales de cocaína. Premeditado o no, guerrilleros mexicanos cooperan con los narcotraficantes al ejecutar sabotajes a oleoductos, precisamente en el momento en que el país está amenazado por el crimen organizado, y cuando paradójicamente el congreso aprobó una avanzada reforma política electoral.
Existe una lumpenización de la violencia de la izquierda. Esta violencia es promovida por viejos y frustrados ideólogos izquierdistas, pero llevada a cabo por jóvenes activistas que son reclutados y actúan en aguas dominadas por una violencia delictiva que es social, financiera y territorialmente muy poderosa. Que protestas sociales deriven en violencia espontánea es algo que excepcionalmente ocurre en cualquier parte, pero con el escenario descrito, alentar sistemáticamente la violencia callejera y deslegitimar a las instituciones de las democracias nacientes es multiplicar la impunidad y la inseguridad. La generalización del desorden ayuda a grupos criminales y coloca la demanda por seguridad encima de las demandas sociales. Esto abre las puertas a los autoritarismos de mano dura.
La izquierda necesita hoy más que nunca de paciencia, paz y legalidad. El romanticismo guerrillero de las viejas izquierdas es ahora reaccionario. El mayor peligro para estos nuevos "combatientes" de la izquierda no es morir como héroes, sino acabar de mafiosos o terroristas.
Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño, es consultor para la resolución de conflictos internacionales.
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