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La barba de Junior

Almudena Grandes

No es la primera vez que le pasa, pero cada repetición acrecienta su inquietud, una desazón cercana al temor. Y no es que los libros le den miedo, porque es un gran lector, desde pequeñito. El diminutivo es paradójico en su caso, porque entonces, a los 10, a los 11, a los 12 años, Junior era un niño inmenso. Inmensamente gordo y torpe, inmensamente pesado, y acomplejado, y solitario. Por eso leía tanto, para ser ligero como una pluma y el corredor más veloz, un luchador invencible en un territorio único, fronterizo entre su realidad detestable y la generosidad de la ficción. Mientras leía, Junior era y no era él, pero en ambos casos era mejor y más feliz. Así que leyó muchos, muchísimos libros.

Ahora, a punto de cumplir los 16, ha alcanzado el estado que los amigos de sus padres definen como "estar hecho un hombre". Y es verdad que lo parece. Sigue siendo muy alto, pero ha perdido el aspecto desgarbado que tenía hace un par de años, cuando adelgazó tanto, porque sus hombros se han ensanchado y sus piernas se han llenado de pelos. Su cara, no, pero todo se andará. El caso es que, aunque todavía no se afeite, Junior está hecho un hombre, y, en consecuencia, hasta que se jubiló, hace apenas dos meses, Lola, la librera de su barrio, le recomendaba libros para adultos. Y mientras ella estaba al otro lado del mostrador, él los seguía leyendo con la misma fruición, una avidez parecida a la gula, que le despertaban hace unos años los libros de Michael Ende o Roald Dahl.

Junior todavía no conoce la magnitud de la deuda que nunca podrá pagarle a esa mujer nerviosa y menuda, que siempre llevaba el moño a medio deshacer y sonreía con los ojos al verlo aparecer por la puerta. Todavía no sabe cuánto le debe, pero ya lo intuye, porque desde que su nuera la ha sustituido, el mundo gira al revés, y él no entiende absolutamente nada. "¡Ah! ¿Pero todavía no te has leído éste?", le preguntó hace poco, muy sorprendida, mientras le tendía una novela gorda de la que se han hecho ya tropecientas ediciones. "No", contestó él. "¿Y mi suegra, en qué estaría pensando?", concluyó, tendiéndoselo con gesto imperativo. Ahí empezó a estropearse todo.

Esa novela empezaba con un niño que se acababa de quedar huérfano de madre, que tenía miedo de no poder recordarla, que no sabía cómo hablar con su padre y que un día encontraba un libro especial, capaz de hablar sólo para él? "¡Pero, bueno!", gritó Junior en la soledad de su cuarto, como Bastian Baltasar Bach en su buhardilla, "¡pero qué morro tiene este tío! ¡Si esto está calcado de La historia interminable!". Y sí, el principio estaba calcado, pero sólo el principio. Lo demás, por desgracia, no. Y ni siquiera eso era lo más notable. Lo asombroso de verdad era que en la obra de Ende, literatura infantil sin máscaras ni complejos, no hay ni una sola trampa, ningún cabo sin atar, ningún elemento sin justificar en la impecable verdad que construye el propio libro. Y en esta novela tan exitosa, para adultos, todo sucede no ya por casualidad, sino en la exacta medida del azar que le conviene al autor para que encajen sus piezas aunque sea a martillazos, y si no, siempre aparece a tiempo una llave que lleva treinta años perdida, un benefactor anónimo, o algo más raro. Exactamente igual que en la peor literatura para niños. Por eso fue a la librería a devolverlo. Lola le dejaba; su nuera, no.

"¡Pero cómo no va a haberte gustado! Si le encanta a todo el mundo... Toma éste, anda, que acaba de salir y es buenísimo". Bueno, por lo menos es delgadito, pensó él. Se lo leyó en una tarde, pero le hizo el efecto que el anterior. Aquí también hay un niño, y tiene nueve años. Claro, que el autor no debe conocer a nadie de esa edad, porque su protagonista se comporta como si tuviera cuatro. Y su padre es nazi, pero él no sabe lo que son los nazis. Y va a un colegio nazi, pero no sabe lo que son los nazis. Y Hitler va a cenar a su casa, pero no sabe lo que son los nazis. Y su hermana tiene... ¡12 años!, pero tampoco sabe lo que son los nazis. Y a su padre le nombran jefe de un campo de concentración, y se va a vivir allí, y pasa el tiempo, y sigue sin saber lo que son los nazis. ¿Y por qué? Pues porque, si lo supiera, no podría pasar lo que pasa en la novela, y si tuviera la edad que aparenta, pues tampoco. O sea, que en vez de llaves perdidas o benefactores desconocidos, aquí se para el tiempo cuando conviene. Exactamente igual que en la peor literatura para niños.

¿Qué está pasando aquí?, se pregunta Junior. ¿Por qué, de repente, los libros para adultos parecen literatura infantil? ¿Por qué sus autores bordean los problemas en vez de solucionarlos y no se toman el trabajo de justificar sus decisiones? No es que no se le ocurran respuestas para esas preguntas, pero ya no sabe si le apetece empezar a afeitarse.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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