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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Libia y los fariseos

Menos de una década ha sido suficiente para que un régimen como el del coronel Gaddafi, una de las más férreas y duraderas dictaduras que existen, haya pasado del aislamiento internacional a la condición de interlocutor imprescindible. Bastó que en 1999 el dictador de Trípoli reconociese su responsabilidad en graves actos de terrorismo, y que aceptase pagar compensaciones a las víctimas, para que comenzase el deshielo internacional. La renuncia a su programa de armas no convencionales en 2003 y la aportación de datos sobre los nuevos proliferadores de armas nucleares supuso un nuevo paso en la misma dirección, hasta el extremo de que Gaddafi fue recibido en Bruselas y autorizado a escenificar la pantomima de plantar una jaima en un jardín para recibir, disfrazado de beduino, a los responsables de la Unión. El último episodio ha sido la liberación de las seis enfermeras búlgaras y del médico palestino acusados de haber contaminado el sida a medio centenar de niños libios.

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La intervención comunitaria en la solución de este caso era obligada, en la medida en que la vida de siete personas ha estado en juego ochos años, durante los que han sido sometidas a un inhumano régimen carcelario y, según sostienen, incluso a torturas. No está tan claro, sin embargo, que además debiese saltar al ruedo un espontáneo enviado por el presidente francés, Nicolas Sarkozy, quien habría encomendado este papel a su propia esposa Cécile, para darle así una relevancia similar a que en su día tuvo Danielle Mitterrand.

La necesidad de intervenir no significa que cualquier acuerdo fuera aceptable. A la vista de los resultados, la UE no ha conseguido liberar a siete condenados por un crimen probado en un juicio justo, sino a siete rehenes retenidos por un régimen execrable. El acuerdo con Trípoli no ha consistido en el establecimiento de una contraprestación diplomática, sino en el pago de un rescate a un Gobierno que ha actuado como un secuestrador. La propia comisaria Ferrero, encargada de las negociaciones por parte de la Comisión, comparó el arreglo con el mercadeo en un zoco. Es decir, la Unión ha aceptado entrar en un juego de tahúres, sacrificando cualquier respeto a los principios que Gaddafi conculcó durante ocho años con los siete sanitarios ahora liberados, pero que lleva conculcando más de 30 con la población de su país.

Sarkozy ha querido estar en la primera línea del arreglo para multiplicar la presencia de Francia en un país de la importancia de Libia. Parece haber descuidado un solo detalle: Libia no es Gaddafi, sino centenares, miles de personas que viven a diario, y desde hace muchos años, la misma tragedia que las enfermeras búlgaras y el médico palestino, sin que nadie, absolutamente nadie, se preocupe de su suerte. Y, luego, cuando estalle el polvorín que la Unión Europea, por estulticia, y Francia, por una extemporánea vocación de gran potencia, están contribuyendo a crear, habrá que escuchar de nuevo la pregunta de los fariseos: ¿por qué nos odian?

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