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30 años de democracia
Columna
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Horóscopo novelesco de 1977

José-Carlos Mainer

Parece que el tiempo agrupa las cosas y les confiere el sentido que no supimos apreciar en sus inicios. O quizá no es así. Mi amigo Víctor Moreno afirma que la vinculación del auge de la novela española a los pasos de la transición fue una invención de este periódico, EL PAÍS, y alguna razón puede que tenga. Pero quizá lo que sucede es que los años han acabado por dibujar al periódico y a las novelas de entonces sobre el mismo paisaje de incertidumbres y esperanzas, de ocultaciones y desvelamientos.

También se ha escrito que 1975 resultaba una frontera literaria demasiado tenue si se toma en consideración lo que separaba políticamente. Sin embargo, un libro tan tonificante y tan narcisista como Años de penitencia, de Carlos Barral, una novela tan tupida de intenciones como La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, la virulencia destructiva de Juan sin Tierra, de Juan Goytisolo, y en el cercano 1974, la regocijada bernardina de Las semanas del jardín, de Sánchez Ferlosio, ¿no adquieren el rango de síntomas de lo que vendría (la autoconmiseración divertida, el placer de contar por contar, el indulto de la primera persona narrativa) y también de réquiem por lo que ya había acabado (la seriedad compungida, la experimentación a toda costa, la impersonalidad testimonial)?

La novela consistía en razonar a propósito de lo que sucede. Y el diálogo fue muy fértil

El año de las primeras elecciones democráticas, 1977, es una fecha que estaba ya al otro lado de la historia, aunque estuviera tocada de desencantos. El inconveniente de lo explícito es que, como el champán, tiene mucha espuma, pero la espuma sólo es líquido dilatado. En el mejor de los sentidos, la espuma de entonces fueron las obras que explicaban nuestra historia reciente de un modo que nunca habíamos oído. Carlos Rojas lo hizo con unas Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera (aunque ese ciclo lo había iniciado con un valioso Azaña en 1973). Y Daniel Sueiro (que tanto sabía de la pena de muerte y sus verdugos) nos dio La verdadera historia del Valle de los Caídos, a la vez que Jorge Semprún revivía otros días oscuros en Autobiografía de Federico Sánchez, sonadísimo premio Planeta. De 1976 databa Lectura insólita de 'El capital', de Raúl Guerra Garrido, narración de un secuestro por ETA, que no ha perdido su fuerza en el largo viaje; de 1978 fueron Los invitados, de Alfonso Grosso, y Calima, de J. J. Armas Marcelo, sendos episodios de crónica negra (el crimen de Los Galindos y la desaparición del industrial Eufemiano Fuentes), bastante más envejecidas. Algo que no le ha pasado a Los mares del sur (1978), de Manuel Vázquez Montalbán, donde Pepe Carvalho descendía a los albañales de la corrupción inmobiliaria para absolver a un hombre que, por fin, había comprendido.

¡Comprender! Eso queríamos todos, pero no era fácil. Y menos cuando se tenían cincuenta o más años, cuarenta de los cuales se habían vivido bajo el franquismo. De sus miserias huía Gonzalo Torrente Ballester al continuar, con Fragmentos de Apocalipsis, la línea de la exitosa La saga-fuga de J. B., de 1972. Otros salían a su encuentro como hizo Miguel Delibes al escribir El disputado voto del señor Cayo (1978) y algo después, Los santos inocentes (1981), un intento y un logro, respectivamente, de dar voz a los que no la habían tenido ni iban a tenerla. Pero quizá nadie la había tenido nunca: Carmen Martín Gaite había vuelto a escribir novelas en 1974, con sus Retahílas, convencida del valor salvador de la palabra enderezada a otro; El cuarto de atrás, su poderoso relato de 1978, es una retahíla que dirigió a sí misma (el daimon seductor y su propia hija Marta son testigos y provocadores, nada más) con ánimo de entenderse, ya fuera en la Salamanca de 1937, en la brega estudiantil del Madrid de 1950, o en la crisis de valores que sobrevino en los setenta.

Entretanto, Juan Benet proseguía impertérrito su mirada sobre el mito español -la guerra civil, Región...- y su ambición de una literatura anticastiza, culta y ceremoniosa: En el estado es de 1977; los ensayos En ciernes, de 1976. Luis Goytisolo había abierto su personal Recuento en 1973 (la novela vio la luz en marzo de 1975, autorizada por la censura), cabeza de un ciclo que permanecerá: Antagonía. Y Juan Marsé -La muchacha de las bragas de oro es de 1978- descubría que el incesto y el autoengaño son el castigo de los dioses para los que cambian de chaqueta. Todos hablaban de sí mismos y de su nada fácil acomodo a lo que estaba ocurriendo. Otros, más jóvenes, intuyeron lo que se avecinaba y se venía incubando desde 1968: fueron hijos de muchos desencantos. En 1976, Lourdes Ortiz pudo alumbrar aquella Luz de la memoria que la censura prohibió en 1973; ya en nuestro 1977, con La noche en casa, José María Guelbenzu inició su exploración de la fatiga de los héroes; con Visión del ahogado, Juan José Millás convirtió en emblema de muchos a un drogadicto delincuente, a un empleado de banca y a una profesora de instituto, que habían padecido su adolescencia en la misma academia de piso y que ahora habitaban un inhóspito barrio del nuevo Madrid; con Relatos sobre la falta de sustancia, Álvaro Pombo se asomó a la vivencia de la homosexualidad en interiores confortables o en los límites borrosos de la clandestinidad; al igual que hizo, un año después de 1977, El mismo mar de todos los veranos, el espléndido relato de Esther Tusquets.

La novela, una vez más, consistía en razonar a propósito de lo que sucede y en hacerlo con la calculada complicidad de un público: en 1870, cuando empezó Galdós, o en 1977... Y el diálogo fue muy fértil, al cabo. Algunos tontos solemnes y agraviados acusaron y siguen acusando a la nueva novela de levedad intelectual, pero la novela nunca ha sido material pesado, sino emocional. Y con el tiempo llegó algo que era necesario, pero que los mismos tontos ven con malos ojos: el mercado y sus leyes, la institucionalización de la literatura y sus fricciones con los muchos poderes que la cortejan. Después de 1980, los nombres serán los dichos y otros nuevos, pero lo más significativo es que navegaba boyante el proyecto de Alfaguara que lanzó Jaime Salinas; que declinaban con gloria los de Barral y La Gaya Ciencia; que estaban en ciernes los de Tusquets y Anagrama, que perseveraban los de Seix-Barral y Destino... Y que cada vez más escritores vivían de las rentas de sus novelas. Y que llegaban las colecciones de libros de bolsillo. Y que muy pronto las referencias de un escritor español ya no serían los autores de su lengua (con el complejo de inferioridad ante los americanos...), sino un vasto universo de lecturas y, a menudo, un indigesto repertorio de críticos. También en esto, la novela española se ha parecido a la sociedad que la inspiraba y la leía. Y de eso se trata, a fin de cuentas...

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