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LLÁMALO POP
Columna
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Sonido Malasaña

Diego A. Manrique

En el barrio, se habla del señor X. Mi barrio es, desde 1979, Malasa-ña; el señor X sería el maquiavelo que orquestó los recientes disturbios. Entre los vecinos, no hay simpatía por los descerebrados que semanalmente invaden estas calles, niñatos que consideran alborotar y vomitar como derechos generacionales. Pero, ay, aún más feo que ese chancro es el espectáculo de fuerzas policiales en estampida, atizando con saña a cualquiera que se ponga por delante. Y ahí surge la sombra del señor X. Alguien que se afanó por provocar a la marabunta clausurando la plaza del Dos de Mayo. Alguien que logró que la bronca fuera aún mayor la noche siguiente, permitiendo que los belicosos tuvieran arsenales a su disposición: contenedores de botellas, obras sin vigilancia.

La teoría de mis amigos: el señor X buscaba una situación límite, para ofrecerse como garante de la ley y el orden. El premio hubiera sido el Efecto Sarkozy, los votos del miedo. Demasiado perfecto, me temo: no se presentaron políticos prometiendo mano dura. Madrid es la capital de la chapuza, debo recordar, y eso explica que la muchachada contara con excusas y con proyectiles.

Y la conversación deriva, como siempre, hacia la música. Dicen que los pelos, las camisetas de los insurrectos revelaban su pertenencia a tal o cual tribu urbana. Si esa taxonomía es fiable, alego, no conectaban con lo que hoy suena en Malasaña.

En su apogeo, el barrio se distanció de la movida al potenciar el garaje y otras formas rudas del rock, siempre en inglés. Quien se atrevía a pinchar allí música negra o ritmos caribeños era calificado como "hortera" (guardo dolorosas experiencias al respecto). Veinte años después, ¡cómo ha cambiado el paisaje! Ahora domina el soul y el funk, complementado por bugalú y otros adobos latinos. Es un fenómeno no limitado a Malasaña: ocurre en todo el país.

¿Merece celebrarse? Hasta cierto punto: ha mejorado el nivel medio de la música nocturna; las chicas bailan más a gusto. Sin embargo, todo parece impostado. El culto del vinilo genera esnobismo y éste es un movimiento más de pinchadiscos que de músicos. En tiempos del garaje y el nuevo rock americano, podíamos ver a sus grupos punteros; las estrellas del soul y el funk ya han muerto o se reservan para los festivales veraniegos.

La cultura musical también se ha empobrecido. Se edita el valioso Enlace Funk, pero no tiene la regularidad o la densidad de Ruta 66, anterior biblia del sonido Malasaña. Reina la ignorancia. Hace poco, una rotunda banda de funk (madrileña) acudió a poner discos a un programa de radio (nacional). En su selección estaba Chic y -glup- el locutor no conocía al grupo de Nile Rodgers y Bernard Edwards. Aquello empeoró: la cantante quería saber quién cantaba con Chic. No estamos ante un gran secreto pero se lanzó una llamada por las ondas. Intervino un oyente barcelonés para asegurar que las voces las ponía el grupo Sister Sledge. Tiene lógica -Chic produjo a Sister Sledge-, pero no es cierto.

Muchas risas. Olvidamos al señor X y recordamos al medroso Platón, que advertía que la música podía subvertir el orden social: "Cuando cambian los modos de la música, las leyes fundamentales del Estado siempre cambian con ellos" (La República). Si hubiera caído por Malasaña el 1 o el 2 de mayo, Platón también habría cobrado. Por las pintas y por fallar como profeta.

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