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Columna
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Devotos de Debod

Teníamos 16 años, acné, abono-transporte y una novia. Entonces uno de nuestros grandes problemas (a parte de los granos) era dónde llevar a esas chicas. Quedábamos los sábados por la tarde después de breves llamadas de sobremesa. Más adelante, cuando tuvimos relaciones más estables, las facturas telefónicas y la paciencia de los padres se resintieron ante nuestras infatigables charlas, pero aquellas primeras citas todavía se armaban con frases cortas, nerviosas y frágiles.

Mis amigos y yo no sólo queríamos sorprender a nuestras parejas poniéndonos nuestros mejores Levi?s y la colonia de nuestro padre, sino que buscábamos deslumbrarlas paseando hasta lugares especiales, originales, románticos. Esa fue una de nuestras tantas pesadillas de la adolescencia: encontrar en Madrid rincones tranquilos y seductores, sorprendentes y algo mágicos. Nuestros padres no siempre nos sirvieron de ayuda, pues rara vez eran de Madrid. Ellos vivieron sus cortejos primerizos en las plazas de sus pequeñas ciudades o pueblos, intercambiando miradas a la salida de misa y fugándose cogidos de la mano para abrazarse a las afueras, junto a algún río. Nuestros hermanos mayores tampoco fueron del todo útiles, sus gustos (o los de sus ligues) no siempre coincidían con los nuestros. Entonces era difícil encontrar información sobre los parajes a los que acudir, las referencias no siempre eran fiables y la información escasa. Estamos hablando, por supuesto, de fechas a.G. (antes de Google).

La semana pasada la prensa mencionó el Templo de Debod. Reencontrarme con ese nombre en los periódicos fue como dar con un ex-compañero de clase, con un querido amigo o cantante al que perdimos lastimosamente la pista. El templo egipcio era uno de los lugares-estrella a los que llevar a nuestras primeras parejas. Al margen de algún niño histérico y unas cuantas mierdas de perro, el sitio era acogedor y apacible. Las vistas sobre la Casa de Campo son fabulosas y resultaba conmovedor presenciar las puestas de sol desde esa inmensa balconada a poniente. En los atardeceres de primavera se incendiaba el lago mientras el viento cimbreaba las ramas de los árboles ya emplumados. Al margen de la belleza del emplazamiento, en el promontorio donde se encontraba antiguamente el Cuartel de La Montaña, el espacio tenía, por supuesto, el atractivo de contar con un templo milenario. Recuerdo haberme aprendido que la estatua que preside el lago del Retiro representa a Alfonso XII y del templo, simplemente, que fue un regalo del Gobierno egipcio. Con esos datos y mi gomina esperaba mostrarme irresistible. En aquel tiempo, buscar sitios para pasar las tardes cálidas (en invierno no había más remedio que meterse en un Vips) e impresionar a las primeras conquistas sirvió para ir descubriendo Madrid al tiempo que nos explorábamos a nosotros mismos.

Mientras que otros lugares de la ciudad donde acudimos a arrullarnos se han ido solando de otros recuerdos, como el Retiro, el Jardín Botánico o los cines de la Gran Vía, el Templo de Debod se ha conservado ileso en mi memoria, ligado sin interferencias a las tardes en manga corta junto a chicas que no he vuelto a ver. Sin embargo, parece que el propio templo no permanece intacto. El monumento es noticia por su progresivo deterioro. Algunos medios dicen que la UNESCO ha propuesto al Ayuntamiento cubrirlo con una campana de cristal para evitar la agresión del viento, de la contaminación y de posibles actos vandálicos. Todavía no hay nada decidido, ni siquiera se ha descartado la idea surgida hace cinco años de crear un museo subterráneo donde preservarlo. Gran parte del encanto es la naturalidad con la que se muestra el templo, sin pompa ni vanagloria, rodeado de agua y al aire libre, como si aún estuviese en Nubia. Pero creo que es razonable sacrificar cierta frescura para ganar protección. Hoy ya sé algo más del templo. El Gobierno egipcio donó cuatro de los templos salvados a las naciones colaboradoras. Aparte del nuestro, el de Ellesiya llegó a Italia, el de Taffa a Holanda y el de Denfur al Museo Metropolitano de Nueva York. Allí lo tienen resguardado por unas inmensas cristaleras. Lo estuve visitando hace unos meses junto a la chica de mi vida.

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