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Reportaje:La desaparición de un dictador

"Ser joven era sospechoso"

Tres chilenos cuentan sus experiencias bajo la dictadurade Pinochet, donde el miedo a una delación era constante

Para estudiar de noche sin riesgo de que allanaran su casa -situada entonces en un pasaje de la Villa Jaime Eyzaguirre, una urbanización de clase media en Santiago-, la profesora Silvia Aguilera y su marido, Paulo Slachevsky, colocaban frazadas en las ventanas que daban a la calle. "Teníamos que evitar que se viera luz en horas del toque de queda, porque era sospechoso. Alguien podía delatarnos", dice Aguilera, gerente de Editorial Lom y profesora de Historia.

Para quienes permanecieron en Chile bajo la dictadura, la mitad de los 15 millones de chilenos actuales (800.000 partieron al exilio político y/o económico), el periodo 1973-1990 dejó huellas indelebles. Muchos sienten aún un cosquilleo de inquietud cuando un carabinero les ordena detener el automóvil y mostrar los documentos. En la dictadura, esa petición podía ser el preludio de algo tenebroso. Es frecuente entre quienes trabajaron contra la dictadura que conserven ciertas normas de precaución, como no sentarse nunca en un restaurante de espaldas a la entrada.

"Desde que se llevaron a mi hermano, en mi casa se acabó la Navidad", dice Nibaldo
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Aguilera vivió desde los 10 años en dictadura. "Pasé toda mi adolescencia y juventud rodeada de restricciones y precauciones, en un estado de alerta permanente", que fue aumentando con el tiempo, a medida que era más consciente y participaba en movilizaciones. "El solo hecho de ser joven ya era sospechoso. No debían ir todos mis amigos juntos a casa porque podía ser considerado una reunión política". La posibilidad de una delación era constante. Los sapos, como se llama a los infiltrados, estaban en todas partes donde se concentraban los jóvenes.

Fue una juventud con pocas fiestas. El toque de queda era de las diez de la noche a las seis de la mañana. Después se suavizó de la una de la madrugada a las cinco. "Las fiestas duraban hasta las once de la noche porque si no obligaban a quedarse en la casa hasta el día siguiente. Fuimos una juventud recatada y cuidadosa", recuerda Aguilera, que fue detenida en una oportunidad durante una toma de la catedral de Santiago en protesta por la condena a pena de muerte de tres presos políticos.

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El ingeniero Nibaldo Barrera, hermano de un detenido desaparecido en la localidad de Curacaví, a 30 kilómetros de Santiago, lo recuerda como una época asfixiante: "Viví ajeno al país, fuera del sistema. Yo estaba en un pueblo chico, donde todos se conocen y nos hacían sentir que éramos unos parias, que estábamos marcados, como vivían los negros en Estados Unidos", cuenta. Desde que los carabineros se llevaron a su hermano, José, y nunca más lo volvieron a ver, "en mi casa se acabó la Navidad. Yo tenía 13 años y nunca celebré un cumpleaños hasta pasados los 20, cuando hice un asado. Mi familia estaba en un luto permanente. Mi mamá lloraba todos los días y se vestía con ropas oscuras", dice Barrera.

En Curacaví todos sabían que era una familia de opositores al régimen "y eso nos daba una cierta libertad de decir lo que pensábamos mayor que el resto. Yo sabía que ellos sabían", cuenta Barrera. En una ocasión lo detuvieron. "Iba caminando con amigos frente a la comisaría y un carabinero me hizo una seña y dijo: 'El de barbita me interesa'. Todavía me acuerdo, pasé la noche en el calabozo porque un joven con barba era sospechoso".

A Barrera le marcó la canción protesta. "En vez de ir a las discotecas, que había muy pocas por el toque de queda, nos juntábamos a guitarrear en las casas". Silvio Rodríguez, Víctor Jara y Joan Manuel Serrat, cuyas canciones aprendían e intercambiaban los opositores, circulaban, pero las radios del régimen, la mayoría, no las difundían.

Para el economista y periodista Fernando Villagrán, que fue subdirector de APSI, una de las revistas opositoras a la dictadura y al inicio de la dictadura, estuvo detenido y fue torturado, el signo distintivo en la vida cotidiana bajo Pinochet "era la sensación de control absoluto, de una arbitrariedad en la que no contaban las mayorías ni los argumentos". Lo experimentaron los extranjeros que vivían en Chile al momento del golpe, el 11 de septiembre de 1973. Por el solo hecho de tener otra nacionalidad, muchos fueron detenidos, torturados y asesinados. El golpe permitió en el campo, fábricas y aparato público la represión y ajuste de cuentas contra quienes podían ser opositores, o aunque no lo fueran, sino simplemente por revanchismos personales.

Junto a las víctimas, hubo sectores en una sociedad tan dislocada que "se desentendían del drama que afligía a tanta gente" y otros que "optaron por vivir satisfechos y sacar provecho consciente de su silencio", afirma Villagrán. En APSI vivieron periodos de censura y persecución. "Sacamos un número de humor, sobre las mil caras de Pinochet, y el régimen nos acusó de 'asesinato de imagen', un delito basado en un informe psicopolítico que intentaba demostrarlo. Es algo que quedó para la historia".

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