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Stalingrado en estéreo

Félix de Azúa

Son cosas que sólo suceden una vez en la vida, casualidades irrepetibles. En este caso, asistir a la batalla de Stalingrado desde dos perspectivas opuestas, la primera situada en el frente ruso, la segunda en las líneas alemanas. En ambas ocasiones conduce la visita un guía infalible: el primero es Vassili Grossman cuya novela Vida y destino está compuesta por un mosaico de situaciones y personajes cuya vida y cuyo destino, según reza el título, se van a jugar en la ciudad del Volga. El segundo Jonathan Littell, ganador del último premio Goncourt con Les Bienveillantes, cuyo protagonista sufrirá una herida casi mortal durante el asedio, con consecuencias decisivas para su propia vida y destino. Está anunciada la próxima aparición de ambas novelas en español.

Tanto el protagonista de la ficción francesa, Max Aue, como el personaje histórico Vassili Grossman asisten a la destrucción salvaje de la ciudad, viven como ratas entre las ratas, hacinados en la noche de los subterráneos repletos de cadáveres congelados, son testigos del canibalismo de la tropa y contemplan el derrumbe de cualquier definición de humanidad por somera que se quiera. Ambos salvan la vida de milagro y gracias a ello pueden dar testimonio de un momento decisivo en la historia del mundo. No importa que estemos hablando de dos novelas. La veracidad testimonial de Grossman ha sido confirmada por Antony Beevor (Un escritor en guerra, Ed. Crítica). En cuanto a Littell, aún es pronto para conocer el criterio de los especialistas, pero hasta el momento su documentación ha suscitado el respeto de todos los expertos.

El lector que comienza por las mil páginas del libro de Grossman conoce el horror desde el lado soviético, pero cuando acaba las mil páginas del libro de Littell constata que en la zona alemana tenía lugar la misma barbaridad: los soldados morían de hambre, frío, tifus, disentería, muchos se automutilaban y eran fusilados de inmediato, otros enloquecían y asesinaban a sus compañeros. Sin embargo, los jefes y oficiales de ambos bandos, refugiados en búnkeres calentados con enormes hogueras, comían y bebían en abundancia y eran asistidos en todo momento por un nutrido grupo de putas.

Ciertamente, la estrategia militar de ambos bandos estaba a cargo de generales alcohólicos, morfinómanos o locos de atar y si alguno había que conservaba el seso era inmediatamente apartado del mando por la feroz competencia intestina entre las diversas facciones de los partidos nazi y comunista. La heroicidad aparecía de vez en cuando como desahogo de la desesperación mediante acciones suicidas individuales guiadas por la enajenación, alguna de ellas a cargo de tiradores de élite que hacían de cazadores en la jungla persiguiendo a un enemigo zoológico. En ambos bandos las condecoraciones posteriores fueron una burla vesánica contra las víctimas de aquella carnicería.

He aquí dos caras de la misma muerte, la imagen especular de dos gemelos, Stalin y Hitler. En la ciudad de Stalingrado chocaron los dos totalitarismos y a lo largo de un año rusos y alemanes se percataron de que aquel iba a ser el punto de inflexión de la guerra. Allí se decidiría cuál de las dos tiranías iba a quedarse con el mercado ideológico europeo. Ante la estupefacción del alto estado mayor alemán, los bolcheviques, aquellos primates racialmente inferiores, ganaron la batalla, seguramente ayudadospor el empecinamiento narcisista de Hitler quien ordenó resistir hasta la muerte y disparar contra todo aquel que tratara de retirarse. La destrucción del Sexto Ejército no fue una anécdota sino el cambio de signo en el hasta entonces triunfante destino del Reich. El estalinismo iba a vencer al nazismo.

Ambas novelas, aunque separadas por cuarenta años de historia, presentan a los regímenes nazi y comunista como dos posibilidades intercambiables, dos modos de inventar la sociedad futura, hipertécnica, masiva y poshumana que estaba en trance de construcción en aquel momento y sobre la que Benjamin escribió soberbias iluminaciones. Ambas ideologías compartían más elementos de los que las separaban. Ambos totalitarismos se oponían juntamente al modelo anglosajón, el verdadero enemigo todavía hoy.

Asombrosamente, Grossman esperaba publicar su inmensa novela en la URSS. Había confiado con gran candidez en el deshielo anunciado por Jruschov. A pesar de lo cual, cuando el novelista murió en 1964 aún era un comunista convencido, lo que no impidió que comprendiera la complicidad de los regímenes totalitarios. Así lo argumenta el torturador Liss, uno de los personajes más inquietantes de su novela y quizá contrafigura de Himmler, ante su prisionero favorito, Mostovskoi, intelectual del partido comunista y excelente militar cuyos rasgos recuerdan a los de Grossman.

"Somos vuestros enemigos mortales, sí, de acuerdo, pero nuestra victoria será también la vuestra, ¿comprendes? Si vosotros ganáis, nosotros sin duda seremos destruidos, pero continuaremos viviendo en vuestra victoria. Es una paradoja: si perdemos la guerra, la ganamos, continuamos desarrollándonos bajo otra forma, pero conservamos nuestra esencia".

La fascinante conversación entre Liss y Mostovskoi se parece a la de Nafta con Settembrini, aquel encarnizado torneo dialéctico de La montaña mágica entre el totalitario y el demócrata, por ver quién ganaba el alma de Hans Castorp, el indolente enfermo europeo. Pero Thomas Mann no conocía entonces la doble faz de Nafta, con un perfil comunista y otro nazi. Por eso para Grossman y para Littell la derrota de uno u otro de los regímenes totalitarios era insuficiente y suponía el sometimiento de toda la sociedad al mismo modelo de esclavitud física y mental diseñado por intelectuales de laboratorio. Los alemanes daban mayor importancia a nociones estéticas como la Nación, la Sangre o la Tierra, en tanto que los soviéticos preferían un vocabulario seudoético: la revolución comunista, la lucha de clases, la dictadura del proletariado. Ensalmos que disimulaban el sadismo de los dirigentes, la cobardía y estupidez del aparato, la codicia de los financieros y el colosal resentimiento de una parte de la población que se consideraba agraviada.

"Los dos creemos que el hombre no elige libremente su destino, sino que se lo impone la naturaleza o la historia. Y de ahí ambos deducimos que hay enemigos objetivos, que ciertas categorías humanas pueden y deben ser legítimamente eliminadas, no por lo que han hecho o pensado, sino por lo que son. Sólo nos diferenciamos en la definición de las categorías: para vosotros, los judíos, los gitanos, los polacos, e incluso tengo entendido que los enfermos mentales. Para nosotros, los kulaks, los burgueses, los desviacionistas del partido. En el fondo, es lo mismo".

Esto es lo que le dice el coronel Pravdine, un comunista ucraniano que ha caído en manos de las SS en Stalingrado y que va a ser asesinado de inmediato, durante su conversación con el Sturmbannführer Max Aue en una escena especular, casi idéntica a la de Grossman, quien, por cierto, era ucraniano. Sin embargo, el comunista añade una diferencia:

"La ideología bolchevique busca el bien de la humanidad, en tanto que la vuestra es mezquina, sólo quiere el bien de los alemanes".

Esta diferencia, que deberían meditar todos los nacionalistas y en especial los más agresivos (no hay que olvidar que la reciente guerra de los comunistas serbios fue un calco del genocidio nazi), es la que acabaría dando la victoria publicitaria a los bolcheviques. Bien es verdad que era tan sólo una diferencia de intenciones y que las buenas intenciones, en política, son irrelevantes. Puede suceder que un grupo ideológico busque la felicidad universal y la bondad edénica, pero si sólo consigue ampliar el dolor, la corrupción, la violencia, la humillación y la desesperación de los ciudadanos, es tan execrable como cualquier satrapía basada en el bienestar de un puñado de mafiosos.

Es cierto, en todo caso, que la propaganda comunista era (y es) más eficaz que la publicidad nazi. Se trataba del mismo producto: vivir en una sociedad convertida en campo de concentración, con un cuerpo de verdugos y policías que acaparaba todos los privilegios. Pero el discurso nazi parecía arcaico, prehistórico, atávico: pruebas de sangre, medidas de cráneos, Madre Patria, selección lingüística, infrahumanos... En tanto que la publicidad comunista aparentaba mayor adecuación al siglo: planificación económica, paraíso del proletariado, materialismo dialéctico. Estamos ante la misma mercancía con diferente envoltorio. No obstante, nadie puede negar que el envoltorio bolchevique era de una calidad muy superior al empalagoso kitsch germánico y eso le dio la victoria.

Han pasado ya muchos años desde que cayó el muro. Anotados puntillosamente por la KGB, sabemos los millones de asesinatos que ha costado el paraíso del proletariado; el envoltorio, sin embargo, sigue embobando a la clientela. Ya nadie alardea de su pasado nazi, fascista, franquista o maoísta. Cada día, sin embargo, asistimos a la celebración y encomio de algún antiguo estalinista, de una vieja leninista, uno de aquellos que cuando yo estudiaba en la Universidad auguraban "el próximo exterminio de la burguesía", imagen especular del "exterminio de la anti-España". Sus escritos están en las hemerotecas, sus discursos en algunos libros. Desde aquellos escritos y aquellos discursos, ni una palabra de comprensión, ni un gesto de lucidez. Sólo el empecinamiento narcisista y la mentira sistemática sobre los hechos.

La memoria alemana ha pasado por trances difíciles resueltos con dignidad admirable. El Deutsche Bank ha publicado un enorme volumen sobre la colaboración de las grandes familias y las entidades financieras con el Reich. ¿Alguien puede imaginar algo semejante en España? Así pues, ¿de qué memoria hablamos? Sólo el día en que los representantes y seguidores de ambos totalitarismos, sin dramatismo, sin delirio confesionario, den cuenta de las atrocidades en las que colaboraron y la escasa importancia que sus buenas intenciones tuvieron para millones de asesinados, sólo entonces podremos hablar de memoria y no de publicidad para imberbes.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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