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Reportaje:

El 'callejón de las viudas'

Los hombres de una calle de un pueblo chileno desaparecieron en la dictadura de Pinochet. Sus esposas recuerdan lo ocurrido

Pensó que venían a robarle las gallinas. Lucrecia Céspedes escuchó ruidos fuera y así se lo dijo a su marido, Silvestro Muñoz, de 33 años, que dormía a su lado en su vivienda de Paine, un pueblecito en la región Metropolitana de Chile. Era la madrugada del 16 de octubre de 1973. "Pero no venían por las gallinas", explica Lucrecia, retorciéndose las manos en el sofá de su casita levantada en la calle del Veinticuatro de Abril. Los hombres con las caras pintadas que preguntaban por Silvestro ordenaron a la mujer que se acostara de nuevo. "Entonces escuché un ruido como de un tropel que avanzaba por la calle".

Venciendo el miedo, y con las luces apagadas, se asomó para entrever cómo por la calle, entonces sin asfaltar, avanzaban, en medio de la oscuridad, con las manos en la cabeza y apuntados por las armas de los soldados, todos los hombres que vivían en la misma calle. No volvió ninguno. Hoy la calle del Veinticuatro de Abril está asfaltada y presenta el aspecto tranquilo similar al de una urbanización campestre, pero es conocida como el callejón de las viudas, un lugar donde la noticia del infarto del ex dictador Augusto Pinochet provoca reacciones de indignación.

"En Chile no hay justicia. ¿Quién se puede creer que Pinochet está enfermo?", dice Silvia

Paine es una localidad dedicada a la producción de frutas, con su banco, una fila de jubilados esperando a cobrar la pensión, su supermercado, su trajín de camiones y la vía del tren. Un aspecto de normalidad parecido al que tenía el 11 de septiembre de 1973 cuando el entonces jefe del Ejército perpetró un golpe de Estado. En Paine la vida cotidiana no cambió mucho hasta que, pasadas unas semanas, comenzaron a llevarse "para unas diligencias", a personas que figuraban en listas manejadas por el Ejército, elaboradas con la colaboración indispensable de vecinos del pueblo; los mismos con los que todavía se cruzan casi a diario las mujeres que se quedaron sin maridos y padres. Muchos hombres incluso se presentaban voluntarios en comisaría al saber que estaban en las listas, al considerar que no tenían nada que temer.

A los lados del callejón de las viudas se levantaban entonces una docena de casas de un asentamiento de campesinos y en ellas vivían 15 hombres adultos. El Ejército se llevó de madrugada a 14 de ellos -el otro era un anciano- con la promesa de devolverlos a las seis de la mañana.

"A la hora en que se levantaba el toque de queda fuimos al cuartel de los carabineros y el capitán, que hasta entonces era amigo de la familia, me dijo: 'A usted no la conozco", recuerda Rebeca Escobedo Carreño, cuya casa fue la primera en ser asaltada. Rebeca estaba embarazada de ocho meses. Durante años ha estado apartando comida a la hora de la cena por si volvía su marido, Patricio Duque. Ahora ya ha dejado de hacerlo.

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"En Chile no hay justicia. ¿Quién puede creer que Pinochet está tan enfermo?", se lamenta Silvia Muñoz Peñaloza, quien esa noche de 1973 perdió a su marido, Basilio Valenzuela, a cuatro hermanos y a un cuñado. Su familia pudo sobrevivir gracias a que la abuela, Mercedes, decidió no rendirse y hacer lo imposible por dar de comer a todos los niños que se habían quedado sin padres. "Hacía una olla común y de allí comían todos, incluso aunque no fueran sus nietos".

Mercedes murió el pasado 24 de mayo. "Hasta el último momento creyó que volvería a ver a sus hijos", explica su hija, quien revela que a la tragedia han tenido que sumar durante años el rechazo de muchos vecinos del pueblo.

Bajo la apariencia bucólica, el pueblo vivía una pesadilla. "Los militares buscaban a personas relacionadas con la reforma agraria que había iniciado el Gobierno de la Democracia Cristiana y que había impulsado más el presidente Salvador Allende, pero además había envidias y venganzas personales", cuenta Juan Maureira, presidente de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Paine, cuyo padre fue denunciado por unos amigos. En comisaría le raparon el pelo y lo torturaron, y luego lo enviaron al Estadio Nacional de Santiago, convertido en una gigantesca cárcel. Juan supo años más tarde que el cuerpo de su padre, enterrado ilegalmente, fue exhumado por los militares, quienes lo arrojaron al mar en una operación denominada retiro de televisores, ordenada por Pinochet para evitar que se encontraran los restos de los detenidos desaparecidos. "Ya pocos creen en los montajes de Pinochet. Tiene abiertos cinco procesos judiciales y eso le va a doler más que morirse", asegura.

Lucrecia Céspedes vive hoy frente al lugar donde le robaron a su marido. Ya no tiene gallinas; ahora cultiva gladiolos, que vende a quienes pasan por allí. Recuerda las penurias sufridas durante estos años, las interminables caminatas con sacos de patatas a sus espaldas, o cómo sus tres hijos volvían del colegio llorando porque les insultaban. "Que Dios me perdone, pero quiero que Pinochet se muera y que no se le rinda ningún honor, por asesino", reconoce. "Lo peor es verle riéndose de todos; aquí ya nadie va a hacer justicia", añade.

Silvia Muñoz recuerda cómo unos días antes de que el Ejército vaciara la calle de hombres habían detenido a un hermano suyo. "Estaba en comisaría y mi madre le llevó una cazuela con comida", relata. Cuando le devolvieron la cazuela, la mujer vio que en la parte interior de la tapa estaba escrito "hagan algo, que me van a matar".

Al principio estas mujeres reaccionaban con rabia cuando se les llamaba viudas, porque estaban convencidas de que sus maridos iban a volver. Ahora todas sufren alguna enfermedad crónica y abundan los casos de depresión. "Nos mandaron psicólogos, pero era todavía peor", explica Lucrecia Céspedes. "Se han burlado de nosotros. ¿Por qué no nos dicen de una vez por todas 'aquí mataron a sus maridos y aquí están?", se pregunta Rosa Becerra, quien considera que las sucesivas crisis de salud del ex dictador "son un show"; y añade: "No sé qué desearle. Lo dejo a la justicia de Dios. A mí ya nada me va a apagar el dolor que llevo dentro".

Morir dos veces

Algunas viudas incluso perdieron a sus maridos dos veces. Es el caso de Rosa Becerra Acevedo, cuyo marido, Luis Alberto Gaete, apenas tenía 21 años cuando fue detenido. Rosa estaba a punto de dar a luz. En 1994, le entregaron el cuerpo de Luis Alberto, pero en 2005 se supo que el proceso de identificación efectuado por el Gobierno había sido un completo desastre. Los cuerpos no correspondían a quienes se había dicho.

Lo mismo le sucedió a Rebeca Escobedo, quien todos los días acudía con flores al lugar donde pensaba que estaba enterrado su marido. "Ahora no tengo ni dónde llevar las flores", dice.

Tras este episodio, Rebeca y otras viudas presentaron una querella ante la Corte Suprema. La reclamación fue admitida a trámite y las autoridades les aseguraron que averiguarían dónde están sus maridos.

La actual presidenta del país, Michelle Bachelet, se ha comprometido a lograr una identificación fiable de los restos encontrados y los que se hallen en el futuro, "sea cual sea su coste". De hecho, ahora hay técnicos españoles trabajando en ello; pero para los familiares, que esperan una respuesta desde hace casi 34 años, se ha dejado pasar mucho tiempo.

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