El poeta del frío
En 1978 aparecieron los primeros recuentos generacionales de los poetas del medio siglo, de la mano de Antonio Hernández y Juan García Hortelano. Para entonces, Antonio Gamoneda era un poeta leonés, aunque nacido en Oviedo, que apenas había publicado un libro, Sublevación inmóvil (Rialp, 1960). Los duros acaeceres cotidianos, la resistencia política y el silencio impuesto o elegido no le habían dejado decir su voz más auténtica. Además de poeta, Gamoneda fue promotor de la colección de poesía Provincia, en León.
En los años sesenta, el influjo de los espirituales negros y del poeta turco Nazim Hikmet activó los versos insomnes de Blues castellano (Noega, 1982), aunque las miserias culturales y la cerrazón de la censura impidieron que el libro apareciera antes de los ochenta. A veces las paradojas son necesarias. Paradoja fue el hecho de que el autor necesitara la obturación de su estímulo poético para que su poesía rompiera diques y compuertas para irrumpir, asoladora, en un espacio de libertad en el que no había aprendido a vivir. Hasta 1975 Antonio Gamoneda había organizado su existencia a la contra: contra la opresión, contra la mendacidad, contra la miseria diaria. Muerto Franco, desaparecían bajo sus pies los motivos en los que había sustentado su vida. De esa frustración y del espacio vacío en que el antiguo poeta insurgente había quedado sin función surge la plétora agónica de Descripción de la mentira (Diputación de León, 1977): un despiadado recorrido por los despeñaderos de la angustia que se derramaba en versículos sin término, y adquiría una sonoridad apocalíptica como la de un profeta antiguotestamentario que hundiese sus plantas en las sentinas de la posmodernidad. Allí no había ironía, ni guiños cómplices, ni culturalismo, ni metaliteratura, ni ambigüedad en su asentir o disentir respecto a la clase social a la que pertenecía. Él era un proletario, y sus versos arrastraban un dolor atávico en el que daba frío reconocerse. Poesía de la desolación, del conocimiento, del conflicto.
Con 'Libro del frío', pudimos al fin asistir a la fiesta del dolor, a la alucinación de una muerte inminente
Otros años transcurrieron y otros libros, como Lápidas (Trieste, 1987). Pero fue Edad (Cátedra, 1987), la compilación de su obra completa hasta ese momento, la que lo presentó ante los lectores de manera compendiosa y global, de la mano experta de Miguel Casado. A partir de entonces, Gamoneda dejó de ser una voz inaudible, aunque prestigiada, para convertirse en referente imprescindible (con Claudio Rodríguez, con Valente, con Gil de Biedma) de la poesía de la segunda mitad del siglo XX.
Aún no había dicho su última, y tampoco su mejor, palabra. Cuando apareció, Libro del frío (Siruela, 1992), pudimos al fin asistir a la fiesta del dolor, a la alucinación de una muerte inminente. Cánulas y hospitales, sendas de alta montaña, paisajes sin figura, recordatorios vetustos de un amor aún palpitante poblaban los versículos de ese libro. Al cabo de una ascensión al monte Nevo, el poeta divisaba la sábana blanca -una luz alumbrando el sudario- de la muerte. Todas las derrotas de su existencia se calcinaron en Arden las pérdidas (Tusquets, 2003): segunda parte de aquel Libro del frío que se alza como uno de los monumentos aere perennius (más duradero que el bronce) de la poesía de nuestro tiempo.
Á. L. Prieto de Paula es crítico.
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