La tristeza de Marta
El tutor de 4º A está preocupado. No es un estado transitorio. Su preocupación cabalgó por todos los días lectivos del curso pasado, y ni siquiera se desvaneció en verano, no del todo. Al empezar las clases le esperaba intacta, junto con los mismos alumnos que había tenido el año anterior. Se alegró mucho de volver a verlos, y ellos le correspondieron con la misma alegría.
Y no es que su grupo sea el sueño de un profesor de primaria, tampoco es eso. Ahí está Stalin Rodríguez, por ejemplo, el niño colombiano que se sienta en la segunda fila, junto a la ventana, y que es vago, pero vago requetevago, y a la vez tan listo, tan seductor cuando quiere, que es imposible enfadarse con él. ¿Y tú por qué no haces nunca los deberes, Stalin?, le preguntó una vez. Es que yo, contestó él, como soy de una familia de inmigrantes, muy, muy pobres, y mis padres trabajan mucho, mucho, y llegan a casa , ¡huy!, pues tardísimo, yo tengo que cuidar de mis hermanos pequeños, y por eso Le puso una cara de pena tan lograda, tan propia de un actor profesional, que llamó a su madre por teléfono y no le sorprendieron los gritos que escuchó, ¡pero qué sinvergüenza!, ¿eso le ha dicho?, ¡pero si es él el pequeño, y a mí me dice que usted no pone nunca deberes !
Lo de Asavetei Luminita, que al encabezar los controles siempre pone el apellido delante del nombre, pero entre amigos ha decidido llamarse Mariluz y dejarse de tonterías, es diferente. Ella llegó de Rumania en noviembre de 2005 hablando un español muy rudimentario, que le bastaba para hacerse entender, pero le impedía seguir el nivel de la clase. Cuando su tutor se dio cuenta, le confesó que le daba vergüenza admitirlo en voz alta, pero que no quería que él la tratara como a una niña especial delante de los otros. Prefiero repetir, avisó.
Luego está Ahmed, claro, y Roberto, los dos amigos íntimos que más veces y más a fondo se han peleado jamás. O Lucía, tan tímida que cuando le habla no se atreve a mirarle a los ojos. Sergio se pone como una fiera cuando le llaman gordo, y está gordísimo, y Ana se pasa de seria, de responsable, porque su hermano mayor se murió de leucemia con seis años. Todos ellos son sus niños, y cada uno tiene sus problemas. Todos le preocupan, y ninguno, excepto la niña rubia que le está mirando desde el centro de la primera fila.
De ella lo sabe todo y, sin embargo, no sabe nada. Que se llama Marta, que es española, hija biológica de sus padres, casados desde hace doce años, ambos licenciados universitarios y funcionarios de la Comunidad; una familia típica de clase media, con otro hijo más pequeño y un nivel socioeconómico más que aceptable. Todo eso ha aprendido de ella, y no ha aprendido nada. Marta vive cerca del colegio, en un piso de tres dormitorios, y tiene uno para ella sola; está apuntada a inglés y a informática extraescolares; viene al cole bien vestida, limpia, peinada, estrena mochila todos los años y los Reyes siempre le traen regalos. Pero Marta es una niña triste.
Su tutor la mira, le sonríe; recibe a cambio una sonrisa tenue, apenas esbozada, breve, como todas sus sonrisas. ¿Qué le pasa a Marta? Nadie lo sabe. En la sala de profesores se han barajado hipótesis para todos los gustos; algunas terribles, otras sólo sombrías, ninguna satisfactoria. No padece ninguna enfermedad, no tiene cicatrices ni señales de ninguna clase, sus padres carecen de antecedentes conocidos de violencia, come con apetito y, si la obligan, juega con los demás sin problemas, porque se sabe los mismos juegos, las mismas canciones; pero hasta jugando parece triste.
Su tutor siente que se les escapa algo, que están cometiendo algún error, ignorando la señal que Marta pretende transmitir con su tristeza. El año pasado siempre pensaba en eso al acostarse, y algunas noches no podía dormir. ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Qué es lo que no veo, lo que no escucho, lo que no sé interpretar? Y todas las mañanas se acercaba a ella con una sonrisa por delante, igual que esta mañana.
-¿Qué tal, Marta? -los demás han salido corriendo al recreo, pero ella avanza despacio, arrastrando los pies por el pasillo-. ¿Cómo llevas lo de la vuelta al cole? Es duro, ¿no?, después del verano. Todavía no me has contado lo que has hecho en vacaciones.
-Me lo he pasado muy bien -le contesta ella, triste, triste, triste-. Todo va muy bien, sí, estoy muy contenta.
Su tutor la coge por los hombros. Le gustaría sacudirla, zarandearla, o abrazarla fuerte, cualquier cosa a cambio de demostrarle que está de su parte, que puede confíar en él. Pero se limita a soltarla, y a sonreír otra vez.
Después, ella se marcha, andando despacio, y él se queda a solas con su fracaso.
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