Entre el placer y la pena
Volver es un milagro. Todo el cine de Almodóvar lo es. Reconozco que no soy imparcial y que suelo acudir a cada uno de sus estrenos como lo hacía de niño a las salas de cine: sin saber exactamente lo que va a ser de mí cuando se apaguen las luces. Almodóvar tiene ese poder, el de darte a la vez lo que esperas y lo inesperado. Aquello que reconoces como tuyo, y aquello que no sabías que tenías. Después de ver sus películas siempre te pasan cosas extrañas. Por ejemplo, que al volver a tu casa descubras sobre la mesa una pequeña llama. Una llama que no quema el mantel, ni los dedos con que la coges, y con la que luego no sabes qué hacer. Eso me pasa con sus películas, que siempre salgo de verlas con una llama de esas en las manos. Una llama que en los días siguientes llevo conmigo de un sitio para otro, sin comprender la razón exacta por la que lo hago, salvo para evitar la pena que me daría abandonarla, por ejemplo, en el banco de un parque. Por eso dije que su cine es como un milagro. Tiene la gracia de lo gratuito, y el poder de iluminar las cosas. El poder de enseñarnos a ver donde antes no sabíamos ver.
Me sorprende que la gente siga discutiendo la coherencia de sus guiones. Las películas de Almodóvar son como los juguetes que se dan a los niños, vuelven deseable la realidad y hacen reales nuestros sueños. Están llenas de vida, porque hablan de nuestros deseos. Y Volver lo hace de una manera ejemplar. De hecho, sus personajes se pasan todo el tiempo temblando de frío, de miedo, de placer, de tristeza. ¿Puede ser de otra forma? No, porque la vida es deseo, y los deseos nos llevan al encuentro de los demás, y nos enfrentan a lo incierto y lo desconocido de la vida. Las películas de Almodóvar están hechas para enamorarnos. Por eso gustan tanto, porque lo que quiere todo el mundo es estar enamorado de alguien. ¡Y vaya si lo consiguen! No creo que haya nadie que, viendo Volver, no haya tendido su mano en la oscuridad como queriendo recoger las lágrimas de Penélope Cruz, o que al recordar el rostro de Cecilia Roth, en Todo sobre mi madre, no haya deseado llevar en su pecho el corazón de su hijo, o que viendo por enésima vez Hable con ella no sueñe con acercarse al lugar donde Leonor Watling permanece dormida para besarla. Y todo porque, aun en el recuerdo, no podemos dejar de mirarlas.
Almodóvar no se anda por las ramas. Sabe que el cine ha sido creado para mostrar el rostro de los hombres. Y nadie en nuestro cine lo ha hecho como él. Ése es su único secreto, y por eso los rostros de sus actores se quedan grabados en nuestro corazón. Y Volver es una de las más hermosas y completas galerías de rostros todo su cine. Y por eso es imprescindible. Todos son rostros de mujeres. Son rostros que resumen el mundo: su oscuridad y su luz, su desesperación y su alegría, sus pérdidas y sus milagros. Contemplarles es volver a descubrir ese vínculo entre el placer y la pena que, según Rilke, es la realidad más profunda del corazón humano.
Babelia
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