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Columna
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Doble transición: de Castro a Uribe

Fidel Castro y Álvaro Uribe, en los extremos opuestos del arco político latinoamericano, inician una transición surtida tanto de escollos como de oportunidades. El presidente cubano, alejado del poder por difusas dolencias, puede que no lo recupere ya nunca plenamente, pero aún con ello, La Habana se aboca a una segunda transición. El trayecto de Castro a Castro, de Fidel -80 años el día 13- a Raúl -75 en junio-, no haría más que poner a la isla ante una nueva sucesión, porque el hermano menor del comandante -como los reyes saudíes- heredaría el poder en la recta final de su vida. Álvaro Uribe entra, en cambio, en la plena forma de su cincuentena en la transición de su primer mandato al segundo, de Uribe a Uribe, y en aparente búsqueda de sucesor, sobre lo que ya hay quien salmodia que sólo él puede reemplazarse a sí mismo.

En La Habana la sucesión está siendo palaciega, con un presidente delegado, el segundo Castro, invisible, mudo y en paradero desconocido. Y en una demostración de cómo el régimen confunde información con exhibición, el primer Castro llega a superar al mismísimo Franco en su agonía, al sustituir con su sola persona a todo el equipo médico habitual y ser el único firmante de los comunicados sobre su salud. El atado y bien atado con que Franco remitía su sucesión a las instituciones anticipaba la invocación al Partido como solución al traspaso de poder.

La transición colombiana, muy diferente, es intensamente política y se desarrolla a la vista del público. El parecer de sus actores es bien conocido: a favor de que Uribe siga toda la corte de paniaguados y por paniaguar, que en Bogotá forman una clase social; y en contra el Polo izquierdista, y los numerosos delfines autodesignados del presidente, que ya toman posiciones para la sucesión. Pero el buen sentido de la nación colombiana tiene un gran aliado, quizás, inesperado. El de esa división acorazada con la que el presidente contrajo santo matrimonio, Lina Moreno, sin cuyo consentimiento no podría haber tercer mandato, y no ya por cónyuge, sino por tanto o más política que el marido. Hace unas semanas, la Primera Dama sólo con su presencia convirtió un festival gastronómico en la monumental Villa de Leyva -Castilla en Boyacá- en un acto de reafirmación de la política de Seguridad Democrática. Colombia, alegre y confiada, decía el subtexto, puede ya promover olores y sabores porque la guerrilla de las FARC se bate en retirada. Cuántos de los uribistas son, en realidad, lininistas es algo que nunca se sabrá, pero que ayudaría mucho a entender las luces y las sombras de la obra presidencial.

La Prensa del mundo, ávida de interpretar las runas del futuro, retrata a Raúl Castro como un nuevo Andrópov, el primer sucesor de Breznev. Como llevaba gafas y se le había visto con algún libro en inglés, era un intelectual, y como bebía whisky, un liberal en el fondo del armario. Y el segundo Castro se ha granjeado parecida reputación porque una vez dijo preferir los frijoles a los fusiles; no oculta que está casado con Vilma Espín; sus hijos y nietos no son un secreto de Estado como los de Fidel; y uno de ellos, la doctora Marisela, defiende el matrimonio de un solo sexo. Signos inequívocos de esa reconversión modelo especial para dictadores llamada pragmatismo.

Cuba, con dos transiciones por delante, puede que gane un tiempo para aterrizar más suavemente en algo que, sin ruptura civil ni rendición a Washington, evolucione hacia un sistema democrático. Pero son muchos fuera de la isla los que exigen el copyright absoluto de una democracia que sea sólo de sufragio; como en Bagdad. Y Colombia tiene un abrupto segundo Uribe por delante. Las FARC se gastarán toda la pólvora que tengan en dinamitar el nuevo mandato, y el que ha sido único, pero grave, fracaso del presidente: la imposibilidad de movilizar a todo el país para que vote masivamente y se sume de forma mucho más activa a la lucha contra la insurgencia, puede entrar en contradicción con la imperiosa necesidad de erradicar esa amenaza.

Ambas transiciones deberían apuntar a una plena normalización democrática: normalización de naturaleza del sistema, en el caso cubano, y de eliminación de lo que entorpece el funcionamiento del mismo, en el colombiano. Pero la ruta va a ser todo un campo minado.

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