El pecado de no entender de vinos
Hoy, la sofisticación del vino ha dejado de ser un privilegio para democratizarse. Además de los circuitos elitistas de la enología, la afición por sabores y texturas ha alcanzado categoría de hobby popular. Uno de los efectos perversos de esta plaga es la abundancia de personas que, tanto en bares como en restaurantes, insiste en compartir con nosotros una lluvia de adjetivos que parecen salidos del cine porno: vigoroso, robusto, frutoso o carnoso. Esta secuela tiene, no obstante, su lado cómico. Con cuatro instrucciones y un poco de jeta podemos impostar un conocimiento que no tenemos. Los mandamientos del impostor impostado son simples. Primero: cuanto más pequeñas sean unas bodegas, más las defenderás. Segundo: repetirás el tópico según el cual el precio no hace al vino. Tercero: para darle un toque exótico a tu criterio, te mostrarás partidario de los vinos de, pongamos, Nueva Zelanda. Cuarto: meterás la nariz dentro de la copa tulipán cuando el camarero te dé a probar un vino sin que en ningún momento se aprecie lo ridículo que te resulta esnifar tu propia ignorancia. Quinto: devolverás una de cada 17 botellas siguiendo un criterio únicamente estadístico y para hacerte respetar.
A estas normas básicas se pueden añadir muchas otras que ponen a prueba nuestro sentido del ridículo. Ante este alud de enólogos ful es bueno mantener el sentido del humor y, a ser posible, dedicarse más a beber que a disertar sobre brebajes. A la hora de comprar, sin embargo, los que no tenemos ni idea de vinos tampoco podemos mostrar nuestra debilidad. Si lo hacemos, seremos presa de esa minoría de bodegueros desaprensivos, maestros en el arte de endosar, a precio de oro, cajas de botellas de calidad discutible. Por eso, sin hacerse pasar por el gran Custodio L. Zamarra, conviene transmitir cierto dominio de la materia y repetir consejos clásicos que disuadan la tentación de la estafa. Recuerdo que, en una ocasión, al cruzar Francia en automóvil, me desvié hasta Chateauneuf du Pape, no porque mi paladar fuera capaz de distinguirlo de cualquier otra denominación prestigiosa, sino porque leí que era un valor seguro. Al llegar, descubrí que había decenas de bodegas, una junto a la otra, y que resultaba imposible para un novato averiguar cuáles era mejores y peores. Ante semejante pánico vinícola, opté por elegir el vino con mayor sonoridad, una virtud que, en principio, no debería tenerse en cuenta. De todos los châteaus, el que más simpatía me despertó fue el Trintignant, no por razones enológicas sino cinematográficas. Un Chateauneuf con nombre de actor excepcional, tímido, vulnerable y melancólico no podía ser malo. Por cierto: cuando lo probé, el vino resultó ser exactamente como Trintignant: excepcional, tímido, vulnerable y melancólico.
Cóctel del día: Kir Royale.
Dos chorritos de licor de grosella (cassis) y champán frío. Verter el licor de grosella en la copa y acabar de llenarla con champán. Gëzuar! (¡Salud!, en albano).
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