Tomates del Perelló
La arena que recubre, cerca de las orillas del mar, con suavidad y sin apelmazamiento, la base de las plantas del tomate, logra que se multipliquen las pequeñas raíces, y este hecho -que parece carente de importancia a los ojos profanos- asegura una mayor absorción de los alimentos que porta la tierra, lo que junto a los benéficos rayos del sol, convierten en explosión de color y de sabor el fruto que los italianos llamaron -en un milagro de introspección- pomodoro, manzana de oro, así su entraña fuese roja como un tomate.
Nadie pensaba que el producto traído del Perú por los descubridores sería comestible, sino que sustentaban sus virtudes en lo estético -pequeño, redondeado y de vivo color- ideal para componer un hermoso ramo que adornase las estancias palaciegas.
Pero hete ahí que algunos arriesgados lo ingirieron -pese a las horribles admoniciones médicas, que aseguraban un fatal desenlace para los suicidas- y a partir de esta cata devino el milagro de su multiplicación, el que lo ha situado en lo más alto del ranking del cultivo de hortalizas.
Aunque para que fuese la estrella de las ensaladas hubieron de pasar años. El mismo incontestable Brillat-Savarin, al principio de 1800, en su Almanach des gourmands consideraba que la única posibilidad de comer tomate era habiéndolo convertido previamente en salsa, y así, decía: "Esta hortaliza o fruta, o como se la quiera llamar, era casi desconocida en París hace quince años... Sea como fuera, los tomates son una ventaja para una cocina elaborada. Con ellos se hacen excelentes salsas para acompañar toda clase de carnes".
Pero el innegable saber popular, el de aquellos que por lastimoso que parezca no se habían adentrado en la obra y el pensamiento del gastrónomo francés, había descubierto en El Perelló -con sus campos llenos de arena de playa, rica y porosa- que el fruto que allí nacía, pasado por el cuchillo, solo cortado, ora vertical, ora horizontalmente -quizás algunas secciones de través- y aliñado con dorado aceite y blanca sal, impregnaba la boca con los dulces jugos del Mediterráneo, a la vez que, comido al atardecer -mirando al mar en la tierra que lo vio nacer- hacía soñar a los beneficiarios del ágape con los rojos destellos de oro que imaginaron los poetas italianos.
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