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Como un caballero bueno

Javier Marías

El pasado 22 de junio se murió en Oxford Sir Peter Russell, hispanista y lusitanista de enormes talento y prestigio, autor de magníficos estudios sobre Cervantes, La Celestina, el Príncipe Henrique el Navegante y La intervención inglesa en España y Portugal en tiempos de Eduardo III y Ricardo II, entre otras obras. Durante muchos años, y hasta su jubilación en los ochenta, ocupó la Cátedra Rey Alfonso XIII de Estudios Españoles de la Universidad de Oxford, y fue en esta ciudad donde lo conocí, al poco de haberse retirado, a través de su sucesor, Ian Michael, y de su discípulo y gran amigo (suyo y mío) Eric Southworth. Fue el primer ganador del Premio Nebrija, quizá la máxima distinción que pueden recibir los hispanistas. Pero todo esto, con ser mucho, es para mí secundario. Lo principal es que se me ha muerto un muy querido amigo, uno más de mis amigos viejos: el día de su muerte tenía noventa y dos años y casi ocho meses, y no hacía demasiado que se había comprado un coche nuevo, con el que salía a conducir encantado, tras haber recuperado el carnet tras un breve periodo en el que, por problemas de salud, se lo habían retenido. Eso es lo principal. Lo más extraño y turbador, sin embargo, es que también se me ha muerto un importante personaje de algunas de mis novelas, sobre todo de la muy larga que todavía no he terminado, Tu rostro mañana, de la que han aparecido los dos primeros volúmenes, Fiebre y lanza en 2002, Baile y sueño en 2004, y de cuyo tercero y último llevo escrita la mitad más o menos. Y en una novela antigua, Todas las almas, de 1989, ya me había inspirado en muchos rasgos de Russell para quien en ella se llamó Toby Rylands. Al poco de iniciar Tu rostro mañana, en septiembre de 1998, llamé por teléfono a Peter y le pedí permiso para utilizarlo como personaje, esta vez con sus datos biográficos verdaderos (incluida su pertenencia de años a los Servicios Secretos británicos del MI5 y el MI6) y hasta con su propio nombre. Pensaba atribuirle hechos, experiencias y conversaciones ficticias a alguien que en muchos aspectos sería él y que compartiría su vida, aunque no a todos los efectos, desde luego: mi personaje sería viudo, por ejemplo, y Russell permaneció siempre soltero. Dudó un instante respecto a mi utilización de su nombre, y entonces se me ocurrió proponerle recurrir al que había sido su apellido desde su nacimiento en Nueva Zelanda, en 1913, hasta su llegada a Inglaterra, a los dieciséis o diecisiete años (entonces se lo cambió, por razones que no vienen al caso). "¿Prefieres que lo llame Sir Peter Wheeler?", le pregunté. Y en seguida lo aceptó, divertido: "Sí, eso me gustaría. Además, de ese modo sabré qué le pasó a ese Peter Wheeler, de quien me despedí hace tantísimo tiempo". Porque su nombre oficial era ya Russell, como tal lo conocía todo el mundo y así firmaba sus libros. Sir Peter Wheeler es quizá el personaje principal del primer volumen de mi novela, y no tendrá escasa participación en el tercero. En ella hay otro personaje, Juan Deza, padre del narrador Jacques Deza, que a su vez está indisimuladamente inspirado en mi padre, de cuya historia tomé prestados unos cuantos hechos, y también bastante de su carácter. Los dos viejos, Russell y mi padre, tenían curiosidad y aun impaciencia por verse "ficcionalizados", y esa fue la razón más poderosa -ahora puedo decirlo- para que decidiera ir publicando la novela en partes, en vez de esperar los años necesarios para terminarla y darla entonces entera a la imprenta. Sus edades eran ya tan frágiles (mi padre nacido en 1914) que temía que, si aguardaba, pudieran no llegar a verse así, como personajes. Ahora me alegro de haber tomado aquella decisión arriesgada, porque ambos alcanzaron, al menos, a leer esos dos primeros volúmenes. Sir Peter Wheeler y Juan Deza todavía han de aparecer y hablar en lo que me resta por escribir, y no sé de qué modo me influirá o me afectará que ahora hayan muerto sus dos modelos de la realidad, ni si los haré morir (a uno, a otro o a los dos) asimismo en la novela. Es seguro que, mientras vivían en la vida, no me habría atrevido, por susperstición justificada, dados sus definitivos noventa y dos y noventa y un años, respectivamente. Sé que Sir Peter Russell murió de repente, sin avisos ni agonía. Vivía solo y había logrado evitar ir a parar a una residencia, de lo cual estaba muy contento. Al parecer, el 22 de junio se levantó, recogió la prensa del felpudo, se preparó el desayuno, y con ambas cosas, desayuno y prensa, se volvió a la cama. Al no contestar a la rutinaria llamada de su médico, éste le pidió al portero que subiera a ver, y el portero lo encontró muerto apaciblemente, sin signos de sufrimiento previo. Como me escribió Eric Southworth, Peter murió "like a good knight, en su cama". Como un buen caballero o como un caballero bueno, según se quiera. A mí no se me va del recuerdo la última imagen que de él tuve, cuando lo fui a visitar hace dos veranos, y al marcharme, ya en la calle, me volví hacia sus ventanas. Allí estaba él, alto y fuerte, con su pelo tan blanco, con su expresión siempre alerta hacia los otros e irónica hacia sí mismo, diciéndome adiós con la mano, pausadamente. Nos volveremos a ver en las páginas, en las que aún me faltan.

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