Cartas de la memoria: julio de 1936
Diferentes personalidades están insistiendo en estos días, con razón, en que la denominada memoria histórica, cuando no responde a un ejercicio de propaganda política, suele ser plural, fragmentaria y con frecuencia contradictoria. Si la memoria está conformada por tradiciones, sentimientos y percepciones subjetivas, a medida que pasa el tiempo, lo deseable es que prevalezcan la profesionalidad y el desapasionamiento de los estudios históricos sobre las emociones que sustentan los recuerdos heredados cuya luz, en todo caso, se va apagando conforme se suceden las generaciones. En un país como España, que entre el siglo XIX y el XX ha conocido cuatro guerras civiles, dos repúblicas, dos dictaduras, tres derrocamientos monárquicos, tres dinastías y en la de los Borbones, tres restauraciones, la fragmentación y parcialidad de la memoria histórica es grande y poco propicia para la convivencia. Con todo, hubo momentos que se vivieron colectivamente con una inmensa esperanza de progreso y libertad: las Cortes de Cádiz, la Restauración de Sagunto, el 14 de abril de 1931 y también, naturalmente, las Cortes Constituyentes de 1977 de nuestra Monarquía parlamentaria que, de todos ellos, ha sido ya el más fecundo.
Los protagonistas de la Transición rechazaron emplear la memoria histórica como instrumento de deslegitimación del adversario político, y actuaron, desde el respeto a la diversidad, en aras a construir un futuro de paz y convivencia para todos los españoles, fueran cuales fuesen sus convicciones. ¿Cuál fue el origen de aquella cultura política que logró la reconciliación nacional tras la muerte del dictador? El recuerdo doloroso de la guerra civil y el firme propósito de superar el odio entre los bandos que llevó a hacer inapelable la conocida sentencia de Machado; las dos Españas de 1936 helaban los corazones.
Cuando hace ahora setenta años se produjo la sublevación militar que, fracasada, nos introdujo en la más incivil de nuestras guerras, se frustró el proyecto republicano que tantas esperanzas había suscitado cinco años antes y que había significado uno de los períodos de mayor esplendor cultural y, sin duda, el de mayor modernización hasta entonces. ¿Cómo asistieron a aquella debacle colectiva algunos de los que fueron protagonistas fundamentales de los años precedentes? Un valioso testimonio lo constituyen las cartas cruzadas entre el Dr. Marañón y Marcelino Domingo en julio de 1936. Como es conocido, los asesinatos del teniente de la Guardia de Asalto José Castillo y de José Calvo Sotelo, líder de la derecha monárquica, han sido considerados la chispa que prendió la hoguera que recorrió España de una punta a otra durante tres años. Tres días después del asesinato del líder de la oposición, el 16 de julio, Marañón escribía a Domingo que "el vil, el infame asesinato de Calvo Sotelo por los guardias de la República, a los que todavía no se ha condenado, por los que el Gobierno da la sensación de una lenidad increíble, nos sonroja y nos indigna a los que luchamos contra la Monarquía. (...) España está avergonzada e indignada, como no lo ha estado jamás. (...) Esto no puede ser. Todos los que estuvimos frente a aquello
[la Dictadura de Primo de Rivera] tenemos que estar frente a lo de hoy. (...) No se alegue ningún otro ejemplo. A Castillo le han matado, cobardemente, unos señoritos armados (...), a Calvo le han asesinado en nombre de la autoridad, que sigue ahí, sin un acto de condenación, haciendo creer a toda España que es cómplice de lo ocurrido. (...) No somos los enemigos del Régimen, sino los que luchamos por traerlo; ni los fascistas, sino los liberales de siempre, y por eso hablamos así ahora". Lo cierto es que habían transcurrido tres jornadas desde el asesinato de Calvo Sotelo y, desde el poder legítimamente constituido, no se había condenado con rotundidad el crimen; nunca sabremos si, de haberse hecho, se hubiera abortado la sublevación militar que tan funestas consecuencias tuvo para la historia de España -posiblemente, no- pero, sin duda,habría restado apoyo a la rebelión incipiente.
El 17 de julio de 1936, Marcelino Domingo contestó a Marañón con una misiva en la que manifestaba su "pesadumbre esta realidad dramática en que vivimos". En las letras del líder republicano se traslucía la enorme tensión política que se estaba viviendo en la Diputación permanente del Congreso de los Diputados. El día precedente, las derechas habían culpado al Gobierno de la ausencia de orden público en las calles. Domingo consideraba que los culpables de la situación no eran "los que luchamos por implantar la República; los que no la hemos arrancado todavía de nuestros corazones; los que luchamos por sostenerla con dignidad, no a brazo partido, sino con el alma partida. Esta realidad vergonzosa y ensangrentada la hemos heredado. Es la herencia de miseria que nos han dejado las derechas". El político refería cómo, en la citada reunión, mientras unos abogaban por la distensión, "había, en cambio, otros hombres, retadores, engreídos, en los que todo en ellos -los ojos, la voz, el ademán- constituía una provocación. Eran las derechas. (...) Queridísimo Marañón, el esfuerzo heroico de convertir en España la guerra civil tradicional en una paz civil nos pone a prueba a todos". Sin embargo, los peores presagios se confirmaron esa misma tarde cuando algunas guarniciones militares de Marruecos se sublevaron y, a las pocas horas, la rebelión se había extendido a una parte sustancial del Ejército. Aquel 18 de julio, Marañón se encontraba en Estoril atendiendo a una enferma. Inmediatamente, ante la gravedad de los hechos, regresó a Madrid donde, el día 19, escribió a Marcelino Domingo: "Ahora sólo es tiempo de decir ¡viva la República y España!".
Como es sabido, la situación no hizo sino deteriorarse. Aunque en un principio se confiaba en que el Gobierno controlaría la situación, la ausencia de autoridad resultó esencial para el devenir de los acontecimientos y las posibilidades de los insurrectos. El evidente error del entonces presidente del Gobierno, José Giral, al armar a los milicianos resultó fatal para la estructura misma del Estado Republicano. Fue entonces cuando se generalizó una situación de terror y violencia en Madrid. En esta línea, resulta reveladora la carta que Marañón escribió de nuevo al líder republicano tras haber suscrito -bajo cierta presión- el Manifiesto redactado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Señalaba el médico que "no firmamos los llamados intelectuales con gran satisfacción interior. Porque la adhesión a la República y a su Gobierno era excusable por sabida, sobre todo por quienes nos la pedían, gente de aluvión, de última hora, en buena parte. Quizá, conveniente en estos momentos. Pero, sobre todo, lo que hubiéramos querido decir, lo que debiéramos haber dicho era solo esto: ¡Paz! La paz podría salir de nosotros, los que estamos al margen de la lucha política; y de los que, como Vd., aunque político militante, es y será, sobre todo, hombre de pensamiento y de responsabilidad más honda que la meramente actual que dan los partidos. ¿Le parece a Vd. que podríamos hacer algo? Me aterra el aspecto de pugna crónica que empieza a tomar el combate. (...) Me avergüenza estar como espectador en esta lucha que desangra a nuestro pueblo. Porque en el otro lado, hay pueblo también".
Marañón, como muchos otros, vio con horror cómo su país se despeñaba por el precipicio del odio y de la incomprensión. En el transcurso de unas semanas, asistió estremecido a los asesinatos de Melquíades Álvarez, Manuel Rico Avello -que había sido el secretario de la Agrupación al Servicio de la República- o de Fernando Primo de Rivera -colaborador suyo en el Instituto de Patología Médica-, así como a su propio paso por las checas. También causó una profunda huella en su ánimo el asesinato, entre otros muchos, de personas próximas a las que había aconsejado permanecer en España al entender que la República garantizaría el orden. Lo vivido hizo que al llegar a París a finales de 1936 respondiera, a la pregunta de un periodista sobre la razón de su exilio, que había salido de España "porque iban a matarnos".
La situación llevó a que Marañón y otros prestigiosos intelectuales basculasen desde su inicial apoyo a la República hacia una postura que acabó siendo proclive a la causa "nacional", que contemplaron como un mal menor. Marañón, como tantos otros, consideró que la República había dejado de ser un régimen liberal y democrático y que sobre el Gobierno de Madrid se cernía el peligro de sovietización. Sin embargo, erró al minusvalorar el peligro fascista durante la guerra y las consecuencias que traería la Dictadura franquista, que entonces consideró como transitoria hacia una nueva era liberal depurada de errores pasados.
El drama de la Guerra Civil sólo pudo sellarse cuarenta años más tarde, cuando quienes hicieron la Transición lograron la reconciliación nacional y recuperaron las libertades. Aquellos hombres no acordaron ningún pacto del olvido; por el contrario, recordaron bien y por ello tuvieron la convicción de que un pasado en el que, como escribió Azaña, "todo el pueblo español estaba enfermo de odio", no podía fundamentar un futuro de paz para todos. Siendo necesaria y justa la reparación moral y material a las víctimas de la Dictadura hoy, al contemplar aquel 18 de julio, debemos tener la mirada limpia y evocar lo sucedido con el único propósito de aprender para evitar los errores que entonces decidieron nuestro destino.
Gregorio Marañón y Bertrán de Lis es académico de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Antonio López Vega es historiador.
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