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Los efectos colaterales

Josep Ramoneda

Pasado el último trámite del inacabable proceso estatutario catalán, llega ahora el momento del recuento de los daños colaterales, que no son pocos. El solo hecho de que estos daños existan y sean numerosos pone en evidencia que se han hecho muchas cosas mal y se han comunicado peor. Por eso, a pesar de haber ganado por cuatro a uno, ni siquiera todos los ganadores están a salvo de la onda expansiva del Estatuto.

Las dimensiones del voto afirmativo -cinco puntos por encima respecto a los resultados agregados de los tres partidos del frente del - son satisfactorias para los que lo promocionaron y al mismo tiempo apuntan una señal que tener en cuenta para las autonómicas: los efectos del desgobierno -mayoritariamente imputado a Esquerra Republicana- podrían producir una concentración de voto en los dos grandes partidos (el PSC y CiU). Pero la abstención es demasiado grande para dejarla a beneficio de inventario y requiere afrontar de una vez el análisis del desestimiento que se da en Cataluña en todas las elecciones de ámbito autonómico, un tema que nunca ha gustado a los dos grandes partidos, porque les coloca ante un espejo que empaña su imagen en la medida en que abre interrogantes sobre las hegemonías políticas y su relación con la ciudadanía.

Desgraciadamente, el PP ha puesto las cosas muy fáciles para quienes prefieren pasar página una vez más sin reparar en la abstención. La burda manipulación que hizo Mariano Rajoy intentando capitalizar la totalidad del voto abstencionista para ocultar su estrepitosa derrota (la parte alícuota de un exiguo 21%, compartido con Esquerra Republicana) permite constatar una vez más la dificultad de la derecha española para aceptar un resultado adverso. Su apelación al presidente Zapatero para que haga lo necesario para anular el referéndum -una consulta popular hecha en el más estricto cumplimiento de la ley- es una iniciativa sin precedentes en democracia que bien se podría llamar un intento de asonada, por cuanto pretende cambiar la decisión legítima de los ciudadanos con una intervención política totalmente arbitraria.

Dejando aparte el patético oportunismo de un Rajoy que se hunde día a día entre la presión de la extrema derecha de su partido y las exigencias de sus muñidores mediáticos, ningún partido responsable puede reaccionar de modo autista a los datos de participación o, simplemente, resignarse con el argumento de que está en la media de los referendos estatutarios. Hay una abstención estructural catalana que alguien debería tener la osadía de intentar romper sin complejos. Y este alguien es en buena parte el PSC, el partido que más cara paga esta diferencia de votos. Pero hay también señales específicas de la abstención en este referéndum: el cansancio, sin duda; una cierta perdida de sintonía entre la clase política -demasiado ensimismada en sus querellas familiares- y la ciudadanía; las ganas de un sector de la izquierda de hacer notar su disconformidad por el modo como se han hecho las cosas en esta primera experiencia de gobierno de los suyos; el desacuerdo de parte del electorado del PP y, sobre todo, de Esquerra con las opciones de su dirección; la sensación de que no ha habido un liderazgo y unos objetivos claros en el proceso, y también, por supuesto, la falta de competencia de una batalla en la que la victoria del estaba asegurada de antemano. Muchos de los efectos colaterales que el proceso estatutario tendrá vienen apuntados en la abstención: por ejemplo, la sensación de falta de liderazgo con la que carga Maragall y el desencuentro con las maneras de hacer del tripartito, que castigan especialmente a Esquerra, pero de las que el PSC no sale inmune, o el exceso de celadas, pactos y contrapactos (con CiU entre sus protagonistas) que han transmitido la imagen de que los partidos políticos juegan con un código de intereses cerrado que se sobrepone a los intereses de la ciudadanía.

A pesar de que el Partido Popular intentará mantener el Estatuto en escena buscando su revancha en el Tribunal Constitucional, este episodio pasa página, de una manera no especialmente gloriosa, pero suficiente, y abre las puertas a que durante unos meses el País Vasco vuelva al primer plano de la actualidad y Cataluña pase a un plano secundario. Zapatero se ha quitado de encima lo que se había convertido en una pesadilla. Y previsiblemente va a apretar el acelerador en Euskadi. El Estatuto catalán, como ya se está viendo, tendrá un efecto de arrastre y Zapatero tendrá que ver cómo se puede pagar y garantizar esta reforma al alza del Estado de las autonomías. Zapatero querría presentar el Estatuto catalán como una señal a Euskadi de lo que es el marco de lo posible. Pero hay un problema: Euskadi, con su sistema de financiación, ya desborda por completo este marco. Mientras exista este sistema, y existirá siempre, el Estado de las autonomías será desigual. Con lo cual, toda pretensión de cerrarlo definitivamente es inútil. Habrá que aceptar el carácter abierto, de modelo permanente sometido a la negociación, como singularidad positiva de esta forma de ordenación política.

Las primeras señales emitidas tanto por Piqué como por Rajoy, distintas en la forma pero idénticas en el contenido, hacen pensar que la lección que el PP saca de su nueva derrota en Cataluña es para seguir atrincherado en su lucha contra todos, atormentado por la pesadilla de la disgregación definitiva de la patria. El empeño en deslegitimar el referéndum y buscar la anulación del Estatuto por todos los medios hace pensar que el PP da por perdidas sus posibilidades en Cataluña y sólo busca utilizarla para debilitar a Zapatero. El día siguiente al del del referéndum no hay ningún elemento nuevo que haga inclinar la balanza de la candidatura socialista hacia un lado u otro. Si Maragall no puede considerarse sometido a plebiscito, las dimensiones de la abstención permiten interrogarse sobre el efecto de arrastre de Zapatero. El mapa de la participación parece sugerir una mayor movilización del electorado de CiU que del socialista, lo cual sería un buen indicio para Artur Mas. Una vez más se demostraría que, en política, el que menos errores comete es el que toma ventaja.

Este largo episodio quedaría plenamente justificado si, como dijo Pasqual Maragall en su solemne declaración, sirviera para erradicar el victimismo de Cataluña. Este icono que el nacionalismo ha dado al país durante muchos años no es el nuestro, o por lo menos no me siento identificado con él. Da una imagen negativa de país reconcentrado, endogámico e inseguro. Una sociedad que cree en sí misma afronta las dificultades y no se esconde bajo el cómodo recurso de echar las culpas a los demás. El adiós al victimismo sería el mejor síntoma de que algo de fondo -generacional e ideológico- está cambiando en Cataluña.

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