África con nombre de mujer
En países africanos con una historia reciente tan dolorosa como Liberia y Ruanda, las mujeres están tomando el poder y marcando una agenda de paz y reconciliación. Sin embargo, a pie de calle, el maltrato sigue siendo asfixiante
El genocidio cometido en Ruanda en 1994 no fue tal vez el peor caso de asesinato de masas del siglo XX -sólo un millón de muertos, frente a los seis millones que exterminaron los nazis-, pero fue, sin ninguna duda, el caso más espantoso de violación en masa. Del mismo modo que los genocidas hutus despedazaron sistemáticamente a sus presas tutsis con machetes, si dichas presas eran mujeres -jóvenes o viejas-, primero formaban cola para violarlas. El hecho de que casi todos los asesinos y violadores fueran portadores del VIH carecía de importancia en la mayoría de los casos, dado que mataban a sus víctimas a los pocos días de haber saciado sus apetitos. Las supervivientes se convirtieron en esclavas sexuales de unos hombres a los que habían visto matar a sus maridos y, en muchos casos, a sus hijos.
Es lógico relacionar la clemencia del Gobierno ruandés con la amplia presencia femenina.
Pero mujeres y niñas siguen sometidas a una violencia inaceptable en la vida diaria.
Hoy, Ruanda tiene la mayor proporción de mujeres presentes en el Parlamento de todo el mundo. No de África, sino del mundo. Según un informe publicado el año pasado por la Unión Interparlamentaria, el 48,8% de los parlamentarios de Ruanda eran mujeres, por delante de Suecia, que ocupaba el segundo lugar con el 45%. España ocupaba un honroso séptimo puesto, con el 36%. La media mundial era del 15,2%. La cifra de Estados Unidos era del 14,3%. Es decir, el país que inventó el feminismo -y en el que la sensibilidad respecto al acoso sexual en el trabajo, por ejemplo, está más despierta que en cualquier otro lugar del mundo- tiene proporcionalmente tres veces menos mujeres en cargos electos que un país que, hace apenas 12 años, fue testigo del mayor y más salvaje episodio de abusos sexuales que se conoce en la historia.
Estos datos tan aberrantes son la expresión, llevada al extremo, de la contradicción que hoy define la situación de la mujer en África. Por un lado, las mujeres africanas gozan de un nivel de participación sin precedentes en la política y las leyes, así como en los medios de comunicación. En este aspecto, varios países africanos están al tanto de las tendencias mundiales. Por otro, siguen siendo sexualmente vulnerables, viven a merced del capricho de los hombres que las rodean y siguen estando consideradas por ellos como una propiedad que es preciso explotar de todas las maneras imaginables. Padecen un grado de humillación y abuso impensable en Europa o Estados Unidos.
La abanderada de las mujeres africa-nas es hoy Ellen Johnson-Sirleaf, presidenta de Liberia (para lo que tuvo que derrotar en las elecciones del año pasado a un famoso futbolista, George Weah) y primera mujer elegida jefe de Estado en el continente. Como Margaret Thatcher (y a diferencia, por ejemplo, de George W. Bush), ha llegado adonde está no por sus relaciones con poderosos o sus vínculos familiares, sino exclusivamente por sus méritos. Educada en Harvard y antigua empleada de Citibank y el Banco Mundial, Johnson-Sirleaf dirigió asimismo el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas para África. Nació en 1939 y estuvo dos veces en prisión durante el régimen de Samuel Doe, un sargento del ejército que se hizo con el poder mediante un golpe militar en 1980, después de ejecutar al presidente anterior, William Tolbert, a quien antes torturó en su casa durante nueve días. Johnson-Sirleaf había sido ministra de Finanzas con Tolbert y tuvo suerte de no sufrir más que una pena de cárcel de ocho meses. La gente de Doe capturó a 13 altos funcionarios de Tolbert; les ató a unas estacas, en una playa, y les mató de un disparo. Ellen Johnson-Sirleaf consiguió escapar con vida a duras penas y partió al exilio.
Liberia, un pequeño país de 3,5 millones de habitantes situado en la costa de África occidental, ha padecido dos guerras civiles en los últimos 27 años, una que duró de 1989 a 1996 y otra de 1999 a 2003. Milicianos semienloquecidos violaban y saqueaban con impunidad y mataban a decenas de miles de personas, hasta convertir al 50% de la población en refugiados. En los seis meses que lleva en el cargo, Johnson-Sirleaf se ha caracterizado por su empeño de curar y reconstruir este país destrozado, hoy día el más pobre del mundo. Está luchando para cancelar la deuda exterior de Liberia y restablecer servicios básicos como la electricidad (inexistente desde 1991) y el agua en la capital, Monrovia, al tiempo que ha creado una Comisión de la Verdad y la Reconciliación para ocuparse de los crímenes cometidos durante las guerras civiles del país. Esta peleona abuela de 67 años ha obtenido la extradición de su predecesor Charles Taylor, un déspota africano de caricatura que se enriqueció gracias a la larga lista de crímenes de los que va a ser acusado ante el Tribunal Internacional de Naciones Unidas en La Haya.
La importancia creciente de las mujeres en África se debe, en gran parte, a la globalización, al hecho de que cada vez más personas en este continente tienen el mismo acceso a las corrientes de pensamiento contemporáneas de todo el mundo que la gente de Europa o Japón, y se debe también al hecho de que las mujeres africanas dirigen sus sociedades -no sólo alimentan y visten a sus familias, sino que se encargan de las cosechas y el ganado-, en la práctica, desde hace mucho tiempo. De esta mezcla de lo moderno y lo tradicional surgen mujeres fuertes, formidables, como Dora Akunyili, que lidera una especie de cruzada contra una plaga que hace años azota su país de origen, Nigeria: el tráfico de fármacos falsos, un doble crimen que roba dinero a los pobres y, muchas veces, les enferma de gravedad. Akunyili, directora general de la Agencia Nacional para la Administración y Control de Alimentos de Nigeria, ha sobrevivido a intentos de asesinato por parte de las mafias que controlan el negocio, pero es ella la que está ganando la guerra. Ha logrado encarcelar a varios padrinos y, desde que asumió el cargo en 2001, se ha visto reducida la cantidad de medicinas falsas en el mercado nigeriano en un 50%. Nigeria es un país relativamente rico en África, y relativamente estable, pero, como sugiere el caso de Ellen Johnson-Sirleaf, da la impresión de que la tendencia mundial al ascenso de las mujeres en política se acelera en países que han sufrido hace poco un trauma terrible, que están enfermos y necesitan sanar. Como si los habitantes de esos países dolidos hubieran reaccionado, por un lado, de forma instintiva, recurriendo al calor materno; pero, por otro, desde un punto de vista más racional, como si hubieran llegado a la conclusión de que los viejos gobernantes egoístas y sanguinarios, al estilo de Charles Taylor, han acabado para siempre con la idea tradicional de que los hombres son los jefes naturales de la humanidad, de que las cosas están tan mal que ha llegado el momento de probar algo revolucionario y escoger a una mujer para que dirija sus vidas.
La pauta no se cumple siempre, pero es significativo que cuatro de los países en los que las mujeres están asumiendo el poder de forma más visible sean precisamente naciones que están saliendo de ese tipo de traumas. Además de Liberia y el más traumatizado de todos, Ruanda, está Mozambique (que tiene la segunda proporción más alta de mujeres en el Parlamento, la décima en el mundo, con un 34,8%), donde, durante la mayor parte de sus primeros 20 años de independencia, se desarrolló una brutal guerra civil que mató a un millón de personas y desplazó a un número dos veces mayor hacia los países vecinos. La cuarta nación, y en la que las mujeres tienen la presencia más llamativa en la vida pública, es Suráfrica, donde las heridas del genocidio moral del apartheid (como lo llamó Nelson Mandela) permanecen aún frescas.
Si Ruanda ofrece un caso límite de la capacidad humana de causar terror y sufrimiento, también es un ejemplo extremo de su capacidad para la reconciliación. El país se ha pasado el último decenio en guerra con sus vecinos, sobre todo porque esos vecinos, y en especial Congo, han dado refugio a genocidas fugitivos que están decididos a volver a su país para, según dicen, "rematar la tarea", eliminar a los tutsis que no consiguieron capturar la vez anterior. Sin embargo, la vida dentro de Ruanda es asombrosamente pacífica. Lo más extraordinario es la negativa de la minoría tutsi a emprender una campaña masiva de venganza, a pesar de contar con la ventaja de un Gobierno y un ejército que hoy están, en gran medida, bajo su control. Hace cinco años, el Gobierno concedió la amnistía a 40.000 prisioneros que habían participado en las matanzas. Casi todos regresaron a sus hogares, a las mismas aldeas en las que habían causado estragos durante los 100 días, entre abril y julio de 1994, en los que una barbarie propia de Hannibal Lecter se apoderó de sus mentes y sus corazones. Y pese a todo, el país conserva la estabilidad y la paz. De hecho, hoy día Ruanda es uno de los lugares más seguros de África. Un visitante extranjero puede pasear tranquilamente por la capital, Kigali, sin temor a ser víctima de ningún crimen.
Si se ha producido este milagro es, en parte, debido a la amplia presencia de mujeres en la clase dirigente del país. Es difícil no relacionar la clemencia, la bondad y la compasión casi antinaturales del Gobierno hacia los viejos torturadores de la nación con el hecho de que se trata de un Gobierno con enorme proporción de mujeres. Las mujeres ocupan puestos decisivos no sólo en el Parlamento, sino en el propio Gabinete. El Tribunal Supremo está presidido por Aloysie Cyanzayire, que tiene 42 años, pero parece más joven. La gobernadora de la provincia de Kigali, la mayor del país y una de las más afectadas por el genocidio, es otra Aloysie, de apellido Inyumba. El primer cargo de Inyumba, una tutsi que luchó en el ejército rebelde que se hizo con el poder en el verano de 1994 y puso fin al genocidio, fue el de ministra de Reconciliación Nacional. Ella plantó las semillas y estableció el tono para lo que se produjo después. Tal vez si un hombre hubiera sido el primero en ocupar esta cartera, la cosecha de paz subsiguiente no habría sido tan rica. Y tal vez si Inyumba tuvo tanto éxito en su trabajo y ayudó a convencer a sus colegas varones de que emprendieran el camino de la paz fue, entre otras cosas, por el carácter más conciliador de las mujeres, pero también porque son más prácticas -sobre todo en África, donde suelen ser las que se encargan de todo lo relacionado con la economía familiar sin ningún tipo de ayuda-. Fue Inyumba la que argumentó repetidamente que, al margen de consideraciones humanitarias, el motivo fundamental para no caer en la tentación de la venganza (y no es que no viera el atractivo de esa vía; ella también perdió a familiares cercanos en el genocidio) era que no iba a beneficiar a nadie, ni a corto ni a largo plazo. "O acabamos con esto ahora", dijo en varias ocasiones, expresando el pensamiento de las 39 mujeres incluidas en los 80 escaños de la Asamblea Nacional, "o aprovechamos la oportunidad para terminar con este ciclo de asesinatos, o seguimos así eternamente, de forma estúpida y salvaje, y nos hundimos cada vez más en la ruina más total".
La más conocida de las mujeres mozambiqueñas en el poder es Graça Machel, famosa por casarse con hombres célebres, pero también por derecho propio. Machel, viuda del antiguo primer ministro de Mozambique Samora Machel y esposa (desde 1998) de Nelson Mandela, aúna las virtudes femeninas tradicionales y modernas en un grado casi desmesurado. Es, como se ve, una seductora nata, con una gran capacidad de atraer a hombres atractivos y poderosos. Guerrillera a los veintitantos años en el movimiento independentista de Mozambique, Frelimo (que buscaba la independencia de Portugal, donde ella había estudiado con una beca universitaria), en 1975 se convirtió en la primera ministra de Educación del país. Su siguiente trabajo importante fue el de dirigir un innovador informe de Naciones Unidas sobre el impacto de los conflictos armados sobre los niños. En 1995 recibió una medalla de la ONU como reconocimiento a su labor humanitaria en favor de los niños refugiados de guerra. En conversaciones privadas ha expresado su repugnancia por la corrupción y la crueldad que, a su juicio, se extienden cada vez más entre los hombres que gobiernan África, y a veces ha manifestado sus frustraciones en público, como cuando declaró: "¿Por qué se encuentra lo peor de todo lo malo e inhumano en África? ¿Qué nos pasa a los africanos?".
Sin embargo, la experiencia de su segundo marido debe de haberle enseñado que también se encuentra en África, en muchos casos, lo mejor de todo lo bueno y humano. Tiene que haber visto la ambigüedad de manera especialmente clara en su segundo país de adopción, Suráfrica. La capacidad de perdonar que ha demostrado la mayoría negra de la población hacia sus compatriotas blancos desde que acabó el apartheid en 1994, cuando Mandela se convirtió en el primer presidente negro del país, ha sido épica. El país, el más rico de África y un imán para el resto del continente del mismo modo que Estados Unidos lo es para Latinoamérica, es hoy más estable que nunca. Hay sindicatos fuertes, medios de comunicación libres y las mujeres cuentan con una representación que jamás habían tenido en todos los ámbitos de la vida. Las mujeres negras participan en la vida pública mucho más de lo que lo hacían las blancas durante el apartheid. Suráfrica ocupa el 14º puesto en la clasificación internacional de mujeres parlamentarias. Un tercio de los 400 miembros del Parlamento está formado por mujeres. No sólo eso, sino que hay mujeres en cargos tan importantes como el de ministra de Exteriores, y la vicepresidencia, desde hace un año, la ocupa una mujer llamada Phumzile Mlambo-Ngcuka, de la que se sabe que cuenta con el favor del presidente Thabo Mbeki para sucederle cuando deje su puesto, en 2009.
Pero también es en Suráfrica donde se puede ver de forma más patente (quizá porque es el país más democrático del continente) la sórdida vulnerabilidad de la mujer africana. Cuando se observan, por un lado, la emancipación política formal del país, y por otro, las penalidades diarias que sufren las mujeres, se comprende que la esclavitud sexual a la que se vieron reducidas las mujeres tutsis durante el genocidio de 1994 no fue más que una caricatura grotesca de la situación de las mujeres a lo largo y ancho del continente. En Suráfrica, la paz y la tolerancia que le han ganado el aplauso del mundo no llegan a las mujeres. Ningún otro país del mundo tiene un número tan alto de violaciones, y eso pese a que, según creen los grupos de mujeres, sólo se denuncia uno de cada nueve casos. La prensa surafricana ha informado de manera exhaustiva sobre un tipo de violación en grupo que parece contar con amplia aceptación social, incluso entre las víctimas. Consiste en que un joven cita a varios amigos suyos para que violen a su novia, muchas veces cuando está a punto de romper con ella o como forma de darle una lección. Entre los jóvenes negros es habitual, y en gran medida aceptado como normal por la sociedad, que a la chica se le obligue de una u otra forma al acto sexual.
Todo esto se sabe porque la prensa habla de ello. En otros países, la prensa tiene menos libertad, pero los informes de los grupos de mujeres y las organizaciones de derechos humanos sugieren que la situación es igual de lamentable, por lo menos, en el resto del continente, donde, según las estadísticas, el 50% de las mujeres de 18 años están casadas y una de cada tres pertenece a un matrimonio polígamo. El índice medio de fertilidad en África se calculaba en 5,7 hijos por cada mujer en 1995. Más de la mitad de las víctimas del sida en África son mujeres, en un alto porcentaje de los casos mujeres monógamas cuyos maridos se acuestan alegremente con otras. Y no hay que olvidar, por supuesto, un elemento especialmente siniestro que demuestra el grado de sumisión sexual de las mujeres: el fenómeno de la mutilación genital femenina, que afecta a más de un millón de personas en 30 países africanos.
Como dice una revista nigeriana llamada Sexuality in Africa, "las mujeres y las niñas africanas no están seguras en ningún sitio en nuestros países". La revista destaca que en Suráfrica mueren cada día cuatro mujeres a manos de sus parejas, y que en Nigeria, donde el tráfico de niñas es un negocio importante, uno de los castigos para transgresiones tan rutinarias como no hacer la comida a tiempo es el llamado "baño de ácido", que consiste en lo que parece: se empapa a "la parte culpable" en ácido, a veces hasta el punto de desfigurarla e incluso matarla. Sexuality in Africa escribía en un editorial: "Todas las informaciones que se recogen en África llevan a la misma conclusión: las mujeres y las niñas están sometidas a una violencia inaceptable, hasta el punto de que ya no hay lugares seguros, ni públicos, ni privados".
El problema es que los Gobiernos no quieren o no pueden hacer gran cosa para proteger a las mujeres de los abusos sistemáticos a los que se ven sometidas. Las actitudes de los líderes africanos -por mucha educación que hayan recibido- respecto a las mujeres y el sexo son a menudo tan retrógradas como las de los analfabetos ancianos de las aldeas más remotas. Jacob Zuma, hasta hace un año vicepresidente de Suráfrica, fue absuelto de violación el pasado mes de mayo. El mero hecho de que se le juzgara representa, evidentemente, un paso adelante y un ejemplo para el resto de África. Pero, aunque le absolvieron, lo que salió a relucir en el juicio puso los pelos de punta a muchos de los que estaban presentes en el tribunal. Entre otras cosas, la estremecedora historia de la presunta víctima -pese a que, en este caso concreto, el fallo del tribunal fue que había mentido-: la habían violado cuando tenía 5, 13 y 14 años. Y era portadora del VIH. Zuma lo sabía y, aun así, reconoció, mantuvo relaciones sexuales con ella sin protección. Durante su testimonio, su actitud hacia la mujer que le había acusado (una mujer mucho más joven que él y que era hija de un viejo amigo suyo) fue la de un machismo desdeñoso y despreciativo.
El puesto de Jacob Zuma como vicepresidente, y seguramente próximo presidente, ha recaído en manos de una mujer. Justicia poética. Phumzile Mlambo-Ngcuka, junto con Ellen Johnson-Sirleaf y sus hermanas de armas en Ruanda, Nigeria y otros lugares de un continente en el que las mujeres están despertando, ofrecen el primer rayo de esperanza de que el grupo de personas más pobre y más oprimido del mundo pueda hacer oír, por fin, su voz; pueda atisbar por primera vez la oportunidad de tener una libertad que -con independencia o sin ella, con liberación política o sin ella- se les sigue negando todavía.
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