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Libres. Ciudadanas del mundo

Carmen Alborch nos descubre la vida de nueve mujeres que, con su valentía y esfuerzo, han contribuido a hacer de nuestro planeta un lugar mejor en el que vivir.

Mary Robinson

La irlandesa impaciente

No se necesitan leyes ni convenios internacionales para que la Tierra gire alrededor del Sol. Tampoco se precisa una ley para asegurar que todos los objetos caigan al suelo, aunque tal secuencia física se llame «ley de la gravedad»; y, del mismo modo, no se requieren declaraciones ni comisiones que precisen que las plantas deban elevarse hacia la luz, que el gato tenga que cazar ratones o el agua se convierta en hielo cuando la temperatura alcance los cero grados.

Sin embargo, se necesitan leyes y convenios para precisar que todos los seres humanos son iguales, que los niños y las niñas tienen derecho a la educación, que la tortura, la guerra y el asesinato son formas repugnantes de violencia o que las mujeres no son naturalmente inferiores a los hombres.

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Los buenos propósitos y la Declaración inalcanzable

En 1946, Naciones Unidas creó dos comisiones en el seno del Consejo Económico y Social. La primera se denominó Comisión sobre los Derechos Humanos y la segunda se instituyó con el nombre de Comisión sobre la Mujer. La Declaración Universal de Derechos Humanos, que Eleanor Roosevelt impulsó decididamente, fue elaborada por la comisión citada entre 1947 y 1948, y adoptada y proclamada por la Asamblea General el 10 de diciembre de 1948. La Declaración Universal consta de un preámbulo y treinta artículos1. En el preámbulo se expresa el reconocimiento de la dignidad inherente y la igualdad y los derechos inalienables de todos los «miembros de la familia humana», la necesidad de impedir actos de barbarie —sin duda los ponentes pensaban en el reciente genocidio judío en Alemania— y la conveniencia de aspirar a la libertad de expresión y pensamiento. También conminaba a los estados a aplicar la Declaración Universal en sus propias leyes particulares.

«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», proclama el artículo primero. Sucesivamente, los artículos señalan que todos los seres humanos deben gozar de tales derechos «sin distinción de ninguna clase, por razón de raza, color, sexo, lengua, religión, opinión política, origen nacional o social, propiedades, nacimiento o cualquier otro estatus». Así, todos los hombres y mujeres tienen derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona, no serán torturados o sometidos a tratos degradantes o inhumanos, tendrán iguales derechos ante la ley, no estarán sometidos a arrestos arbitrarios, detenciones o exilios, se preservará su intimidad, podrán desplazarse libremente en los límites de sus estados, podrán asociarse libremente, se les remunerará justa e igualitariamente, la maternidad y la infancia serán objeto de principal atención, todos tendrán derecho a la educación, etcétera, etcétera.

Como toda Carta Magna, la Declaración Universal de los Derechos Humanos se configuraba como un deseo o una ambición, un propósito, un compromiso, en fin, más que como una ley cuya inobservancia acarreara penas o castigos. La ONU instó a los países integrantes a difundir la Carta Magna especialmente en las escuelas y otras instituciones educativas, presumiendo tal vez que los jóvenes que gobernaran el mundo del siglo xxi no lo hicieran tan duro como el siglo xx. En 1998, las Naciones Unidas celebraron el quincuagésimo aniversario de la Declaración Universal y se programaron algunos festejos conmemorativos. Más de cincuenta años después de aquel loable intento, millones de personas saben que todos los seres humanos no nacen iguales ni en libertad, ni en derechos ni en dignidad. Parece inevitable citar aquí la rectificación del Animal Farm de Orwell, según la cual algunos son más iguales que otros.

El cambio de siglo y el cambio de milenio no permiten pronósticos halagüeños. A la lista de estados que han firmado la Declaración de los Derechos Humanos y que la incumplen sistemáticamente hay que añadir ahora las grandes corporaciones económicas, industriales y financieras que no están dispuestas a dar un paso atrás en sus pretensiones, aunque ello suponga fomentar todo tipo de abusos y desgracias. En el debate también se reitera la preocupación ante la debilidad de las Naciones Unidas para afrontar que las pretensiones humanitaristas de la institución pudieran convertirse en papel mojado.

En el año 2000, ciento treinta estados habían firmado la Convención sobre el Genocidio (1948); a partir de 1950 se dio vía libre a la Convención sobre Libre Asociación; desde 1951 se mantiene la Convención sobre los Refugiados y desde 1957 está en vigor la Convención sobre la Abolición de la Esclavitud, el comercio de esclavos y las instituciones y prácticas semejantes a la esclavitud; ese mismo año se formalizó la Convención sobre la Abolición de los Trabajos Forzados; desde 1960 está en vigor la Convención sobre Discriminación en el Empleo y en 1962 se verificó la Convención sobre la Discriminación en la Educación. En 1970 se negó la limitación estatal a los Crímenes de Guerra y Crímenes contra la Humanidad (Asamblea General de la ONU); en 1975 se proclamó la Declaración contra la Tortura, que incluía tratos vejatorios, crueles o inhumanos, pero solamente se formalizó legalmente en 1984 (entró en vigor en 1987). Los Derechos del Niño vieron la luz en 1989 (en vigor desde 1990)

No será necesario señalar hasta qué punto se han ignorado los propósitos que se especificaban en tales proyectos. Respecto a la situación de la mujer, la ONU acogió formalmente las reivindicaciones feministas planteadas desde los últimos años del siglo xix, y decidió promover el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, especialmente en lo que afectaba a esa mitad de la Humanidad. Desde 1954 rige la Convención sobre Derechos Políticos de la Mujer, que precisa el derecho de cualquier mujer a votar y a ser elegida, a desarrollar tareas administrativas públicas y ejercer funciones públicas en términos semejantes a los hombres y sin discriminación alguna. Entre los distintos convenios y declaraciones dedicados expresamente a la situación de la mujer, cabe destacar la Convención sobre el consentimiento al matrimonio, la edad mínima para el matrimonio y registros maritales (1962, y en vigor dos años después).

En 1965 se proclamó que ninguna niña podría casarse con menos de quince años. Sólo en 1982 entró en vigor la Convención para la eliminación de toda forma de discriminación contra la mujer, aprobada en la Asamblea del 18 de diciembre de 1979. En mayo de 2000, sólo 165 países habían firmado o ratificado el convenio. El de 1975 fue declarado Año Internacional de la Mujer; entre los meses de junio y julio se celebró en la Ciudad de México la Conferencia Internacional sobre la Mujer, con representantes de 130 países. Un año después, la Asamblea General de la ONU decidió dedicar toda una década a potenciar los derechos de la mujer. La segunda Conferencia Internacional se celebró en Copenhague (julio de 1980) con tres objetivos precisos: la igualdad, el desarrollo y la paz; y la tercera, en Nairobi. No deja de ser relevante que las mujeres exigieran paz al mismo tiempo que igualdad y desarrollo; y no deja de ser relevante asimismo que el empleo, la salud y la educación formaran parte de los temas prioritarios que se debatieran en aquella ocasión.

La cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer se celebró en Pekín entre el 4 y el 15 de septiembre de 1995. Yo tuve la suerte de estar allí. Por aquellas fechas, los españoles asistimos a un espectáculo televisivo estremecedor4. Dos periodistas británicos habían visitado los orfanatos chinos y habían rodado un documental del que se habló durante meses y que permaneció en la conciencia colectiva durante años. Las imágenes helaban el alma.

La Conferencia de Pekín se tituló «Acción para la Igualdad, el Desarrollo y la Paz», y, sobre todo, se centró en la necesidad de favorecer el desarrollo de áreas rurales, donde el peso y el sostén de la comunidad pasa por manos femeninas. Además, el reconocimiento de los derechos de las mujeres como derechos humanos ocupó un lugar central. Los debates fueron interesantísimos. También en el año 2000 y tras laboriosa preparación se celebró la Marcha Mundial contra la Violencia y la Pobreza. El convenio llamado Beijing+5 (o Women 2000) se firmó en Nueva York. La ONU constató que se habían alcanzado algunos progresos: muchos países han legislado contra la violencia doméstica, los tribunales internacionales persiguen la violencia sexual en los conflictos armados y cada vez hay más mujeres con acceso a la educación, a la salud y a la planificación familiar.

Kofi Annan señaló, no obstante, los nuevos peligros: el sida, con un número creciente de mujeres afectadas (hay países en África donde el 40 por ciento de las embarazadas sufre esta enfermedad), y el tráfico de mujeres, nueva plaga relacionada con la mundialización. De los 110 millones de niños sin escolarizar, las dos terceras partes son niñas. Tras Pekín no hay estrategia de desarrollo posible sin igualdad. Hillary Clinton, en Women 2000, explicó que mientras hubiera en su propio país un pago desigual por el mismo trabajo, todavía quedaría mucho por hacer; y mientras hubiera niñas en el mundo que fueran rociadas con gasolina y quemadas por aportar una dote demasiado pequeña al matrimonio, todavía quedaría mucho por hacer; y mientras hubiera niñas a las que se ahoga sólo por el hecho de ser niñas, mientras se niegue el derecho al aborto y a la planificación familiar, mientras las mujeres y las niñas sean víctimas de la guerra y haya millones de refugiadas, y mientras sean utilizadas como esclavas sexuales, todavía quedaría mucho por hacer.

La lentitud o la premiosidad con que las instituciones oficiales abordan los temas relacionados con los derechos humanos es exasperante. Las resoluciones tardan años en verificarse; a cada paso las ONG, los grupos feministas y los medios de comunicación desvelan nuevas violaciones, y la burocracia y los intereses políticos anulan o retrasan actuaciones judiciales. Por fortuna, hay personas que «reafirman el lenguaje de los derechos humanos para expresar las demandas y las aspiraciones legítimas de la población mundial. Y sin duda tienen razón. Nada es superfluo cuando se trata del lenguaje de los derechos humanos o de los intereses apremiantes a los que sirve.

[…] [Hay personas que] van más allá y nos muestran la necesidad de reconsiderar los derechos humanos para asegurarnos que siguen siendo relevantes cuando la seguridad y la libertad de las personas vulnerables están en juego»5. Su posible perfeccionamiento no obsta para la exigencia en su aplicación. El reto actual del feminismo, señala Celia Amorós, es el reto de la globalización, este reto solamente se puede afrontar tramando pactos entre mujeres cada vez más amplios y más sólidos. Estos pactos son sin duda tremendamente difíciles, pero se va adquiriendo experiencia en los proyectos de cooperación donde se implican cada vez más las mujeres, tanto las occidentales como las del Tercer Mundo. El feminismo ha de poder asumir el reto de la multiculturalidad orientándola en el sentido de una interculturalidad, porque las mujeres, por encima de diferencias que nadie minimiza, han sufrido en común la dominación, y la subcultura femenina que esta dominación ha generado en todas partes y que reviste diferentes formas, tiene, con todo, claves comunes. Debemos defender, pues, en el espíritu de la Conferencia de Pekín (1995), el programa del cumplimiento y la profundización de los derechos humanos que, como ya hemos dicho en otro lugar, por más que nacieran en Occidente, transcienden a Occidente.

Portada del libro <i>Libres. Ciudadanas del mundo,</i> de Carmen Alborch.
Portada del libro Libres. Ciudadanas del mundo, de Carmen Alborch.

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