Fantasmas del invierno
Fantasmas del invierno es una novela diferente sobre la posguerra española y su autor, Mateo Díez, una de las voces narrativas más relevantes del panorama literario español.
I. Los lobos
1
De lo que sucedió en Ordial cuando vino el Diablo no hay otra constancia que el desorden y los malos sueños y, sin embargo, en aquel invierno ocurrieron muchas cosas que no sólo trastocaron la vida de la ciudad sino que hicieron de ella un reducto desprendido del mundo, que a punto estuvo de desaparecer.
En realidad, fueron pocos los que se apercibieron de la llegada del Diablo. A nadie le gusta confirmar una visita indeseable, las dudas se solventan con los recelos y no resultan nada gratas las confidencias que expresan sospechas y temores que no acaban de entenderse, comentarios que denotan la confusión de quien los hizo.
El desorden se sobrellevaba con resignación, es un rédito de las ciudades de posguerra, todo el trabajo de reconstrucción de las mismas tiene, no sólo en su cometido urbano, un sentido ordenador que se muestra en el intento de recobrar lo que buenamente se puede, y no queda más remedio que darle tiempo al tiempo.
Ordial se recuperaba con más desidia que decisión, pero cuando vino el Diablo ya no era la misma, quiero decir que las huellas más visibles de la conflagración estaban aliviadas en los Barrios que más habían sufrido, y lo que se percibía no era la ruina propiamente dicha sino el reflejo de la misma, lo que la destrucción irradia en lo que queda, ese cúmulo de espacios irreales que detallan el vacío como si todavía necesitaran un tramo de existencia para recomponer, al menos, la condición de solares.
La ciudad había dejado de ser antigua para ser vieja.
La aureola de su antigüedad se había extinguido en la precipitada decrepitud de aquellos malos tiempos que la posguerra arrastraba como la herencia ineludible de su sitio, de su resistencia, de su entrega, de su rendición.
La vejez contraponía la fealdad a lo que pudo ser la belleza de un equilibrio antiguo, el de la ciudad histórica y monumental conservada en los siglos con una suerte de ahorro utilitario cercano a la penuria, pero suficiente para subsistir e ir adquiriendo esa pátina que brilla en la piedra como el oro sucio y contribuye a cristalizarla, de modo que en el relumbre románico y gótico de las mañanas y los atardeceres de Ordial siempre hubo el reflejo de lo que algunos viajeros románticos describieron como la luz de Oriente.
Ninguno de sus monumentos había sufrido daños irreparables pero la ruina urbana contribuyó a aislarlos, a sustraer su presencia del entorno que los contenía, secuestrados en una especie de abandono que los retiraba como tantos objetos y enseres del Almacén Municipal, que componían un polvoriento depósito con parecida incuria a la que durante tanto tiempo habían supuesto los escombros en las calles.
Vieja y fea, pensaba el Cronista de turno, a la hora de rememorar los atributos heráldicos que cifraban sus honores en muy antigua, leal y buena...
—Vieja y pendeja... —decía el Locutor de A Salto de Mata, la Emisora clandestina que las galenas de Ordial conectaban cuando menos lo esperaban, como si el misterio de las ondas avalara aquellas extrañas vicisitudes electromagnéticas que tan de cabeza habían traído al Gobierno Civil.
—En esta puta ciudad... —decía también el Locutor—, o en esta ciudad emputecida, donde lo único bueno que nos depararon los siglos fue la romanización. Imagínense ustedes que la Gémina hubiese pasado de largo y que ya en aquellos albores estuviésemos en manos de los tatarabuelos de los poncios que gobiernan y mandan.
Los malos sueños persistieron más allá del invierno. También el desorden, ya que el rédito no podría cobrarse con la velocidad con que algunos hubiesen querido.
La cercana memoria de tantas cosas no era el mejor alimento para la tranquilidad, aunque el esfuerzo de olvidar corría parejo con el de vivir y, a la postre, la vida siempre apuesta por el presente: no hay mayor grado de actualidad que el que imprime la supervivencia.
En los malos sueños, el pasado era el resplandor de la memoria culpable o de lo que el recuerdo imponía como reguero de la desgracia, cuando todavía nombrar la desgracia resultaba una actitud paliativa, un intento de ir rebajando la realidad estricta de lo que no podía llamarse de otro modo que tragedia.
El recuerdo se iba soslayando, adelgazando, como buenamente se podía y, a lo más, se guardaba como la parte más recóndita del secreto, en la sima en que el secreto corre el riesgo de desaparecer. El grado mayor de desaparición no era otro que el olvido: la memoria borrada, el recuerdo sin nombre.
Y de eso se llenaban los malos sueños de Ordial, de ese fulgor luctuoso que en el abismo, como en la profundidad de la laguna, mostraba el rostro de la tragedia: los ojos del ahogado, el eco de los disparos, el tiro de gracia, las pisadas en la nieve del pelotón de fusilamiento, una voz, un grito, una llamada, el mismo viento y el mismo hielo que batían los cristales de las ventanas de aquel invierno en que vino el Diablo, el más nevado que se recuerda.
2
No hubo previsión de que viniera, ninguna señal que anticipara su llegada, a fin de cuentas tendría que venir de incógnito y no somos muchos los que podemos contarlo, echándole necesariamente la imaginación precisa.
La entrevista que concedió a la Emisora clandestina forma parte de una estrategia destinada a aumentar la confusión. Lo que allí declaró, en lo que a las amenazas concierne, no hubo modo de comprobarlo, y de las ideas del Diablo cualquiera se puede prevalecer.
—A Salto de Mata tiene los días contados... —aseguró el Locutor tembloroso aquella mañana—, y lo que hoy vamos a ofrecerles no tiene parangón en las ondas. Escucha, Ordial, abre bien las orejas, el Diablo está con nosotros...
Fue un mano a mano voluntarioso, en el que el Locutor estuvo por debajo de lo que en él era habitual, posiblemente porque el personaje le cayó demasiado grande o no acabó de creérselo o en algunas de las aseveraciones del Diablo sintió el pálpito de lo que presagiaba, ya que el Diablo no se privó de esas malevolencias con que se vaticina lo que más o menos nos tememos, y al Locutor no dejó de temblarle la voz en ningún momento.
—Le rogaría que evitara referencias personales en lo que a mí concierne... —suplicó el Locutor en una ocasión—. El anonimato es la columna vertebral de la Emisora.
—Fue usted quien comenzó diciendo que A Salto de Mata tiene los días contados... —repuso el Diablo, burlón—. Yo sólo hago que seguirle la corriente. Los tiene contados y mal contados por diversas razones, sólo hay que mirarle a usted la pupila para apreciar algo parecido a una enfermedad irreversible.
—Soy diabético, no exagere pero, por Dios, respete la clandestinidad. No soy un hombre sano pero tampoco estoy para el arrastre, la insulina es un remedio...
—A Dios no lo mencione en mi presencia... —pidió el Diablo, enojado—. No soporto la altanería de los aristócratas del espíritu ni de los meapilas que los veneran. Es un personaje fatuo. La Emisora se va al garete, no lo dude, y lo suyo es más grave de lo que supone. La insulina no remedia la pancreatitis.
Lo que parece verdad es que en la noche que precedió a la madrugada en que vino el Diablo sonó por vez primera, cuando ya todos dormían, un estruendo de motores que la propia noche reconvirtió en el eco de un cielo nublado, pero no se trataba de una señal, por mucho que de ese estruendo derivara después el mayor riesgo que la ciudad corrió en aquel invierno.
El eco resonaría en el sueño de los habitantes de Ordial como un zumbido o una amenaza, pero de lo que se sueña suele quedar una huella efímera en la conciencia, sobre todo de lo que pertenece al ruido del sueño. Y por eso nadie comentó nada, nadie dijo que el estruendo de los motores recordaba al de los aviones que más de una vez, desde el cielo nublado de Ordial, habían dejado caer una bomba.
—Era el Diablo, queridos oyentes, una exclusiva que me ha dejado hecho polvo... —reconoció el Locutor, aquella mañana en la que ciertamente se cumplió el pronóstico con que había iniciado la emisión, ya que los días contados que el Diablo remarcó maledicente se ajustaron al escueto destino de la previsión, fueron exactamente tres: aquel mismo fin de semana cayó A Salto de Mata en un piso del Paseo de Colomares.
La mala suerte de Delio Ucieta se correspondía perfectamente con su condición de garbanzo negro de una buena familia de Ordial venida a menos. La posibilidad de que fuese él el intrépido Locutor clandestino estaba en boca de los más enterados y, pasados los primeros arrebatos, el propio Gobierno Civil hizo la vista gorda, permitió que la Emisora subsistiera, lanzándole a Delio alguna que otra advertencia para que no se sobrepasara.
—La voz de un tarambana relaja el ambiente... —sostuvo alguien en el Gobierno—, y los inviernos de Ordial son demasiado duros. Con matar el hambre no se solventa la existencia, conviene aliviar los malos pensamientos aunque de un entretenimiento miserable se trate...
—Llaman a la puerta... —dijo el Locutor con un hilo de voz en la noche definitiva—. Escucha, Ordial, puede ser el Diablo que vuelve por mí, puede ser el Diablo que viene por todos. Desde el último suspiro radiofónico de esta ciudad emputecida, con un corte de mangas para las Autoridades competentes, y que Dios me coja confesado...
El Diablo había tenido razón, como bien se demostró medio año más tarde: la enfermedad de Delio Ucieta era irreversible.
Babelia
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