Memoria de España
Resultado de la colaboración con TVE, 'Memoria de España' - de Fernando García de Cortázar (director), Jaime Alvar, Salvador Claramunt y Ricardo García Cárcel- es una obra fundamental para todos aquellos que quieran profundizar en la apasionante historia de nuestro país.
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De la nada al útil de metal
La Historia empieza con el ser humano. Él es el primero en concebir una perspectiva del tiempo y el espacio, que son los fundamentos de la transformación y sucesión de los acontecimientos que conforman la Historia.
Cuando aún no había noche porque no existía la luz, ni el sol alentaba la vida, todo era oscuro silencio. Por causas no del todo claras, pero que se ensueñan de distintas maneras, dio súbitamente comienzo el tiempo en una enorme explosión cuya onda expansiva nos desplaza todavía por el espacio.
Los orígenes del universo determinan las características del mundo y contribuyen a comprender las formas físicas y los materiales del planeta en el que surge la vida. Ése es el medio físico en el que se desarrolla la Historia.
Este capítulo, de velocidad estelar, recorre del Big Bang a la Edad del Bronce, el período más largo de nuestra historia, plagado de lentísimas transformaciones que afectan a nuestras inquietudes más íntimas y primordiales.
Los hitos de este recorrido se identifican con el proceso de hominización, es decir, para nosotros, con la llegada del hombre a la Península Ibérica, con su adquisición del lenguaje, del pensamiento abstracto, del sentimiento religioso y de la expresión artística. También está marcado por el abandono de la vida en cuevas y la construcción de sus moradas, por el logro de la producción de sus propios alimentos y por la fabricación de útiles, primero de piedra y luego de metal.
Se trata, en definitiva, del tránsito de la nada a la construcción, como veremos, de hábitats enormes para los que se requerían complejos instrumentos de trabajo: es la historia de la domesticación del medio, de la convivencia equilibrada con el entorno y de las consecuencias del deterioro de los ecosistemas.
La formación geológica de la Península
Hace 15.000 millones de años tuvo lugar el surgimiento del universo y con él, la aparición del tiempo y del espacio. La extraordinaria explosión inaugural generó una especie de globo en expansión constante. Nosotros nos encontramos en su superficie, cada vez más alejados del punto inicial, cada vez más grandes.
Tras un recorrido difícilmente imaginable de 10.000 millones de años, comenzó la condensación de la materia que habría de dar lugar a los planetas. Entre ellos surgió la Tierra, formando parte de un sistema ordenado en torno al Sol. El Sistema Solar es un grupo planetario que se pierde en la inmensidad cósmica, pero sólo en el planeta Tierra se ha producido, al menos eso es lo que nos permiten afirmar los límites de nuestro conocimiento, el singular y maravilloso fenómeno de la vida. La hipótesis de que otros planetas alberguen formas de vida es, de momento, una especulación derivada de nuestro propio conocimiento del Universo y de la peculiar relación que las culturas humanas han establecido con lo sobrenatural.
Las formas de vida más primitivas sólo fueron posibles en los fondos oceánicos y allí permanecieron ancladas durante más de 3.000 millones de años. Aquellos seres vivos de diminuto tamaño estuvieron liberando oxígeno a lo largo de ese larguísimo período de tiempo que culmina a finales del Precámbrico, hace poco más de 500 millones de años. Gracias a ese trabajo constante se crearon las condiciones necesarias para que la vida abandonara el mar y pudiera conquistar la tierra firme. Naturalmente, los primeros seres que experimentaron la existencia fuera del agua practicaron una vida acomodada a ambos medios, por si la adaptación resultaba imposible. Algunas especies mantuvieron su vida en el agua, otras se acostumbraron a los dos medios, los anfibios, y otras abandonaron definitivamente el agua para desarrollar una vida terrestre. Así algunos anfibios se convertirían en reptiles, de éstos algunos evolucionaron hasta convertirse en aves, mientras que otros se transformaban hasta alcanzar la forma de vida más compleja, la de los mamíferos.
Estos procesos de transformación fueron lentísimos y, al tiempo que cambiaban las especies vivas, cambiaba la fisonomía de la superficie de la Tierra. De hecho, hasta hace 260 millones de años, todos los continentes estaban unidos en una sola masa de tierra que los geólogos llaman Pangea. Esa masa uniforme, debido a las dinámicas del núcleo de la Tierra generadas por el calor y el enfriamiento de las rocas al aparecer en superficie, fue fracturándose paulatinamente y distanciando unas masas de otras, dando lugar a los continentes en el período que denominamos Cretácico. Es la época de los dinosaurios. Ya a finales del Cretácico, hace unos 60 millones de años, los continentes presentan contornos prácticamente idénticos a los que nosotros conocemos. La Península Ibérica adquiere entonces su forma actual, aunque las líneas de costa se siguen modificando constantemente.
El proceso de hominización
La aparición de la forma de vida humana en el planeta Tierra es un tema apasionante y controvertido. Desde Darwin, la ciencia ha admitido que el hombre no surgió de forma repentina en su fisonomía moderna, sino que es producto de un lento proceso evolutivo, con ocasionales mutaciones exitosas y otras fallidas. En ese proceso se va distanciando de otras especies, como los modernos primates, con los que comparte un antepasado común. La resistencia ideológica a la aceptación del evolucionismo no es más que el producto de la percepción antropocéntrica que ha dominado la cultura y del deseo del género humano por reivindicar una singularidad que presiente en peligro si asume un parentesco real con los restantes seres humanos. Naturalmente, junto a la controversia de los orígenes se ha desarrollado otra igualmente vinculada a prejuicios de toda índole, como es la forma en la que se produjo la ocupación de toda la superficie de la Tierra por la especie humana.
El proceso de transformación de los homínidos hacia el Homo sapiens sapiens comenzó en el este de África hace seis millones de años. Junto a una fauna variada había unas criaturas simiescas que se desplazaban sobre sus cuartos traseros, tenían una posición corporal erguida, pero su cerebro era como el de un chimpancé. Esos seres fueron evolucionando durante casi cuatro millones de años, distanciándose cada vez más de sus congéneres, hasta adquirir un cerebro más grande, en relación con su tamaño corporal, que les permitía ser más inteligentes que los restantes seres. Es decir, lograron dar respuestas adaptativas derivadas de la observación y de la reflexión. Pero al mismo tiempo esa misma capacidad de reflexión generaba preocupaciones nuevas, como la percepción del tiempo y la interrelación de las cosas más allá del instinto. Esos seres inteligentes son los primeros humanos. Algunos de ellos probablemente abandonaron África hace casi dos millones de años, pero los testimonios más antiguos, indiscutibles para todos los especialistas, corroboran que su presencia en Europa no supera el millón de años.
Y es precisamente en la Península Ibérica donde se han encontrado por el momento los restos que confirman la presencia humana en Europa en esa época.
Atapuerca
Mucho se ha debatido si estos primitivos pobladores de la Península llegaron de África a través del Estrecho de Gibraltar o desde el Próximo Oriente. Algunos indicios procedentes del sureste, en concreto en la depresión de Guadix-Baza (Granada) han sido utilizados para defender la travesía del Estrecho. Sin embargo, el testimonio más firme de su presencia aparece en un lugar indiferente para esa disputa, la Sierra de Atapuerca, en Burgos, que ha adquirido un merecido protagonismo en la historia de la paleoantropología. Ese territorio kárstico alberga un conjunto de yacimientos arqueológicos que han proporcionado una información valiosísima para la comprensión de distintos momentos de la evolución humana en un lapso de tiempo que abarca casi un millón de años.
La primera ventana que nos abre Atapuerca al pasado nos permite retroceder 800.000 años. A esa lejana distancia se remontan los restos de seres humanos más antiguos descubiertos por los investigadores en el yacimiento de Dolina y que los investigadores españoles han bautizado como Homo antecessor. No es mucho lo que de ellos sabemos, al margen de que eran cazadores, aunque se ha destacado que eran caníbales. Casi todos los restos recuperados, que pertenecen en su totalidad a media docena de individuos, muestran marcas realizadas por el uso de cuchillos de piedra, resultado, sin duda, de haber sido descuartizados por sus semejantes. Estos seres antropófagos son los más antiguos habitantes de Europa.
La segunda ventana que se ha logrado abrir en Atapuerca es medio millón de años más reciente. En efecto, hace algo más de 300.000 años fueron acumulados los restos de una treintena larga de individuos en el fondo de una sima en el interior de una cueva. Esa cavidad de escasamente 15 metros cuadrados es un yacimiento único en el mundo, pues alberga cientos de restos de todo el esqueleto de los individuos allí depositados. Estos nuevos habitantes de Atapuerca no pertenecen ya a la especie antecessor, sino que corresponden a un nuevo grupo que denominamos Homo heidelbergensis.
Los investigadores suponen que esa acumulación extraordinaria de huesos obedecería a que otros seres humanos depositaron allí los cadáveres de sus muertos. El alcance de esa hipótesis es tremendo, pues transforma radicalmente la idea que sobre la complejidad del pensamiento y la elaboración intelectual teníamos hasta ahora de nuestros remotos antepasados. En efecto, mucho antes de que se produjeran los primeros enterramientos propiamente dichos, los grupos humanos que se guarecían en las oquedades de Atapuerca habían adquirido algún tipo de preocupación sobre el más allá y el destino de sus congéneres después de la muerte. Esa angustia existencial, que desde los inicios de la ciencia de las religiones se percibe como el punto de partida para especular acerca de lo sobrenatural, está asociada al cerebro no de los recientes pintores de Altamira, sino de antepasados mucho más remotos, a los que presuponíamos más cercanos a formas de vida simiescas que a la complejidad derivada de la observación y la reflexión. Pero no podemos precipitar acontecimientos y suponer que ya entonces estaba conceptualizada la idea de lo divino o que aquellos antepasados indagaran sobre su posición en el cosmos.
Y junto a ese descubrimiento excepcional que revela la acumulación voluntaria de cadáveres, se ha hecho otro que corresponde a un momento algo más reciente en el proceso evolutivo. En efecto, en la misma sima apareció el cráneo y un hueso de la laringe de un mismo individuo. Esos restos pueden ayudar a saber con cierta fiabilidad si aquellos seres tenían un lenguaje articulado similar al nuestro. Es muy probable que los resultados sean positivos, aunque por supuesto la comunicación verbal de la que fueran capaces sería extraordinariamente reducida, como corresponde a la fase inicial de la adquisición del lenguaje. Por otra parte, es sobradamente conocida la relación existente entre pensamiento y lenguaje. Cuanto más complejo es éste, mayores posibilidades de elaborar abstracciones, por ello la sofisticación de los sentimientos religiosos requiere seres capaces de expresar verbalmente sus preocupaciones, al igual que la visión del mundo será más sutil cuanto más complejo sea el lenguaje.
La actividad primordial de estos seres, no obstante, era la caza y la recolección. Ésa era la base de su economía, y los grupos estaban constituidos del modo más efectivo para lograr el alimento necesario para su sustento. Aún no eran capaces de producir sus propios alimentos, sino que tenían que tomar de la naturaleza lo que ésta les brindaba, como a las restantes especies. Para cazar se servían de útiles de piedra o madera, puesto que competían en un entorno agresivo dominado por grandes predadores, cuyas cualidades físicas sólo podían ser superadas mediante la inteligencia. No obstante, la naturaleza de aquellos seres era muy potente, su actividad física constante requería cuerpos robustos y musculosos que acompañaban adecuadamente los lentos progresos obtenidos en el desarrollo de sus rudimentarias tecnologías líticas. Los instrumentos que usaban los lograban mediante la talla de piedras adecuadas y su mayor efectividad se alcanzaba por el trabajo colectivo y la solidaridad grupal. Un buen testimonio de ello parece haberse documentado en la Sima de los Huesos de Atapuerca, donde se encontraron los diminutos huesos del oído, el yunque y el estribo, de un miembro del grupo cuyo análisis ha desvelado que era sordo. Su supervivencia en un entorno hostil solamente sería posible gracias a la ayuda prestada por sus congéneres, lo que expresa el grado de interacción afectiva y comunicación alcanzado en aquel remoto pasado.
Y aunque podamos dar respuesta a algunas cuestiones suscitadas por los huesos del oído o la laringe, persisten en la oscuridad otros problemas como la razón por la que todos los huesos hallados en la Sima de los Huesos corresponden a adolescentes. ¿Hasta dónde pueden llegar nuestras especulaciones a propósito de la ausencia de ancianos, adultos o niños entre los difuntos allí depositados?
Pero, al margen de la atracción que pueda provocar el desconocimiento, el éxito más singular de los humanos en el Paleolítico Inferior fue el control del fuego. Gracias a él impedían el ataque de sus enemigos naturales y se convirtieron en la especie menos amenazada. Por otra parte, el fuego contribuía a mitigar las inclemencias meteorológicas y los rigores invernales. Además, con el dominio del fuego comenzó la cocción de alimentos, de modo que los humanos se convirtieron en la única especie capaz de transformar los productos naturales, lo que favorecía la digestión y disminuía el riesgo de patologías derivadas de la alimentación. Esos tres factores permitieron un constante incremento demográfico que alteraba la regulación natural del equilibrio ecológico, al tiempo que el fuego se convertía en un elemento central de la producción cultural e ideológica, como lugar de referencia del grupo, el origen del hogar como lugar central.
Aquellos hogares no eran estables; con frecuencia se abandonaban los lugares temporalmente ocupados a orillas de los ríos, a los que regresaban tras períodos de caza y recolección en otros parajes. Los grupos humanos del Paleolítico Inferior aún no se abrigan en cuevas, quizá por no ser todavía capaces de desalojar a otras especies establecidas en ellas. Hay que esperar al Paleolítico Medio para atestiguar la ocupación más o menos sistemática de las cuevas. El campamento abierto es, por tanto, el hábitat propio de los cazadores-recolectores del Paleolítico Inferior.
No es fácil para los investigadores detectar este tipo de hábitat y, en ocasiones, los hallazgos se someten a prolongadas controversias. Durante mucho tiempo se ha supuesto que el famoso yacimiento de Ambrona, en Soria, correspondía a un lugar en el que se había cazado a una manada de elefantes, lo que demostraría la capacidad de previsión del comportamiento de los animales y, en consecuencia, la posibilidad de elaborar estrategias de caza. Sin embargo, los postulados defendidos por los estudiosos hace cinco décadas hoy ya no son asumibles, pues sabemos que el medio centenar largo de elefantes allí depositados fueron cayendo durante un dilatado período de tiempo y corresponden a muertes aisladas, no a la caza de una manada entera. Allí se acercaban con sus utensilios líticos los grupos humanos para aprovechar el alimento valioso. Esos enseres no demuestran la habilidad cinegética de nuestros antepasados, sino su más prosaica actividad de carroñeros. Las proteínas procedentes de los animales muertos podían mejorar una pobre dieta basada en el consumo de raíces, frutas y plantas.
Próximo fragmento: 'Nuestro pequeño Billy', de Billy Hopkins.
Babelia
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