Las grandes miserias de los grandes hombres
Resulta verdaderamente inquietante comprobar hasta qué punto los grandes prohombres de la patria que las diversas patrias conservan glorificados en la memoria y en pomposos bronces estatuarios han sido, en innumerables ocasiones, unos verdaderos miserables. Los mentirosos incurables, los tiranos y los asesinos suelen reunir muchas más papeletas para pasar a la Historia como héroes que los verdaderos héroes de la Humanidad, aquellos que se sacrificaron calladamente por sus vecinos, por el bien común, por la civilidad y la convivencia. Basta con que el canalla en cuestión haya alcanzado suficiente poder, a ser posible aplastando y sojuzgando pueblos vecinos. El patriotismo es siempre brutal y los patriotas admiran a los más brutos, a aquellos que han conseguido victorias para la tribu, sin que importen los precios de sangre y de terror, de injusticia y dolor que hayan tenido que pagar para la gloria bélica. Es evidente que Hitler es hoy un monstruo y la encarnación del mal sólo porque perdió. Si hubiera vencido y extendido por Europa el infierno de su delirio político, hubiera pasado a la Historia como un genial estadista con algún defectillo.
Digo todo esto al hilo de las maravillosas Memorias de ultratumba de Chateaubriand, una obra monumental publicada por primera vez en español de manera íntegra por la editorial El Acantilado. Chateaubriand, romántico, monárquico, católico, animal político por excelencia y magnífico escritor, hace en estas memorias, sobre todo en el primer volumen, una crónica apasionante de la Revolución Francesa, del Imperio, de la Restauración. Tiempos convulsos que él vivió en primera línea.
Entre otras muchas cosas, Chateaubriand retrata a Napoleón. Al gran Napoleón, como se le conoce en todo el mundo, porque hoy se le considera un estupendo estratega (aunque terminó derrotado y llevó al exterminio a cientos de miles de soldados franceses), un excelente administrador gracias a su código civil, un personaje político eminente. Y, sin embargo, esa joya de la historia europea cometió actos de una villanía imperdonable. Lo cuenta muy bien Chateaubriand, apoyándose en documentos y testimonios.
Y, así, podemos citar la campaña de Siria, cuando Napoleón tomó la ciudad de Jaffa. La guarnición (de 1.200 a 3.000 hombres, dependiendo de las fuentes) se rindió bajo promesa de perdón. Pero dos días después Napoleón ordenó que los mataran, porque tener prisioneros dificultaba su avance. Llevaron a las víctimas a las dunas y allí les masacraron. Eran tantos que los soldados franceses se quedaron sin balas y tuvieron que acabar el sórdido trabajo a bayonetazos.
O la desastrosa campaña de Rusia, cuando el total desdén por la vida humana de Napoleón provocó la muerte de más de 400.000 soldados franceses. Chateaubriand cuenta, entre otras, una escena espeluznante: en la retirada del Ejército galo, unos 40.000 soldados, enfermos y ateridos, tuvieron que cruzar el río Beresina a 20 grados bajo cero. Los heroicos ingenieros entraron en las frígidas aguas, condenándose a una muerte segura, para construir un puente que salvara a sus compatriotas. Pero la avalancha de los soldados y de los civiles que les acompañaban fue tan desesperada que el puente se rompió; el río, medio congelado, se resquebrajó bajo los pies de los angustiados fugitivos, y las negras aguas se los tragaron a todos: "Fue entonces cuando se vio a mujeres en medio de los témpanos de hielo, con sus niños en brazos, levantándolos mientras ellas se hundían; ya sumergidas, sus brazos rígidos los seguían sosteniendo por encima de ellas". Tanto horror y tanto dolor por el delirio de un megalomaniaco.
Pero la anécdota más espantosa es de años atrás, de cuando Napoleón era jefe de artillería de los ejércitos de la República en su lucha contra los monárquicos. Tras una batalla en Tolón, 800 prisioneros fueron reunidos en el Campo de Marte y fusilados en masa. Los comisarios recorrieron después el ensangrentado predio gritando: "Que los que no estén muertos se levanten: la República les perdona la vida". Los heridos se alzaron temblorosos y fueron inmediatamente rematados. La artimaña les pareció tan útil que la repitieron más tarde en Lyón. ¿Fue Napoleón quien dio la orden? Como jefe de artillería, es muy probable. En una carta a la Convención, por esas fechas, se vanagloria de haber eliminado a los traidores sin que la edad o el sexo "hayan servido de perdón". Este carnicero, en cualquier caso, es el supuesto gran hombre que hoy está enterrado con todos los honores entre mármoles rosas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.