Domesticando a la naturaleza
Ayer se celebró el día mundial contra los organismos genéticamente modificados (OGM). Apoyado por cientos de organizaciones a lo largo y ancho del globo, el lema es claro y rotundo, oponerse tajantemente a los cultivos transgénicos. A estas alturas poco sentido tiene debatir acerca de la idoneidad o no de estos alimentos. Como sucede siempre, cada uno termina en el lugar que le corresponde y promesas como la de erradicar el hambre han caído en saco roto; los datos y el tiempo han acabado dando la razón a las personas que no creyeron en semejante falacia.
El medio ambiente es variable tanto en el tiempo como en el espacio y esto parece no gustarnos mucho. Ejemplos tenemos por doquier: ingeniería genética en plantas o animales, o el temible proyecto Harp (estudio estadounidense que intenta controlar el clima). Nada más cerca de la realidad, ya se baraja la idea de lanzar artefactos a la atmósfera en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín con el propósito de evitar la lluvia, ¡lo que nos faltaba! ¿Acaso hemos perdido el juicio?
El fin último de toda manipulación genética no es la mejora o la optimización de los recursos de la naturaleza sino su domesticación, su control, su dominio. Cegados por un ego enfermizo, nos creemos superiores a todo lo que nos rodea. Nos hemos dado cuenta de que el ser humano poco puede hacer para cambiar el flujo natural de la naturaleza, podemos acoplarnos, sin embargo insistimos en enfrentarnos a ella, no aprendemos. Volveremos a tropezar en la misma piedra y puede que esta vez no seamos capaces de levantarnos. Que quede claro, la madre naturaleza no necesita del ser humano, pero nosotros si necesitamos de ella.
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