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Historia y memoria de la dictadura argentina

Los cadáveres aparecían en las calles, enterrados en cementerios sin ningún tipo de identificación, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar. Nunca hubo ejecuciones oficiales, porque todas eran clandestinas. En Argentina, desde 1976 a 1983, no hubo muertos: las personas desaparecían.

Todo empezó hace ahora treinta años, el 24 de marzo de 1976, cuando una Junta de Comandantes en Jefe, integrada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, tomó el poder. Las Fuerzas Armadas se apropiaron del Estado y en una acción planificada de exterminio, aprobada en una reunión de generales, almirantes y brigadieres que tuvo lugar antes del golpe militar, iniciaron miles de detenciones clandestinas y asesinatos masivos. Proceso de Reorganización Nacional, le pusieron como nombre oficial. Fue terrorismo de Estado, puro y duro, sin precedentes en la historia argentina, una sociedad que había sufrido, no obstante, seis golpes militares en las cuatro décadas anteriores.

La mayoría de las desapariciones ocurrieron en los tres primeros años. Casi treinta mil, según las organizaciones defensoras de los derechos humanos. Había obreros, estudiantes, intelectuales, profesionales, personas conocidas por su militancia política y social, pero también familiares, gente señalada por otros o mencionada en las sesiones de tortura. Primero se les secuestraba, normalmente de noche, en sus domicilios, en operaciones que incluían a menudo el saqueo y robo de la vivienda. Después se les torturaba y si lo superaban, porque muchos se "quedaban", permanecían detenidos en dependencias policiales y unidades militares. A la mayoría de ellos les aguardaba, por último, el "traslado", la ejecución sin dejar pruebas.

A esa dictadura, como a otras muchas, más o menos sangrientas, no le faltaron apoyos. Algunos de ellos naturales y previstos, como el del poder económico y financiero o el de la jerarquía de la Iglesia católica, que, salvo excepciones, tal y como ha demostrado Emilio Mignone, bendijo la represión, la santificó, "cruzada por la fe", y obtuvo a cambio importantes beneficios corporativos. Pero ese episodio de "barbarización política y degradación del Estado", en palabras de Hugo Vezzetti, no hubiera sido posible sin la adhesión y conformidad de amplios sectores de la población. "Por algo será", decían muchos para justificar que se llevaran a tanta gente. "Apoyé el Proceso, pero no sabía que la cosa había llegado a tal extremo", declaraban otros cuando las primeras pruebas de la masacre salían a la luz. Miedo, silencio, complicidad, y también una convicción de que el orden de la dictadura era preferible al "caos" y violencia anteriores.

Y frente al silencio y la ocultación de los crímenes surgió la resistencia más eficaz, la que se propuso dar a conocer la magnitud de la masacre. Un grupo de madres de desaparecidos comenzaron a reunirse todos los jueves en la Plaza de Mayo, reclamó a sus hijos, ocupó el lugar que los políticos e indiferentes habían dejado vacío. Fue la referencia de un movimiento que traspasó las fronteras, estimuló a la opinión pública y dio una dimensión moral y universal a la lucha por los derechos humanos. Estuvieron solas al principio, instalada una parte de la sociedad en el miedo y en la conformidad pasiva con ese escenario de violencia. Hasta que la derrota en la guerra de las Malvinas, un conflicto con Gran Bretaña que tras 74 días acabó en rendición incondicional el 14 de junio de 1982, agudizó la crisis de la dictadura e hizo retroceder la represión. El apoyo a la reivindicación nacional sobre las Malvinas, ocupadas por los británicos desde 1833, dio paso a la decepción y a la denuncia de los crímenes.

La cuestión de los desaparecidos, el eufemismo con el que se denominaba a las víctimas del terrorismo de Estado, se situó en el centro del debate. En realidad, el término ya lo había definido el general Jorge Rafael Videla en 1979, en respuesta a las primeras indagaciones y presiones internacionales sobre la represión: "Mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido". Esa cínica visión del exterminio sin pruebas la compartían entonces los militares, algunos cuadros políticos de los principales partidos, empresarios, eclesiásticos y periodistas. "Todos están bajo tierra", respondió un general, Alcides López Aufranc, para tranquilizar a economistas y ciudadanos de orden que preguntaban sobre la actividad de algunos delegados sindicales.La lucha por la información, la verdad, la petición de justicia y el rechazo del olvido se convirtieron en señas de identidad de la transición a la democracia. El acto fundacional fue el detallado informe realizado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), creada por decreto el 15 de diciembre de 1983, tan sólo cinco días después de que Raúl Alfonsín asumiera el nuevo Gobierno democrático, y presidida por el escritor Ernesto Sábato. El informe, que vendió decenas de miles de ejemplares con el título de Nunca más, resultó la prueba incontrovertible frente a las justificaciones militares y una condena de todo tipo de violencia armada, incluida la guerrillera. Con la excusa de reprimir al "terrorismo subversivo", bastante desarticulado y derrotado antes del golpe, las Fuerzas Armadas se habían apoderado del Estado y organizaron desde él la detención y aniquilamiento de miles de ciudadanos que nada tenían que ver con la guerrilla terrorista.

Tras el Nunca más y la lucha contra la falsificación de los hechos, llegó el juicio público a las Juntas, iniciado en abril de 1985, el símbolo de la derrota política de los ex comandantes, de la subordinación a la autoridad civil. El juicio, que duró hasta finales de ese año, no cerró las cuentas pendientes entre las sociedad argentina y los militares, como se comprobó muy pronto con las Leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, y con la insurrección posterior del teniente coronel Aldo Rico y los "carapintadas", pero la imagen de unos jefes militares desfilando como reos ante la Cámara Federal marcó un antes y un después en las transiciones a la democracia.

Justicia, además de verdad. Ése fue un problema que intentó resolver la transición argentina, que no han resuelto, por cierto, otras transiciones, y que afecta también a la forma de implantar hábitos democráticos en la sociedad y en sus instituciones. Dado que la violación masiva de derechos humanos contó con numerosos apoyos y dado que la democracia necesitó incorporar a esos grupos, empezando por las Fuerzas Armadas, en Argentina han tenido que hacer un enorme esfuerzo por equilibrar esa necesaria integración con el recuerdo, la memoria viva y la mirada al pasado. Y en esa tarea están ahora algunos historiadores, en analizar aquellos hechos para comprenderlos y transmitirlos a las generaciones futuras más allá de la memoria testimonial y de los dramas de sus protagonistas.

La reciente nulidad de las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final y las decisiones tomadas en políticas públicas de memoria y de educación, con la creación de archivos y museos, han revitalizado el debate en torno a la dictadura y sobre cómo debe gestionar el actual Estado democrático ese pasado de tortura y muerte. Porque tres décadas después, esa dictadura de apenas siete años aparece ya como uno de los más destacados ejemplos de terrorismo de Estado, de "masacres administradas", como las llamó Hanna Arendt. Miles de desaparecidos, apropiación de niños nacidos en cautiverio, creación de más de trescientos centros clandestinos de detención, tortura y asesinato. Todo perfectamente planificado. Nunca más.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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