_
_
_
_
Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Cien años con Ayala

Su centenaria vida está llena de recuerdos y olvidos. Ayala vive, disfruta, trabaja y pasea por Madrid, la ciudad donde reside desde su regreso de un largo exilio. Su obra y su historia son una lección de libertad. Ayala asiste a su siglo de vida evocando a sus amigos, los que permanecen y los que se fueron. Una exposición y un documental, 'La ilusión perseguida', recogen los primeros cien años de un perseguidor de ilusiones.

Francisco Ayala, un niño en Granada, un centenario que recuerda su infancia. Un recuerdo entre la ilusión y la decepción. El padre acaba de volver de un viaje de negocios de Nueva York, lanza al vuelo un pájaro mecánico, un juguete: "Esa fue la primera privación de mi vida. Tengo el recuerdo vivo en la memoria, estaba sentado en la habitación, fascinado con aquel vuelo mecánico del pájaro, que vuela, cruza la habitación y se para. Algo mágico y cercano. Creí que era para mí, un regalo, pero no. Después de admirar aquel vuelo, después de visto aquel pájaro mágico, desapareció para siempre de mi vista. Pero no de mi memoria. En mi memoria todavía sigue volando. Incluso ahora que voy a cumplir cien años".

Sus jardines de las delicias no son los jardines del Bosco. Son jardines reales de una ciudad con muchos jardines, la Granada de principios de siglo. Familiares jardines que siguen bien presentes en sus recuerdos.

El carmen de los Ayala es ahora un convento. Un tranquilo lugar que mantiene la misma estructura que conoció el niño. Los jardines, el estanque, las habitaciones, el dormitorio de los padres -que conserva un artesonado que ya en su infancia era visitado por los pocos turistas que paseaban por la Granada de aquellos principios de siglo-, el palomar, los balcones desde donde miraba cómo alguna de las muchachas se bañaban sin quitarse la ropa. Infantiles visiones, primeras imágenes de un erotismo inocente, una felicidad de miradas escondidas que todavía hoy están presentes.

Sonidos de canciones populares, aquellos "cuatro muleros" que le cantaban las chicas del servicio. Mucho después aquellas canciones las armonizó su paisano Federico García Lorca. "Me las hizo escuchar como si fueran una invención suya, como si las estuviera creando. No sé si le gustó que yo dijera: 'Son las canciones que escuché a las criadas de mi casa".

Granada en la infancia del escritor, una ciudad llena de músicas, de coplas y flamenco, de sonidos de una calle por donde pasaban carros, mulos, gallinas o pavos. "Recuerdo aquellas navidades con los paveros, desfilando con sus pavos por las calles. Los vendían a un duro, fuera el que fuera… Usted elige el pavo que quiera y paga un duro. Así la gente pasó a llamar un pavo al duro. Antes se decía esto cuesta tres pavos, es decir tres duros, hoy casi nadie recuerda que detrás de ese nombre estaban los pavos que habían paseado vendiéndose por la ciudad".

El padre vigila la educación del niño. Muy pronto comienza sus lecturas. Paquito se esforzaba, no entendía nada de aquellas noticias de la guerra, de la Primera Guerra Mundial. "Sabía leer, pero no entendía, como es natural, aquellas noticias guerreras, con los alemanes avanzando por los pueblos de Francia, con aquellos nombres de pueblos cuya pronunciación haría a la manera de un niño esforzado". El padre, que subía a la casa del Albaicín en caballo, discutía de aquella guerra con los suyos. Mantenía sus opiniones partidarias a los alemanes, justo lo contrario que las opiniones de la familia de su madre, más liberal, más cercana a los aliados. Tradicionalistas contra liberales, reaccionarios contra progresistas, dos Españas que se oponían, que discutían y se enfrentaban. Opuestos pero civilizados. Plácidos días, con la madre pintando en el jardín, y el padre, un abogado, un hombre que nunca supo prosperar en los negocios, entretenido con sus habilidades manuales, construyendo minúsculas jaulas con nácar. El niño crecía con sus juegos, sus lecturas, sus animales y sus pájaros. También con sus pájaros en la cabeza.

De paraísos y destierros

Un tiempo feliz. El adolescente se entretiene cuidando un pequeño mono que su tío Pepe, el boticario, le había traído de Guinea. "Al tío Pepe le gustaba gastar el dinero, regalarlo a montones, hasta que quebró su farmacia de la plaza de Bibarrambla. Trasladó su farmacia a las colonias, a Guinea. De allí me trajo un mono chiquitín. Lo cuidé y quise mucho, como él a mí. Todavía recuerdo que una vez lo encontré triste, sin moverse, caído… ¿Qué le pasa a este mono? Lo cogí en brazos; lo que le pasaba es que una argolla del cinturón le había atravesado la cosita de orinar y entonces estaba que se moría de tristeza. Lo levanté en brazos, le libré de esa tortura y todo el tiempo de la operación se estuvo quieto. Es decir, que el mono tuvo el talento, la sabiduría que no saben tener los seres humanos muchas veces, supo aguantar el dolor sabiendo que era para su bien". Ese fue el primer macaco de los muchos que se cruzarían en la vida y la obra de Ayala.

Una vida con muchos gozos, con bastantes sombras. Una vida de paraísos y destierros.

"Yo he sido un desterrado desde el principio, la experiencia del exilio es para mí una experiencia fundamental, pero yo ya me había sentido expulsado del paraísos desde chico. Por ejemplo, el jardín que tengo más presente, el que todavía me acompaña en el cuadro de mi madre que conservo conmigo, es el jardín de mi abuelo. Un jardín que nunca conocí, en el que nunca llegué a entrar, al que miraba desde fuera, desde un callejón en los bordes de Granada. Nunca entré en el jardín. Nunca salté la tapia. Pero es el jardín de mis sueños, de mis felices imaginaciones infantiles, pero un jardín del que me sentía expulsado; ese sentimiento de extrañamiento, de expulsión por tanto, lo he sentido desde chico".

Ayala bachiller. Escapándose con sus amigos por las calles prohibidas del barrio de la Manigua. "No sé por qué se llamaba con ese nombre cubano, supongo que porque estaba lleno de aquellos soldados que regresaban derrotados de los desastres de Cuba. Así llamaron a ese barrio que estaba detrás del Ayuntamiento, de la plaza del Carmen; era el barrio de las prostitutas, el lugar prohibido al que los chicos del instituto, con esa curiosidad adolescente o, digamos, con el espíritu científico de averiguar misterios que nos estaban velados, por allí nos acercábamos a ver lo que pasaba… y pasaban cosas que mejor no contar".

Conserva una extraordinaria memoria, también para las pequeñas cosas o personas que pasaron alguna vez por su vida. Habla de una monja llamada Filomena, una priora con toda la barba: "Se tenía que afeitar todas las semanas, llegaba el sábado con la cara bien cubierta de barba, más que yo ahora… Era la que capitaneaba a aquel rebaño de monjitas. Un día entró como una fiera a la clase, comenzó a discutir con otra monja, comenzó a darle empujones, la sacó de la clase a golpes. Nosotros estábamos aterrados con el espectáculo, sin saber qué pensar; luego los pensamientos vienen y uno va reconstruyendo el fondo de la situación, claro". Detiene su narración, así nos deja, como en suspenso, con su expresivo silencio, con su memoria que se escapa hacia el fondo de algún vaso. Allí donde habitan los recuerdos de su vida.

Las armas y las letras

El joven aprendiz de escritor sueña con el próximo traslado a Madrid. Una capital imaginada, vista en los periódicos, deseada por un chico que comenzaba a escribir, que no paraba de leer. Entre sus soledades, acompañado por sus libros, por los entonces solitarios jardines de la Alhambra, podemos imaginar a Ayala sentado en un banco, entretenido con las novelas de Alejandro Dumas. Se recuerda hablando con palabras del Quijote. "Empecé a hablar con ese lenguaje, de pronto, para increpar a los supuestos enemigos, que podrían ser mis primos, mis hermanos; empleaba palabras gruesas, insultos que resultaban extemporáneos, no tenía ni idea del valor de aquellas palabras. Una vez me preguntó mi madre: de dónde has sacado esas palabras… de ese libro. Se sorprendió, no se imaginaba que estaba leyendo el Quijote. Yo tendría unos doce años".

No se olvida de otro objeto de aquellos años, su primera pistola, la que le hacía imaginarse un personaje de Dumas. Una pequeña pistola que disparaba un balín inofensivo, eso creía el joven, no era lo que pensaba su padre: "Llevaba oculta aquella pistola, me acompañaba hasta para dormir. Yo creo que me delató un primo envidioso. Y una mañana al despertarme busco la pistola bajo mi almohada, no estaba".

Tardó mucho en llevar pistola. Tuvo una que nunca olvidará. Volvía, porque consideraba su deber regresar a su país, a la España republicana y en guerra. Un barco hasta Lisboa. En la capital portuguesa, el embajador, Claudio Sánchez Albornoz, que ya se sentía preso en aquel destino, le aconsejó que no regresara, que siguiera su viaje. Pudieron tomar un barco alemán que hacía la travesía hasta Cherburgo, con escala en Vigo para desembarcar a varios gallegos repatriados. Ayala llevaba un pasaporte de la República que le podía delatar. Hasta Vigo lo hicieron emboscados en su camarote; no deberían hacerse notar ante los oficiales alemanes, pero alguna vez había que salir del camarote, tenían que comer. Estaban en una esquinada mesa del comedor, se les acercó un médico argentino y les informó que el capitán alemán del barco alardeó durante la comida de que a los españoles que bajaran en Vigo les pediría hacer el saludo fascista. Al que se negara lo mandaría fusilar de inmediato. Ayala no estaba dispuesto a saludar como lo que no era. Ni pensaba gritar viva Franco. No permitiría que se les desembarcara en la ciudad de Vigo, que ya estaba en poder de los sublevados. "Esa pistola, sí, esa sí fue una pistola importante en mi vida. Una pistola de verdad. Durante más de treinta minutos, anclados en el puerto de Vigo, encerrado con mi mujer y mi hija en aquel camarote, mientras desembarcaban a aquellos pobres españoles, a los pobres emigrantes que volvían, entonces sí pensé que tendría que hacer uso de mi pistola. Vivimos unos momentos de angustia. No llegaron a nuestros camarotes, eran de primera clase y creyeron que todos los españoles viajaban como aquellos humildes emigrantes gallegos. No nos hubieran desembarcado, no me hubieran hecho saludar como un fascista, no nos hubieran sacado vivos de allí… Uno nunca sabe cómo hubiera terminado aquello, no sabe cómo actuará en los momentos del peligro. No lo sé, pero creo que hubiera utilizado aquella pistola, y no contra los enemigos…".

Madrid, la forja de un escritor

La familia ha de trasladarse a Madrid. Las cosas no iban económicamente bien. El padre tenía que buscar trabajo. Algo poco habitual en esa familia en la que muchos se enorgullecían de su condición de señoritos, de personas que vivían de sus rentas y no del trabajo. Francisco tuvo la fortuna de haber sido prácticamente adoptado por su padrino, un hombre rico y generoso. Podía continuar sus estudios, dedicar su tiempo a la que ya era su mayor pasión, la escritura. "Yo he escrito desde siempre; claro, primero serían pavadas, tonterías, pero siempre estuve escribiendo. El sentido de mi vida está en la literatura, esa es la verdad y creo que la literatura es la verdadera realidad. A la vejez última he descubierto que eso de literatura y realidad es una falsa contraposición, la realidad es la literatura. La realidad real, no es real, no existe".

El Madrid con el que se encontró el quinceañero Ayala en nada se parecía al que había visto en las revistas ilustradas. Pronto cambió de opinión. Pasó de la decepción al descubrimiento de otros mundos. Conoció el popular Madrid galdosiano, fue testigo de la modernización de la ciudad, disfrutó en las tertulias de sus cafés, pasó muchas horas en la Biblioteca Nacional, compró libros en la cuesta de Moyano, empezó a visitar las redacciones, terminó su bachiller, comenzó la carrera de Derecho. Madrid era una ciudad que se abría para ese joven escritor: "Fue Melchor Fernández Almagro, que ya era amigo de la familia en Granada, el que me ayudó en los principios, me llevó por todas partes, me introdujo en la vida literaria y me hizo colaborar en el periódico La Época, que era el órgano del Partido Conservador… También hacía sapos, es decir, artículos para periódicos en los que te pagaban con entradas gratis para algún teatro. Una manera no mala de empezar en lo literario; te publicaban, te ponía en contacto con el mundo de la prensa, de la literatura, del ambiente y te hacían sentir dentro".

No se podía estar en el ambiente, en el periodismo o la literatura, si no estabas en alguna tertulia, si no encontrabas tu acomodo en alguno de los cafés que fueron espacios centrales de la vida ciudadana. "Se pasaba de una tertulia a la otra, la mayoría eran abiertas, en aquellos cafés que llenaban el espacio entre la Puerta del Sol a la Puerta de Alcalá. Fundamental para mí fue ser admitido en una de aquellas tertulias, la de la Revista de Occidente, la tertulia de Ortega. Una tertulia con invitación, muy interesante porque Ortega trataba que los contertulios fueran un grupo heterogéneo. Recuerdo como una aparición la llegada de Victoria Ocampo; impresionaba su elegancia, su cultura, su refinamiento, fue una sensación".

Cuando recuerda a Azaña lo hace con cercanía y decepción: "Azaña fue una antigua amistad, era muy abrupto, muy serio y severo. Cuando llegué a su tertulia, él estaba solo y no paró de hablar como él lo hacía, solemnemente pero lleno de interés en su esencia. Siempre mantuve con él una buena y difícil amistad, él era difícil… Al principio estuvo cerca de Melquiades Álvarez, que era un conservador, aunque un hombre liberal y monárquico. Azaña se presentó a las Cortes por su partido, pero no consiguió el escaño como candidato liberal monárquico… Pasó el tiempo, vino lo que vino, y este hombre, este intelectual, se encuentra de pronto elevado a la jefatura del Gobierno de España".

Ayala, memoria viva y malicioso humor: "Recuerdo aquella tarde en que subía en un ascensor en compañía de García Morente, yo creo que a alguna conferencia de Ortega, y en el ascensor había un fuerte olor a perfume. Tenemos dama, parece que esta tarde tenemos visita de señora, le digo. No, me contesta Morente, eso es que ya ha llegado Zubiri. Así era, el perfume pertenecía al ex cura, al destacado alumno de Ortega, Xavier Zubiri".

Una aventura motorizada e institucionista: "Habíamos pasado un día en la sierra, algo muy común entre las gentes de la Institución Libre de Enseñanza; había comprado mi primer coche, me ofrecí a llevar al tan respetado profesor que había estado en el tribunal de mis oposiciones y, más allá de la diferencia de edad, teníamos una buena amistad. Fernando de los Ríos, a pesar de su educación de austeridad, me había llevado a un mesón serrano con muy buen jamón y no mal vino. Nos pusimos morados. Había que regresar a Madrid. Yo, en mi impericia, o quizá por el vino, me puse nervioso y rompí el cambio en plena cuesta abajo. Bajamos sin embrague, a toda pastilla, frenando como pude, intentando que no se quemaran los frenos. Don Fernando, sorprendido, me decía: 'Ayala, no le parece que vamos un poco deprisa'. No, no, vamos bien, es la cuesta. Yo estaba realmente preocupado. Llegamos, no sé cómo, hasta el final de la gran bajada. Me imagino que él iría sudando. Pero tranquilamente, al llegar me dijo: 'Muy bien, lo ha hecho muy bien, conduce usted maravillosamente'. Nunca le conté nada. Nunca volvió a subir en mi coche".

Amor y República

Berlín era el centro del mundo. Allí, con una pensión de estudios, se va Ayala. Tiene 23 años: "Berlín era un foco, como luego lo ha sido Nueva York, era un mundo distinto, en ebullición, muy especial. Al llegar a Berlín, el tren paraba en el centro de la ciudad, al salir me encuentro unos hombres, unos tiarrones vestidos de mujeres, pintarrajeados… Eran unos travestidos, algo insólito entonces para nuestros ojos. Berlín era la libertad, la transigencia, la ruptura y el cambio de tantos modelos, de tantas formas de vida y pensamiento. No notábamos el nazismo, eso estaba debajo, no lo vimos".

Vuelve a una España en la que se anunciaban cambios, la República más cerca. Y sigue el magisterio de Ortega. "Ciertamente fue un maestro, pero no un maestro infalible para mí. Yo nunca he tenido una devoción cerrada y absoluta por nadie. Yo respeté, sigo respetando sus ideas, su gran personalidad, pero eso no quiere decir que yo suscriba cada una de sus palabras. Ha tenido discípulos de ese tipo, pero a mí no me ha hecho daño, el seguimiento sin fisuras de algunos creo que les ha dañado. Yo le he visto siempre con respeto, desde fuera, nunca he sido un íncubo. Mantengo sus ideas en un armario, en un cajón, son de una época; las ideas, todas, pertenecen a una época".

Llegó la República, entre sus amigos había euforia. También Ayala la recibió con alegría. Pero atemperaba sus pasiones, le gustaba afirmar su voluntad de independencia. Ante la insistencia de sus amigos, en la explosiva fiesta del 14 de abril que celebraba en la Granja del Henar, se pusieron la insignia tricolor en el pecho, también Ayala. Al terminar el festejo, al separarse de sus amigos, se quitó aquel emblema: "No era cuestión, en aquellos momentos de general euforia, ponerse uno a explicarle a cada cual la resistencia que siempre he tenido a embanderarme, a catalogarme, mi repugnancia a hacer alarde de unas convicciones que, como ellos bien sabían, compartía con todo el mundo. Tan pronto como me vi de nuevo a solas me quité el moñito".

Sigue siendo así. Libre, independiente, sin banderas. Un español que creyó en la España republicana, criticó sus errores, se escapó de los vencedores, conoció de cerca la muerte, el asesinato cruel e injusto de alguno de los suyos y que tuvo que partir al exilio.

"Yo fui colaborador de la Gaceta Literaria de Jiménez Caballero. Aquella colaboración fue uno de los caminos, uno de los sitios, de las ventanas por donde yo me podía asomar al mundo. Nada tenía que ver con Giménez Caballero, pero tenía una personalidad fascinante, era un extraordinario personaje, muy alocado y muy agudo. Yo me sentía en una casa de fieras, pero, caray, qué fiera más interesante, sobre todo al lado de otras aburridas y rutinarias fieras".

Compartió con el extravagante fascista el amor por el cine. "Para mí el cine es una de las más importantes expresiones que ha tenido la expresión de la cultura en el pasado siglo. El cine y mi vida han sido inseparables, lo fueron desde el comienzo y lo es hasta ahora. La primera vez que fui al cine la recuerdo, en un cine de la Gran Vía granadina. Al que fui con mi madre. La película era La bestia humana, basada en la novela de Zola. La actriz era la estrella italiana Francesca Bertini, que aparecía en la pantalla en un primer plano y jadeando, ah, ah, ah, y entonces yo le decía a mi madre: 'Mamá, esa es la bestia humana', y ella me decía: 'calla, tonto'. Los recuerdos infantiles son muy vivos, persisten, son misteriosos. Uno se puede olvidar de lo que comió ayer, pero recuerda una comida de hace noventa años".

Queridos y malqueridos

El cine, los modernos, los extravagantes, las extravagancias. De Gómez de la Serna: "La relación que uno pueda tener con las grandes figuras contemporáneas puede ser muy variada, y en mi caso, con Gómez de la Serna, fue una relación ambivalente. Admiración, aprecio por su genialidad, por su obra y rechazo por su personalidad humana. Así me pasa desde el primer momento, desde el primer encuentro en la tertulia de Pombo. Allí me encontré con una escena que me pareció horrible, por allí estaba un conocido mendigo al que llamaban Pirandello. Un pobre hombre del que se reían; les hacía gracia su rareza, su locura, su condición, no sé… le daban algún dinerillo, una propina, algo para que comiera… Me pareció atroz que Ramón se prestara a eso. Tenía algo de actuación continua, de actuación que no era fingida sino que era una autoexpresión… Era un hombre con miedo. Me molestaba que una vez en Argentina levantara el puño, después levantara el brazo para volver. No le importaba un pito la política, quizá siempre con una tendencia conservadora, pero sobre todo conservador porque tenía miedo, miedo a la vida, a los resfriados, a los atropellos… vivía asustado".

Azaña, González Ruano, Negrín, Salazar Chapela, Cernuda, Rosa Chacel, María Zambrano; con ellos, con muchos más tuvo Ayala cercana relación: "Recuerdo a María Zambrano de antes de la guerra, en la tertulia de la Revista de Occidente. Ortega siempre encantado por recibir visitas de señoras, y si además eran como entonces era María, los contertulios se concentraban más en sus piernas que en sus palabras".

Durante la guerra trabajó para el Ministerio de Relaciones Exteriores; repartió su tiempo entre Madrid, Valencia y sus contactos en Praga. Habla del cantante Miguel de Molina, al que vio actuar ante la tropa miliciana en algún teatro de Valencia, o recuerda a José Robles, el profesor, traductor y amigo de John Dos Passos -el personaje del libro Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón- y uno de los primeros asesinados por el estalinismo. "Robles era un hombre ingenuo, inocente. Culto, conocedor de varios idiomas, republicano que trabajó en Valencia para la embajada soviética. Parece que cometió la ligereza de hablar con demasiada libertad, que contó una cosa que sólo él podía saber, una cosa sin importancia, pero que le costó la vida. Lo mataron. Yo recuerdo a su pobre mujer preguntando por él, moviéndose con un hijo pequeño, acudiendo a todos los lugares donde pensaba que podían saber de su marido. Un asunto horrible, todavía hay quién tiene dudas, para mí está bastante claro".

El exilio, la vida otra vez

Con emoción habla de la muerte de Machado. Una desaparición que le sigue pareciendo -con el fusilamiento de Lorca- el resumen de las tragedias que los españoles han vivido en la guerra. "Es una fatalidad que el camino al exilio y la muerte de Machado, en compañía de su anciana madre, el final de ese gran poeta, las circunstancias en las que se produce sean las que mejor simbolicen el sufrimiento de todo una nación, de un país".

Había que salir. Buscar otra vida. Pensar en el futuro, no olvidar, pero vivir sin tener que mirar continuamente hacia atrás. No podía pensar en Europa, ya había crecido el huevo de la serpiente. Buenos Aires sería su destino. "Recién llegados a Buenos Aires, todavía en un hotel, apareció un señor que me quería ver. Era Borges. Yo tenía amistad con su hermana Norah. Nos sentamos en el bar, comenzó a hablar de literatura, siguió hablando de otras cosas, nunca hablamos de la guerra, de la derrota, de lo duro del exilio. Siempre me he entendido bien con Borges, incluso sin hablar demasiado". Normalizó su vida, se relacionó con los españoles del exilio, pero nunca estuvo en ese lado de las nostalgias del regreso. "Yo quería integrarme en la nueva realidad y no enquistarme como tantos hicieron. No quería ser uno de esos republicanos de café, dando vueltas al pasado, pensando obsesivamente en un regreso que, cuando menos, parecía bastante incierto. Yo no quería pensar en volver a España en mucho tiempo, quizá nunca. Sabía que nunca podría regresar a la España que dejé, que volvería a otra España muy distinta a la que habíamos vivido. Me sorprendían muchos compatriotas que cada día soñaban con volver mañana, regresar a sus mismos puestos. Yo no quería que me pasara lo que a un antiguo amigo, a un conocido escritor, que después de haber hecho su carrera en América, volvió y se sintió desencantado porque aquello que vio ya no era lo que había dejado. ¡Pero qué se pensaba, ni al día siguiente hubiera sido lo mismo que dejamos!

Han pasado años, ciudades, obras, Ayala cumple cien años. Vive, disfruta, bebe, trabaja, come, sonríe, escribe y sigue paseando por el centro de Madrid. Asistirá a su centenario. Una ciudad, un mundo, un país que fue reconociendo, recuperando, redescubriendo o encontrándose por primera vez con la vida y la obra de un hombre, de un escritor, de un pensador que nunca se dejó usurpar su libertad. Los primeros cien años de un perseguidor de ilusiones.

La familia

Francisco Ayala nació en Granada, el 16 de marzo de 1906, hijo del abogado Francisco Ayala Arroyo y de Luz García Duarte. Tuvo seis hermanos: José Luis, Eduardo, Vicente, Rafael, Enrique y Mari Luz. La educación sentimental de Ayala estuvo marcada por las aficiones artísticas de la madre y por el prestigio civil de la figura del abuelo materno, Eduardo García Duarte, médico republicano y rector de la Universidad de Granada. A finales de 1922, a causa de problemas económicos, la familia se trasladó a Madrid. En 1930, mientras disfrutaba en Berlín de una beca de estudios, conoció a la joven chilena Etelvina Silva Vargas, con la que se casó en enero de 1931. El matrimonio tuvo una hija, Nina, nacida en 1934. Después de la proclamación de la Segunda República, el padre de Francisco Ayala fue nombrado administrador del monasterio de las Huelgas, en Burgos. Invitado a dictar conferencias en Chile, el golpe militar de 1936 sorprendió al escritor en América, acompañado de su mujer y su hija. Durante la guerra fueron ejecutados su padre y su hermano Rafael, y encarcelados sus hermanos José Luis y Vicente. La madre había muerto antes de iniciarse la contienda. Una hermana de Etelvina, entrando en la España franquista desde Alemania, consiguió sacar de Burgos a los dos hermanos pequeños, de los que se hizo cargo Ayala. La familia vivió en Valencia, Praga, Marsella y Barcelona. En 1939 salió al exilio, fijando su residencia en Buenos Aires, en donde se relacionó con los círculos literarios argentinos, y se dedicó a la narrativa, a la traducción y al ensayo político y sociológico. Los azares del exilio condujeron después a la familia a Río de Janeiro, San Juan de Puerto Rico y Nueva York. Allí se casó su hija, naciendo en 1966 su nieta Juliet. Profesor de literatura española en diversas universidades norteamericanas, a mitad de los años setenta conoció a la profesora Carolyn Richmond, que se convertiría en 1976 en su compañera y, años más tarde, en su segunda mujer.

La historia

Ayala publicó su primera novela, Tragicomedia de un hombre sin espíritu, en 1925. Entró después en contacto con la joven literatura de vanguardia, colaboró en La Gaceta Literaria y frecuentó la tertulia de la Revista de Occidente. Profesor de Derecho Político desde 1928, en su formación intelectual se unieron la herencia de la Institución Libre de Enseñanza, la tradición liberal y las preocupaciones sociales. Importancia especial cobraron los magisterios de Adolfo Posada, José Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos y Luis Jiménez de Asúa. Su experiencia en el Berlín de 1930, coincidiendo con el ascenso del nazismo, se plasmó en sus artículos en la revista Política. Amigo de Azaña, fue militante de Izquierda Republicana. En 1932 accedió al cuerpo de letrados de las Cortes, y en 1935 obtuvo la cátedra de Derecho Político. Aunque le sorprendió la Guerra Civil en América, volvió a España para ponerse al servicio del Gobierno, colaborando en labores diplomáticas y dirigiendo el Comité de Ayuda a la España Republicana. Salió al exilio en febrero de 1939, llegando a Buenos Aires después de pasar por Francia, La Habana y Chile. En Argentina pudo integrarse con facilidad en los ambientes literarios e intelectuales argentinos, gracias a sus antiguas relaciones con Guillermo de Torre, la pintora Norah Borges y su hermano Jorge Luis. En 1947 puso en marcha la revista Realidad, una de las publicaciones más importantes de la época. En sus ensayos sobre la libertad y en su Tratado de sociología estudió la situación del mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Ayala apostó por aprovechar el descrédito de los viejos Estados nacionales para extender la razón democrática en un mundo tecnológicamente unificado. Apostó también por el diálogo de los escritores exiliados con la España interior en busca de una nueva democracia. A partir de 1950 fue profesor de ciencias sociales en Puerto Rico y de literatura española en Estados Unidos. Regresó definitivamente a España en 1976.

El regreso

En 1960, en viaje privado, Francisco Ayala volvió a España. El escritor se integró poco a poco en la vida de su país, pero sin aceptar ningún tipo de relación con el Estado franquista. El carácter intelectual de Ayala, no muy partidario de las nostalgias y preocupado siempre por las situaciones históricas concretas, le ayudó a comprender la nueva realidad española, marcada por un desarrollo económico que hacía inviable la permanencia del régimen. Sus análisis publicados en España, a la fecha (1965, 1977) fueron testimonio de una lucidez extrema. Antes de su regreso definitivo en 1976, el escritor se había convertido ya en una referencia moral para la nueva sociedad española. Ayala representaba la narrativa del exilio, con títulos tan importantes como Los usurpadores (1949), La cabeza del cordero (1949), Historia de macacos (1953), Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962). Y recibió el Premio de la Crítica por El jardín de las delicias (1971). Pero, además, ensayos como El problema del liberalismo (1941, 1943) habían hecho de él un ejemplo de la tradición liberal española, una referencia de respeto y civismo que los lectores descubrieron en los libros y en los artículos de prensa, y que sus amigos pudieron confirmar en la austeridad decente y distinguida, casi institucionista, de su casa de la calle del Marqués de Cubas. Ayala, partidario de la modernidad, no dudó nunca en adaptarse a las nuevas técnicas, pasando a lo largo de su vida del plumín a la estilográfica y de la máquina de escribir al ordenador. Pero cuando sale a la calle representa una moral por desgracia en desuso: la moral del ciudadano educado y respetuoso que sabe conversar con un idioma pausado y rico, atiende a los argumentos del otro y defiende sus puntos de vista sin dogmatismos. En la ciudad de hoy, la figura de Ayala representa una conciencia cívica, tan pudorosa como firme, que ha sobrevivido a un siglo de guerras, dictaduras, campos de concentración y bombas atómicas. Feliz cumpleaños.

Luis García Montero coordina la Exposición sobre Ayala, patrocinada por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales. Autor, con Javier Rioyo, del documental 'La ilusión perseguida'.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_