El 'glamour' de la conciencia de Hollywood
La calma irónica con que transcurrió la ceremonia era típica de las conciencias tranquilas. Convencidos, los participantes, de la bondad democrática y política de las películas en liza -incluidas las habladas en lenguas extranjeras-, era inevitable que no se produjeran chirridos reivindicativos ni soflamas. No pareció necesario. Jon Stewart estuvo fino en todas sus intervenciones, lo es siempre, pero sin subrayar la intención política. Una alusión a que por fin el mundo del cine puede votar a alguien que gane (refiriéndose a la filiación demócrata de la mayoría de la tribu cinematográfica), una pulla sobre la puntería del vicepresidente Cheney. En realidad, Stewart y los otros se comportaron como si George Bush y los suyos ya no estuvieran en América.
Stewart y los otros se comportaron como si Bush y los suyos ya no estuvieran en América
Al menos, no en la América ni en el mundo que reivindicaron la noche del domingo. El Hollywood de los efectos especiales sobrevalorados recuperó al Hollywood que se atrevió a conceder un Oscar -como recordó George Clooney al recibir el suyo- en 1939 a la actriz negra Hattie MacDaniel. Consecuentemente, vivimos una sobria noche de concienciado glamour.
Pero echémosle algo de maldad. ¿Ha visitado John Travolta al especialista en taxidermia y felpudos capilares de Berlusconi? ¿Cuál es el secreto de belleza de Meryl Streep? ¿La inteligencia? ¿Quedó George Clooney después de la fiesta con la bella y hacendosa enviada de Canal Plus, Cristina Teva, después de haberle puesto ojitos (él) mientras ella entrevistaba a Eric Bana? ¿Por qué me dormí mientras daba las gracias Reese Witherspoon y al despertar ella seguía hablando de su madre? ¿Qué nos importa a mí o a la audiencia, con todo el respeto, que la madre de Philip Seymour Hoffman haya criado sola a cuatro hijos? ¿O debería preocuparme? Capote, hijos míos, fue muy numerero, pero esa memez jamás la habría perpetrado.
Inevitablemente, lo mejor de la noche sería el contenido cinéfilo. Ya puestos, los responsables de la ceremonia homenajearon el cine que les gusta, y los efectos especiales se usaron para, en la magnífica y corta introducción, hacer que convivieran diferentes astros y películas y épocas del cine, en un mismo sueño. Apuesto que, si alguien patenta el invento y lo convierte en una serie, el DVD (lo más denostado de la noche: le hace daño a la industria) se convertirá en un éxito de ventas y acompañará a no pocos aficionados al cine.
La introducción a Stewart, con la ingeniosa aparición de los anfitriones anteriores, fue un estupendo inicio. El discurso del presentador de este año ganó puntos con el montaje sobre la supuesta homosexualidad de las películas de vaqueros, que acabó con Charlton Heston, a torso desnudo, diciéndole "Vamos" al Gregory Peck que, en Horizontes de grandeza, le dijo que para solucionar lo suyo necesitaban más espacio que el dormitorio.
Y también supusieron una ayuda algunos de los fingidos anuncios, como el que mostró a un matrimonio maduro de la América profunda criticando a las actrices candidatas al premio grande, por considerar sus nombres poco patrióticos... salvo el de Renée Whitespoon, tan country y familiar.
Todo ello, más el montaje dedicado al cine negro, con una todavía deslumbrante Lauren Bacall que, con su cazallosa voz, evocó la era de oro de la creatividad hollywoodiense. Con el tema de Laura como fondo vimos desfilar inolvidables tráilers (una lección de cómo deben hacerse, tal como Jaume Figueras y Ángels Barceló destacaron durante la retransmisión de Canal Plus), y no menos memorables rostros: Robert Ryan, Robert Mitchum, Dana Andrews, Peter Lorre, Gene Tierney... Y hasta la Peggy Cummings de El demonio de las armas y William Holden flotando muerto en la piscina.
Y otro placer, pero éste más perverso, fue contemplar a la Bella, Naomi Watts, convivir en el escenario con esa otra especie de Bestia tan incombustible como el rey Kong: Dolly Parton. La Watts vestía algo repolluda, pero ni la especie de coliflor que se le ceñía al talle pudo eclipsar tamaña perfección de señora. Y en cuanto a Dolly, qué quieren que les diga: tiene el don de reconciliarme con mi talla de sostenes.
En general, las damas vistieron de años cincuenta pero sin excesos, como si ya hubiera empezado la crisis energética. En su alegato contra la piratería, Stewart no dejó de reprochar a los ladrones que carezcan de piedad para las pobres estrellas, que no tienen para ponerse más ropa en los vestidos, y entonces se nos sirvió un generoso plano de los no menos imponentes escotes, casi todos de corte clásico.
Personalmente, quedé desolada porque no le dieron el premio al mejor actor principal a David Strathairn, que siempre ha sido genial y que seguramente no habría hablado de su madre, sino de las libertades, de la prensa y de las miserias del poder.
Pero cada cual tuvo lo suyo, los ovejeros también, y, en resumen, fue una noche de glamour y dignidad. No poca cosa.
Babelia
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