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Reportaje:

Abortar en clandestinidad

Las siete portuguesas que aparecen en este reportaje se tapan la cara para contar su historia. El día que decidieron abortar les cambió la vida. En su país, en los últimos tiempos, 40 mujeres han sido procesadas por interrumpir su embarazo.

Hace menos de dos años, en agosto de 2004, un barco de la ONG holandesa Women on Waves (Mujeres sobre Olas), que viaja por el mundo ofreciendo intervenciones de interrupción del embarazo en aquellos países donde las mujeres tienen dificultades para realizarlas, se apostó frente a las costas de Portugal. El entonces ministro de Defensa, Paulo Portas, mandó una fragata de la marina que impidió que el barco entrara en aguas lusas.

La anécdota refleja la tensión que se vive en Portugal con el aborto: es un asunto del que se habla poco, que suscita histerias en los políticos y en el que las víctimas siguen siendo las mujeres. Así, entre 20.000 y 40.000 portuguesas se ven obligadas a abortar cada año en la clandestinidad; las que pueden permitírselo -unas 3.000 al año- se van a clínicas españolas, y hay más de 11.000 que tienen que ser atendidas por complicaciones posteriores.

En 2005, las dos clínicas Los Arcos, de Badajoz, han recibido a unas 2.500 mujeres portuguesas que querían abortar
Ana, de 60 años, recuerda cómo "antes todo se hacía con mucho secreto, algunas morían desangradas"

Portugal tiene su ley del aborto desde 1983, cuando el Gobierno de Mario Soares aprobó una norma bastante conservadora que no impidió una fuerte reacción de la Iglesia católica. Poco a poco, según cuenta el director ejecutivo de la ong Asociación para la Planificación Familiar, Duarte Vilar, la ley se fue adaptando, gracias a las enmiendas parlamentarias, a las más progresistas de su entorno. "Hoy es casi igual que la española", dice Vilar, "porque permite abortar, si hay riesgo físico o psicológico, durante las primeras 12 semanas; si la madre corre peligro de muerte, durante todo el embarazo; si se detecta una malformación, durante 24 semanas, o si el embarazo se ha producido a raíz de una violación, en 16 semanas".

A pesar de eso, la ley lusa tiene fama de ser una de las más duras de Europa. El texto prevé penas de cárcel de hasta tres años para las mujeres y los profesionales que realicen abortos fuera de esos plazos y supuestos, y, en los últimos tiempos, 40 mujeres han sido procesadas, aunque todas se han librado de la cárcel gracias a un peligroso juego de hipocresías: las mujeres se niegan a declarar o dicen que el aborto ha sido espontáneo, y los jueces dan carpetazo al asunto y evitan aplicar la ley.

Según Miguel Oliveira da Silva, profesor de la Facultad de Medicina de Lisboa, el problema no es tanto la ley como el espíritu retrógrado de los médicos portugueses. A juicio del autor del libro Siete tesis sobre el aborto, la legislación portuguesa podría funcionar igual que la española -"una vez se eliminara la inmoralidad de fijar penas de cárcel"- si cambiara la mentalidad de los médicos. "Su problema es que prefieren seguir siendo ilegales", afirma. "Así cobran más caro, en dinero negro para no pagar impuestos, y de paso evitan ser estigmatizados como abortistas por el resto de los médicos y mantienen incólume su imagen social".

Duarte Vilar coincide con ese diagnóstico: "La ley portuguesa es más liberal que la de España, permite que cualquier clínica legal realice abortos. El problema es que esa liberalidad se vuelve contra las mujeres por la interpretación restrictiva de la clase médica. El departamento de psiquiatría del Colegio de Médicos llegó a publicar un informe que decía que alegar causas psicológicas para abortar era una excusa remota, y que esos abortos sólo se justificaban en casos de enfermedad mental grave. Por otro lado, el 90% de los hospitales públicos sólo acepta hacer abortos por malformaciones o violación, y muchos ni siquiera eso [en España, en 2004, menos del 3% del total de los abortos se practicaron en centros públicos]. Así, el aborto se convierte en una operación rara, con lo cual las clínicas privadas que los practican pueden cobrar mucho más, hacerlos sin transparencia ninguna y abandonar a las mujeres diciéndoles que eso es ilegal y que no quieren volver a verlas por allí".

En sintonía con esa actitud de demonizar el aborto mientras se cobra una fortuna por ello y se mira para otro lado, el asunto sigue siendo un gigantesco tabú en Portugal. Y un gran problema para miles de mujeres. Por eso, Duarte Vilar cree que "el aborto es la gran vergüenza de los dos grandes partidos portugueses que se alternan en el poder". Una noche de 1998, recuerda Vilar, los líderes del Partido Socialista, Antonio Guterres, y del Partido Social Demócrata, Marcelo Rebelo de Sousa, "cometieron la atrocidad de negociar la convocatoria de un referéndum para parar así la ley que el Parlamento acababa de aprobar ese mismo día; ésa es la historia, una vergüenza".

Aquel referéndum resultó inválido (sólo votó un 30% del censo y ganó el no por unas décimas) y el escándalo siguió creciendo. Ahora, el Gobierno socialista quiere convocar una nueva consulta en septiembre, pero nadie tiene la seguridad de que vaya a arreglar nada… si la actitud de los médicos sigue siendo la misma…

Mientras tanto, los riesgos que corren las miles de mujeres que no pueden o no quieren seguir adelante con sus embarazos en Portugal dependen sobre todo de su estatus económico. Las opciones básicas son cuatro: las baratas enfermerías caseras de dudosa higiene y seguridad; la autoaplicación de píldoras abortivas (opciones ambas que suelen implicar un ingreso en urgencias); las clínicas privadas más o menos clandestinas de Lisboa u Oporto (entre 700 y 1.000 euros por intervención, siempre en efectivo y muchas veces sin atención posterior), y las ya muy conocidas y profesionales clínicas de Badajoz o Madrid (entre 400 y 540 euros, también en metálico, más los gastos del viaje) cuyos anuncios aparecen destacados en color todos los días del año en las páginas de la prensa nacional.

Yolanda Hernández, directora de las dos clínicas Los Arcos, de Badajoz, cuenta que en el año 2005 ha recibido a unas 2.500 mujeres portuguesas. "Vienen de todo el país, incluidas las islas, y algunas son inmigrantes africanas y del Este, aunque la mayoría son de clase media-alta". Para tratar de llegar a las que tienen menos medios, Los Arcos, cuya directora se ha reunido hace unas semanas con el ministro de Sanidad portugués, va a abrir muy pronto un centro en Lisboa. Ya están buscando local, y Hernández cree que empezarán a funcionar en un par de meses: "El ministro está dispuesto a que se aplique la ley en toda su extensión y a que las mujeres no sigan sufriendo este escándalo. Haremos abortos igual que en España: legales, confidenciales, con todas las garantías sanitarias y con el mejor trato humano posible".

Frente a esta situación general -que, según denuncian los grupos feministas y organizaciones que se ocupan de la planificación familiar, está marcada por la hipocresía, la intolerancia, la desinformación, el conservadurismo, el machismo, la beatería, el inmovilismo, el temor a la reacción de la Iglesia y la velada defensa de los intereses de unos pocos (farmacias, médicos y enfermeras especializadas…)-, siete mujeres portuguesas muy distintas, unidas por el hecho de haberse visto forzadas a truncar en la clandestinidad el sueño o la mera posibilidad de ser madres, han decidido dar un paso al frente y contar sus experiencias. Unos casos son más dramáticos que otros. Alguna ha aceptado mostrar su rostro; otras, no. Casi todas han preferido utilizar nombres supuestos. Su cultura, formación, edad, origen y medios económicos son muy dispares; pero sus testimonios tienen, todos, el mismo halo de rabia o resignación.

INÉS:

El fallo a última hora.

41 años. Periodista y escritora.

Es una de las pocas mujeres a las que el DIU les ha fallado -según las estadísticas, la espiral intrauterina es el segundo método anticonceptivo más fiable, sólo por detrás de la píldora (96% y 99,5%, respectivamente)-. El fallo llegó a deshora, hace cinco años, cuando se estaba separando del hombre al que quería. A pesar de que siempre había deseado darle un hermano a su única hija, Inés no tenía suficiente dinero para mantener al bebé sin una persona a su lado. "Sabía que iba a dejar a ese hombre… Si hubiese estado en mejor situación económica, quizá lo habría tenido, pero no era el caso". La duda le hizo pasarlo muy mal desde que decidió abortar hasta que llegó el día. "Yo creo que el aborto es más doloroso si ya eres madre".

Inés escribió sus impresiones "más crudas" sobre el aborto en el texto de un catálogo de una amiga suya que es artista. Ahora dice que aquel aborto fue surrealista, porque en el consultorio donde pagó 600 euros "el aire era de normalidad absoluta, las mujeres fumaban o hacían punto, había plantas secas en la sala de espera, y cuando todo acabó me dieron una lista de medicamentos que compré en la farmacia de enfrente, que obviamente formaba parte del esquema ilegal".

Inés ya olvidó su trauma, pero es escéptica sobre el futuro: "El referéndum no se va a aprobar con este Gobierno que no es realmente socialista, y encima ahora tiene a Cavaco de presidente… Este país es muy conservador, muy periférico y muy pequeño, y defenderá los intereses de farmacias, parteras, médicos, enfermeras… Además, las clínicas españolas tienen su negocio bien montado; los trenes y los autobuses van llenos de chicas de Lisboa porque es más barato abortar allí que aquí… El poder político no hará nada por cambiar esta ley, digna de un país fascista, que humilla a las mujeres llevándolas hasta las puertas de los tribunales".

SARAVASTI:

Una noche loca para aprender.

21 años. Estudiante de hostelería.

Su padre pertenece a ese 20% de portugueses adinerados que pueden vivir en Cascais y pagar a sus hijos un coche, una buena casa, una educación privada… A los 21 años, Sarasvati está estudiando hostelería en la universidad, va a empezar un curso para ser azafata en Euroatlantic y tiene un nuevo enamorado al que no le ha contado todavía que una vez abortó. Ahora se le nota feliz, pero dice que prefiere no acordarse de la época agitada de su vida, de aquel caos que vivió cuando acababa de romper con el chico que había sido su novio desde la infancia.

Empezó a consumir "mucho hachís" para buscar la calma perdida. Una noche se fumó unos porros de más con un amigo y completó la juerga con unas rayas de coca. "Cuando nos acostamos pensé que pagaría por ello", dice. Como había pronosticado, y aunque el predictor dijo lo contrario, se quedó embarazada. Fue al médico, que lo confirmó; salió de allí con la dirección de una buena clínica del centro de Lisboa; se lo dijo a su padre, éste le prestó 950 euros y abortó. Su madre se opuso, "y eso nos alejó un tiempo, pero mi padre y mi madrastra me apoyaron". Sarasvati nunca sintió que estuviera cometiendo un delito: "Aquello me pesó como una piedra, no quiero ni pensarlo; pero gracias a ellos y a la gente de la clínica, que me transmitió mucha seguridad, no sufrí demasiado. Preferí hacerlo en Lisboa que en Badajoz, y creo que acerté. Estar cerca de casa es mejor. De todas maneras, se sufre mucho después. Pero yo aprendí la lección y no me volverá a pasar más. Ahora tomo precauciones".

MICAELA:

De cómo no traer vidas al gueto.

18 años. Parada.

Su caso es el de la adolescente sin medios que se queda embarazada, aborta por sus propios medios y salva la vida de milagro. Micaela tiene 18 años y vive en el barrio Seis de Mayo, uno de esos poblados de cartón y uralita donde cada noche aparece un nuevo inmigrante africano dispuesto a levantar una chabola. El barrio está en Amadora, cerca de Lisboa, y es una terrorífica mezcla de Bronx y favela: la policía tiene miedo de entrar, los políticos ni se lo plantean. En ese ambiente de paro, miseria, violencia y supervivencia, Micaela comparte con su familia una barraca que carece de las comodidades básicas. Cuando se quedó embarazada, a los 15 años, tuvo claro que sería mejor idea no aumentar la población del gueto. "Preferí no tenerlo, no tenía ni posibilidades de cuidarlo".

La posibilidad de acudir a una clínica privada quedó descartada enseguida. Micaela no tenía dinero, así que tomó una "cantidad enorme" de comprimidos (no especifica cuáles) y abortó. Luego empezó a sangrar. Se notó muy enferma. Tuvo que ingresar en urgencias y tardó dos semanas en recuperarse.

A pesar de que la ley portuguesa exige impartir educación sexual en las escuelas, parece poco probable que Micaela estuviera informada del peligro: la mayoría de los colegios portugueses se saltan la asignatura. Portugal encabeza la lista europea de embarazos adolescentes: 25 de cada 1.000 jóvenes.

La tristeza de la voz de Micaela, su resistencia a recordar una vez más lo que pasó y su aceptación a dar la cara sin darla del todo reflejan la complejidad de su historia; probablemente, el temor a que el dolor, el miedo y el vacío que sintió se repitan otra vez.

HELENA:

Seis abortos y un estigma.

45 años. Profesora de dibujo.

Trabaja en una escuela pública de Setúbal, en el cinturón rojo de Lisboa. Se casó a los 16 años, y a los 18 ya era madre de un niño. El parto fue muy malo. "Fue horrible. Sufrí mucho, y a partir de ahí pensé que prefería morir a tener otro hijo". Pero los anticonceptivos nunca le fueron bien. El DIU fallaba, la píldora le afectaba la visión… Y Helena dice que era "anormalmente fértil".

Se quedó embarazada cinco veces más, la primera a los 25 años, y una de ellas de gemelos. "Mi vida ha estado marcada por esos seis abortos. Han sido un trauma que ha alterado mi existencia completamente. Pero no me arrepiento. Tener hijos en Portugal es absurdo, no hay esperanza ni medios, y los niños viven entre carencias y malos tratos. Pero sigo con una enorme lucha interior, pensando si debí sufrir de la manera que sufrí. Sé que será una lucha hasta la muerte, porque es constante, completa, emocional, psicológica, moral, física y espiritual".

"No he cometido ningún delito, pero me he sentido humillada. He padecido el sufrimiento de ser la víctima única de una circunstancia que no es exclusiva de las mujeres, pero que para los hombres es siempre diferente. Me he enfrentado al estigma del delito cuando el delito es permitir esas situaciones inconcebibles en una sociedad presuntamente civilizada. La calidad de vida para las mujeres en estas sociedades ibéricas y machistas no existe. Si los hombres fueran madres, hace ya mucho tiempo que la situación habría cambiado".

"No sé si Portugal será capaz de arreglar el problema del aborto. Hay una gran hipocresía social", continúa. "Somos un país habituado a ser visto como un guardián de las buenas costumbres, y es una imagen completamente falsa. El país es corrupto, y todo tiene un gran componente economicista. Las clínicas privadas son las que hacen los abortos y ganan mucho dinero. Las instituciones lo saben, porque sus hijas también van allí. Es natural que esas clínicas no quieran la despenalización. La opinión pública no tiene información, los medios hacen moralismo en vez de formar a la gente, y el país carece de limpieza mental y moral para afrontar el problema. Espero que las nuevas generaciones -si no por cuestión social, sí por rebeldía- cambiarán las cosas".

De todos modos, Helena cree que las series juveniles de televisión desorientan mucho a los jóvenes: "Los jóvenes están bien informados, pero esas series mentirosas y llenas de fantasía les confunden mucho y cada vez más pronto. Son muy permisivas y muy irresponsables desde el punto de vista pedagógico porque les estimulan a tener nuevas experiencias sexuales y a ejercitar la libido sin contarles las contrapartidas y los riesgos. Son muy tolerantes con la promiscuidad, pero muy poco formativas".

RUTE:

Madre a la tercera.

33 años. Graduada en filosofía.

A los 15 años se quedó embarazada de su primer novio. Se lo dijo a su familia, la apoyaron en todo y pudo abortar en la casa de una enfermera en Benfica (Lisboa). Sin anestesia. "Sufrí físicamente. Vi todo, lo entendí todo, noté cómo aspiraban, vi pasar la sangre y otras cosas por el tubo". Enseguida, el miedo terrible a quedarse otra vez embarazada. Hasta que, a los 27 años, se quedó otra vez. Decidió abortar de nuevo, esta vez entre grandes dudas. "La primera vez no tenía mucho que pensar. Mi novio me acompañó con mi madre y estuvimos juntos dos años, pero éramos demasiado jóvenes. La segunda no lo tuve porque no lo podía tener. Lo hice en una clínica de la plaza de España de Lisboa, con anestesia general, y no me enteré de nada. Aquella relación no era nada y no quise ser madre soltera".

Ahora, Rute ha tenido un hijo. De hecho, sus fotos en este reportaje la muestran en el tramo final de su embarazo. Es una madre feliz. "Siempre quise tenerlo, pero de la manera que decidiera yo. Abortar es una cosa muy dura. Te sientes mal sea legal o no. La angustia viene por el lado personal, por la decisión que tienes que tomar; pero es mucho mejor poder hacerlo en un hospital con condiciones. Yo nunca me sentí clandestina, pero el aborto tiene que ser legal; es un problema de conciencia de cada uno. Si hacen un referéndum pasará lo mismo que la otra vez. Es el Gobierno el que debe legalizarlo rápidamente y por su cuenta. Quizá el Estado no tenga capacidad para hacer todos los abortos necesarios en clínicas públicas, pero ya se encargarán de practicarlos las privadas. Lo importante es que se hable del asunto y pueda llegar a ser una decisión que se tome con el apoyo de la familia".

TERESA SALES:

Destinada a caer en la ilegalidad.

53 años. Funcionaria de la Seguridad Social.

Su nombre es real, y su caso parece la demostración evidente de las dificultades que tendrá Portugal para aplicar en la sanidad pública una hipotética despenalización del aborto.

Esta funcionaria de la Seguridad Social -"burócrata sin gracia", dice con tono humorístico-, militante feminista de apoyo a las mujeres maltratadas en la Unión de Mujeres Alternativa y Respuesta, y madre de una hija, se quedó embarazada otra vez hace 13 años, sólo uno y pico después de someterse a un brutal tratamiento de Tigason para curarse tras un violento ataque de psoriasis. El médico le avisó de que, debido a los efectos secundarios, no había ninguna posibilidad de que el niño naciera sano y sin malformaciones. Teresa entró así de lleno en uno de los supuestos que permiten abortar legalmente e hizo lo que parecía más lógico: se dirigió a un hospital público, a una maternidad de Lisboa.

"Enseguida empezaron a marearme con ecografías y más ecografías, pruebas y más pruebas… Tuve que oír todo tipo de disparates, hasta que mi propio médico me dijo que lo dejara, que sólo estaban dilatando el proceso para dejarme fuera del plazo legal, y me recomendó que me fuera a casa de una enfermera".

Para mayor ironía, la enfermera trabajaba en la maternidad pública que se negó a intervenir a Teresa Sales. "Le pagué una fortuna, y tenía una clínica con una cantidad de aparatos imposible de imaginar… Así son las cosas en este país, puro surrealismo. Espero que cambien de una vez. Eso es lo único que espero".

ANA:

La época de las mujeres 'habilidosas'.

60 años. Pescadera.

Ana trabaja en el mercado de la ciudad del norte donde vive. Allí, en la fábrica de conservas en la que estuvo contratada antes y en el barrio de Leça de Palmeira en el que vivió, conoció a muchas mujeres que hacían abortos caseros. Era la antigua, primitiva usanza de las agujas de coser, las hierbas abortivas, la crema de afeitar. "Antiguamente era así, sí; todo se hacía con mucho secreto, y muchas veces salía mal y las mujeres se quedaban entre la vida y la muerte. Algunas morían desangrándose, escondidas en cualquier parte. Con miedo a todo. No lo hacían enfermeras, y mucho menos médicos. Eran señoras habilidosas. Y tenían las casas siempre llenas de chicas jóvenes".

La propia Ana pasó por esas manos tres veces. Con tres hijos y un sueldo de obrero en casa sufría ataques de pánico cada vez que la regla tardaba en llegar. "Hacía de todo: me tiraba de la cama, me chocaba con los muebles y bebía lo que me encontraba, pero nunca pude hacerlo sola. Mi marido no quería más hijos, pero tampoco quería que abortara; siempre me decía que me iba a denunciar y me iba a meter en la cárcel, así que tenía que ir yo sola… Era una aventura, te lo hacían con crema de afeitar diluida en agua hervida, y a veces funcionaba y otras no, y tenías que volver".

Ana pasó enormes fatigas. "La primera vez me cogí una infección y tuve que mentirle al médico; tenía mucho miedo, pero quedé bien. Le dije que me había bebido una hierba abortiva sin darme cuenta". Hoy, desde su experiencia terrible, Ana habla con la claridad de una experta. "El aborto tiene que ser libre. Las mujeres tienen que poder hacerlo sin que eso les suponga más problemas. ¿Cómo se entiende que puedas ir presa por una cosa que no le hace mal a nadie? Es una decisión muy difícil de tomar. Si encima de eso arriesgas la vida o la cárcel, es una injusticia inmensa".

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