Cuando la basura es la vida
Ésta es una historia de mujeres. Un reportaje en el que prácticamente sólo hablan mujeres que están solas, madres solteras o acosadas o golpeadas o abandonadas por su hombre, cientos de trabajadoras que se buscan la vida en los basureros de México DF separando latas, plásticos y papel.
México DF es una ciudad gigante de más de 20 millones de habitantes donde más del 70% habita en la franja de pobreza. Son millones de personas desplazadas de la estructura de ciudad, de las casas de cemento y ladrillos, las redes de electricidad, agua y saneamiento, de las calles asfaltadas. Millones de personas que van construyendo como pueden cubículos para vivir; suburbios tremendos que trepan por las laderas de las montañas, amontonándose junto a las carreteras, bordeando vertederos. En uno de esos emplazamientos imposibles, en una cuña de polvo entre autopistas y basuras, en un lugar conocido como Bordo Xochiaca, se amontonan 40 familias, la mayoría completamente desmembradas. Al basurero le llaman "tiradero", porque les suena mejor el verbo tirar que el sustantivo basura.
"Del tiradero puedes aprovechar muchas cosas. Champú y jabón. Fruta, no más se lava y ya está"
"¿Un sueño? Poder hacer tabiques en los cuartos, ahora están separados con tablas"
Catalina Dueñas, de 76 años, vive ahí: "Soy de Guanajuato. Me vine en 1953. Allí no había para comer". Fue dando vueltas hasta que acabó en Bordo Xochiaca, en una chabola hecha a trozos con lo que sale del tiradero. "Me traje 16 chamacos. A mi marido nunca le gustó que yo le parara de tener hijos. Se enojaba. Para aliviarme, siempre me arreglé yo sola. Nunca me gustó que me manoseara nadie". Del tiradero ha sacado para construir su casa y para comer. "Ahora ya no puedo trabajar, porque me quebré un pie". Pero sus hijos, muchos de sus nietos (tiene 80 y 15 biznietos) y el hombre con el que está ahora siguen viviendo de lo que otros tiran. "Escogemos cartón, vidrio, PET, plástico; luego lo vendemos a los camiones que vienen a comprarlo". Catalina lleva una gorra con visera, una camiseta negra muy vieja, unos pantalones negros de chándal muy viejos, y unos zapatos negros muy gastados. "Mi marido falleció en el tiradero. Nos quemaron Estábamos quedándonos allí dentro. Y vinieron y nos quemaron. Hace 16 años. Perdí a mi marido y a un hijo de 11 años. Fue provocado. El líder era muy envidioso. Nosotros le pagábamos, pero nunca nos dio su ayuda. Yo en aquel tiempo tenía casi 200 puercos en el tiradero para ganar algo más. Siempre hay envidias. Nunca pudimos probar nada, pero por envidia alguien nos mandó quemar. Murieron mi marido y mi hijo. Y mi hija Esmeralda estuvo ingresada en el hospital. Yo toda me quemé también. Míreme, me quedé pinta. Nadie nos ha ayudado nunca. Sólo el padre nos ayudó".
Son barrios tan claustrofóbicos como los que filmó Luis Buñuel en 1950 en Los olvidados: niños sin futuro en las ciudades perdidas de México, abocados a la degradación; 55 años después, la dureza sigue pareciéndose mucho.
Un niño con mocos y la barriguita al aire zascandilea en torno a Catalina. "Catorce años después de lo de mi marido me junté con un señor. Y vivo con él. Con él y con dos nietos. Son de Araceli. Tiene cinco hijos, pero se los regaló a otra de mis hijas. Yo me quedé con dos. Ésa es otra historia muy triste. Araceli conoció a un hombre en el tiradero, y resultó que ese hombre amarraba a los niños con un alambre. Y a mi Araceli la drogó para prostituirla. A ella y a otra muchacha. Lo denuncié y está en la cárcel. Mi hija Esmeralda y yo nos quedamos con los niños. Pobre Araceli, ¿qué le pudo pasar? Trabaja también en el tiradero, pero hace tiempo que no sé nada de ella. No, no, ella no se droga; la obligaba el otro, para usarla. Si la ven, dígale que venga a ver a su madre".
Catalina nos enseña su casa: un amasijo de cachivaches en frágil equilibrio, presididos por un altar repleto de imágenes de la Virgen de Guadalupe y "el Santo Niño". "Al de arriba no le conozco, pero ellos me lo presentarán". Una casa llena de moscas donde conviven personas y seis puercos. Huele mal, muy mal, pero seguramente ellos, acostumbrados a trabajar en el tiradero, no lo notan. "Cuando me junté con ese señor, mis hijos se enojaron. Pero ¿qué hago yo sola? No es por las ganas, es por quitarles una carga a ellos. Es buen hombre. Conmigo se porta bien. La soledad es que es muy triste. ¿Qué hago yo sola, ahora que ya ni puedo ir al tiradero?".
Sorprende su vitalidad, a pesar de que sabe -sin relativismos, sin opciones ya para cambiar- que lo más que ha conseguido en esta vida material es compartir un trozo de tierra sucia con sacos de residuos, y que posiblemente así, entre bolsas de plástico, se despedirá de este mundo. Su ilusión son ahora los seis puercos: "Les traigo comida del tiradero para luego venderlos. Con ese dinero lo que quiero es comprarles un terrenito a los nietos. Para asegurarles algo para el futuro. Cuesta 30.000 pesos (2.500 euros). Ya he dado 15.000. Eso he pensado yo para asegurar a mis muchachitos, para que no anden rodando".
"El tiradero ha dado para criar a todos los hijos. Han crecido bien y sanos. Sin infecciones. Y les pude dar a todos escuela. Yo no, yo sólo tuve un año de escuela. No sé por qué mi Araceli me salió así. Es la única que no pude domar".
Su Araceli tiene 24 años.
Prometemos a Catalina que la buscaremos y le daremos su recado.
Enfrente de ella, en Bordo Xochiaca, esa cuña de tierra que unas veces es polvo y otras lodo, vive Reyna Martínez Cruz, de 46 años. Tiene seis hijos, enviudó hace 11 y lleva siete años aquí. Pero, más que los números, la define su expresión, dulce a pesar de lo que le rodea. "Sí, es un trabajo duro; pero, bueno, da para fríjoles y tortillas". Gana entre 60 y 70 pesos diarios (unos cinco o seis euros). "Antes trabajaba pintando; pero me gustaba menos, pasaba el día fuera de casa, y me descuidé mucho de los hijos". "Soy de un pueblo del Estado de Hidalgo; emigré porque era muy bajo el precio de lo que cultivábamos. Me vine con 14 años; me fui sin decirle nada a mi papá, porque no me hubiera dejado marchar". "Yo no pude ir a la escuela. Mi mamá murió cuando tenía nueve años. Me quedé al cargo de mis hermanitos chiquitos, éramos 12, y de hacer la comida para mi papá, y no pude ir a la escuela. De haber podido estudiar, me hubiera gustado ser maestra O, mejor, secretaria". (Ríe). "Yo no quería aquello, estar sufriendo toda la vida; me marché de casa y me vine yo sola a trabajar de sirvienta". Lleva Reyna un sombrero gris con un anuncio de Acapulco y anillos en las manos. "Del tiradero puedes aprovechar muchas cosas. Champú y jabón que tiran los supermercados. Ropa, calzado. Fruta, no más se lava y ya está".
Al marcharnos, sale a saludar otra vecina: 22 años. Cuatro hijos: de seis, cuatro y dos años, y un bebé de cuatro meses. Es una especie de refugiada en el tiradero. Ha venido del Estado de Veracruz, huyendo de las palizas de su marido. Pregunta por las guarderías del padre, sabe que sus niños estarían mejor allí, que no revolviendo entre los desperdicios. Pero no tiene ningún papel, ni siquiera las actas de nacimiento. Isabel Cisneros, que trabaja con el padre, promete ayudarla para que sus niños pasen la mayor parte del día en un lugar limpio.
Antes de partir, gritamos: "¡No se preocupe, doña Catalina, que encontraremos a Araceli!".
Isabel nos dice que seguro que acude a la misa del padre el miércoles.
Cuando todo, hasta la cama, huele a basura y el horizonte es una montaña de lo que otros tiran, uno, que viene de un mundo de camas cada vez más amplias, tiene al menos que prometerles a estas mujeres cosas buenas, aunque no esté en sus manos que se cumplan.
El padre del que hablan, el que ayudó a Catalina y el de las guarderías para los niños del tiradero, es Roberto Guevara, un jesuita de 70 años, fuerte y con carisma, que ha trabajado en los suburbios desde que se ordenó. El Padre de los Basureros. En 1989 creó la Fundación para la Asistencia Educativa (FAE), que trabaja en los municipios del tiradero, en Netzahualcóyotl y en Chimalhuacán. Más de la tercera parte de los fondos para sus proyectos en estos barrios misérrimos, sobre todo una red de guarderías que cuidan de unos 500 niños, oasis de colores en un paisaje gris-desperdicio, son aportados por Ayuda en Acción, ONG española que este año cumple 25 años, que cuenta con casi 200.000 socios y que, a través de su delegación de Barcelona, ha facilitado a EPS el acceso a lugares como Bordo Xochiaca. La FAE completa su admirable labor con los niños con trabajos destinados a las mujeres, como talleres de artesanía y programas de salud y concesión de microcréditos, que hacen pensar nuevamente en una cuña de color que se cuela entre el gris-escombro.
El padre Guevara aclara que él no tiene "mentalidad asistencialista". Su discurso es rebelde: "Los pobres no surgen como hongos. Hay pobres porque hay ricos. No queremos dar sólo asistencia, sino ayudarles a crecer, a desarrollarse, a cambiar". Nos invita a asistir a su misa al día siguiente. A las ocho de la mañana, en medio del tiradero. Ya ha hablado con los líderes -esos que mencionaba doña Catalina, una especie de caciques-, para que nos permitan la entrada. Son los hijos de don Celestino; cobran un peaje a cada trabajador del basurero -unos 50 pesos al mes (cuatro euros)- a cambio de dejarles revolver, mantener el orden entre ellos, evitar enfrentamientos y defenderles frente a intrusos. Pero no les gusta nada que vaya gente extraña a husmear. Y en México hay que tener cuidado con los avisos. Por eso, para los hijos de don Celestino no somos periodistas; somos de un colectivo de cristianos de base de una parroquia madrileña, recaudamos fondos para el padre. Ante cualquier mala cara, cualquier problema, la consigna para moverse por el tiradero y el suburbio, el salvoconducto, es simple: "Venimos de parte del padre".
Roberto e Isabel conocieron al patriarca de los líderes, a don Celestino, y acordaron un pacto no escrito de respeto mutuo, para dejar hacer y, a cambio, callar cosas.
Cada miércoles, a las ocho de la mañana, hay misa allá dentro. El padre Roberto comenzó a celebrarla en 1985, cuando llevaron al tiradero escombros de casas derrumbadas en el terremoto de aquel año; algunos de esos cargamentos llevaban restos humanos, y le pidieron al padre que rezara por ellos.
El día que vamos hace frío en Neza I y sopla un viento insano que levanta una nube de partículas que nada bueno pueden llevar. El olor, entre ácido y dulzón, penetra hasta el alma. Nauseabundo Qué pocos adjetivos hay para describir las características de los olores. Hay que recurrir a otros sentidos: es ácido y es chirriante. Es áspero y duele.
Isabel prepara el altar: despliega una mesa, la cubre con un mantel blanco bordado, saca el cáliz, las hostias y una cruz fabricada con desechos brillantes hallados en el tiradero, la cruz de los desheredados Más que homilía, parece un mitin. La municipalidad de México tiene ya muy avanzada la venta de los terrenos del tiradero a unas empresas que tratan de convertir el área en zona residencial y de recreo de lujo. El proyecto es modernizar el tratamiento de basuras y clausurar este vertedero, tan insalubre como desparramado, al que van a trabajar unas 2.000 personas -pepenadores les llaman; recicladores en un mundo insostenible-, para levantar en la zona casas con piscina y jardín. Los últimos de la escala social temen quedarse aún más al margen, que no puedan acceder ni siquiera a las migajas del gran banquete social. Y el padre Roberto trata de despertarles.
Le escuchan unas cien personas. Sucios, desdentados, con expresiones de estar acostumbrados a todo lo malo y de no esperar mucho de esta vida. Les lee, enteros, los dos artículos que ha publicado la prensa sobre la venta. Y remata con tono de arenga: "El Gobierno, de diez cosas que promete, cumple una". "Si estamos desunidos, nos corren, y no nos reubicarán. Si estamos unidos, habrá reubicación". El padre trata de insuflarles un mínimo de orgullo y espíritu de lucha para que al menos les dejen trabajar en otro vertedero. "El dinero que saquen por la venta de los terrenos, ¿para qué va a ser? ¿Para ustedes? ¡No! ¡Para la campaña presidencial!". "Señores, nos la estamos jugando para que les reubiquen, en Neza II o Neza III. Hay que estar bien unidos. La lucha es muy fuerte. Porque hay muchos billetes del otro lado. Hay que moverse, por favor. Exijan el comodato, el documento que permite el uso del suelo. Papelitos hablan; las palabras se las lleva el viento, sobre todo las de los curas y los funcionarios".
Luego pide por ellos: "Por todos los trabajadores de la basura. Señor, ayúdales a defender sus derechos y su trabajo". Y se arrodillan sobre la tierra sucia, para consagrar el pan y el vino, mientras suenan las campanillas que los pepenadores han ido rescatando del tiradero. La nube de polvo de porquería se mezcla con el regocijo que sugiere el sonido de una docena de campanillas repicando. Y cuando cantan "una espiga dorada por el sol, el racimo que corta el viñador" el tema suena más triste que nunca
Tras la misa se forma una enorme cola para recoger lo que el padre les lleva: un paquete con alimentos básicos, aceite, fríjoles, arroz. Quizá muchos han acudido a la misa-mitin sólo por eso.
Pero Araceli no está. Ni siquiera ha acudido a por el paquete.
Como sombras, adultos y niños escarban la basura con tridentes, la remueven buscando materiales que separar -plástico, archivo, hule, plástico, archivo, hule-.
Siete perros persiguen a una perra; es vieja, pero aún debe de emitir el inconfundible olor del celo. La olisquean. La rodean, la muerden, la acosan, sin respiro. Hasta que consiguen agotarla, enseña los dientes pero ya no hace nada, y el perro más fuerte la aprisiona con las patas y le ensarta su miembro junto a un charco negro.
A lo lejos, entre la tormenta de basura, alguien levanta la mano para saludar. No se la distingue bien. Pero sí, por su sombrero de paño gris de Acapulco es Reyna. De cerca, vuelve, a pesar de todo, su mirada dulce. No lleva guantes, lleva anillos de plata. Está en plena faena, aplicándose en separar latas. No lleva pañuelo en la boca ni ninguna protección. "No fui a misa porque llegué tarde, y ya llegó el camión, y ya me puse a trabajar y me dije: ya no lo dejo".
Reyna tampoco ha visto a Araceli hoy. Es raro. Nos preocupamos.
Bajamos al barrio de Tlatel-Xochitenco, una entelequia habitada por 10.000 personas y cientos de perros en búsqueda permanente, bajo una luz atroz, que no disimula nada, inmisericorde con la miseria. Vamos a saludar en la escuela a Eladio y Joel, dos hermanos que forman parte del programa de apadrinamientos de Ayuda en Acción (ahora la palabra que se prefiere para denominar esta forma de contribuir a una ONG es "vínculos solidarios"; se trata de aportar dinero a proyectos de desarrollo, poniéndoles caras de niños, personalizándolos, aunque los fondos revierten en beneficio de toda la comunidad). Eladio, de 10 años, y Joel, de 12, van por la mañana a la escuela; por la tarde ayudan a su mamá, Mari, en el tiradero. Ahí meriendan, repasan la lección y juegan al fútbol levantando una polvareda de suciedad. Mari, de 30 años, es madre soltera. Tiene otro hijo, Roberto Carlos, de cuatro años, atendido en La Lupita, una de las guarderías que el padre ha montado con Ayuda en Acción. Cuenta que ahora lo que mejor pagan es el hule (plástico), las botellas de refrescos y el archivo (papel blanco, del tipo de agendas y cuadernos). Del vertedero saca una media de 350-400 pesos a la semana (entre 30 y 33 euros). Mari no sabe leer ni escribir, y está contenta del trabajo que le permite dar una educación a Eladio, Joel y Roberto Carlos: "Quiero que sean algo en la vida; por lo menos que sepan una letra, que es lo mejor que les puedo dar".
-Pida un deseo, Mari, para usted.
-No sé. Yo no sé.
-Pida un sueño, Mari; pedir es gratis.
-Pero no sé, vivimos aquí Yo no sé
Y se siente como violentada, forzada a algo que no sabe hacer: soñar.
En la raya tenue que separa el vertedero de las casas, encontramos una figurita de La Cenicienta. Seguramente algún niño la ha rescatado de la basura y le ha quitado restos orgánicos pegados a la cara y el mantón rojo -peladuras de fruta y trozos de filete empanado-. Alguien la ha sacado al camino y la ha colocado de pie sobre dos calcetines negros muy viejos. Ha tenido suerte Cenicienta.
Cuando a Mercedes Moreno, de 31 años, con tres hijos, que trabaja en el tiradero junto a su marido, le preguntamos lo mismo, un sueño, tampoco le sale nada. Al final se le ocurre algo: "Poder hacer tabiques en los cuartos; ahora están separados con tablas. Eso, no más". Su cuñada, Anjélica, pide agua corriente y más seguridad, más policía en las calles, porque por las noches en Tlatel-Xochitenco mandan las bandas de jóvenes que trafican con las drogas y la violencia, y desea sobre todo que a su hija no le pase lo mismo que a ella: Se casó con 15 años y su marido la abandonó con cinco hijos, cuando el pequeño tenía sólo cuatro meses. "Era alcohólico y se marchó con otra. Ahora me da miedo que a mi hija le pase algo parecido". Su hija, Yasmín, tiene 14 años, y se casó la semana pasada.
Cuando vamos a visitar una de las guarderías de la FAE en Tlatel, otro de esos oasis de colores mantenidos por la ONG y que dan una oportunidad a los niños de escapar de la penuria gris, nos sorprende la concentración de gente en la ermita. Unos están de fiesta; otros, de funeral. Verónica va ataviada como una princesa, de rosa pastel, muy maquillada, para celebrar sus 15 años, su puesta de largo. Al lado, una mujer de expresión desmayada vigila una cajita blanca. Dentro, sus gemelos recién nacidos (Guadalupe y Francisco); murieron a las pocas horas de vida. Roberto Guevara pregunta qué pasó, y ella sólo acierta a decir: "Los doctores no me atendieron rápido; hicieron que me aliviara normal, y tenía que haber sido para cesárea". El jesuita le pide a Miguel Gener, que firma las fotos de este reportaje, que descorra la tapa de la caja y haga una foto, un primer plano de los gemelos muertos, para que la madre tenga un recuerdo de ellos. Misa de juventud y misa de difuntos.
A tres metros de la ermita, una mujer aprovecha la concentración de gente para improvisar un puesto de telas. Y en la casa de enfrente suena a todo volumen una canción de Camilo Sesto: "Estoy perdiendo la cabeza pensando / en qué me equivoqué, cómo y cuándo. / Y cada tres palabras digo tu nombre. / Y es que te amo tanto, no imaginas cuánto / Qué más te da. Regálame una noche que no olvide jamás".
De repente, viene, apresurada, Isabel. Trae noticias. Araceli está ahí. Es amiga de la madre de los bebés muertos, son compañeras del tiradero y la está acompañando en este día tan duro. Accede a hablar, pero no quiere fotos. Tiene 23 años, pero aparenta muchos más. La cara abotargada. Las palabras espesas. Las frases, extrañas en su gramática. Se lleva la mano a la boca cuando habla. Cuenta que a sus hijos, de entre dos y nueve años, los cuidan su hermana y su madre; que ella no tiene plata y que su mamá se disgustó mucho con el hombre con quien estaba y que lo metió en la cárcel. "Estoy de tres meses de él".
"Qué más te da. / Regálame un beso al despertar. / Qué más te da, qué más te da".
- ¿Tienes ganas de verle, Araceli?
-Sí, cómo no, me ha dicho que para cuando me alivie podrá venir a verme.
Dice, miente, que vive con su mamá. Le damos el recado de doña Catalina. Calla.
-¿Te gustaría llevar otra vida?
-No sé.
-¿Sabes leer y escribir?
-Un poco. Él me había apuntado a una escuela. Pero ahorita no voy.
-¿Te gustaría llevar otra vida, Araceli?
-No sé.
Más información y colaboraciones: Ayuda en Acción: 902 402 404 (Madrid), 934 88 33 77 (Barcelona); www.ayudaenaccion.org.
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