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Columna
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La hipocresía europea

Pese a que ambos lados del Atlántico han terminado por constituir un solo espacio económico, las relaciones entre Europa y Estados Unidos se han modificado sustancialmente en el último decenio. El fin de la guerra fría ha dejado a Europa sin una amenaza militar directa, caducando la anterior subordinación. La lucha que en un principio se emprendió contra la droga, ni la llevada luego contra el terrorismo internacional, sin duda mucho más grave, son comparables con el peligro que representaba la Unión Soviética. Si a esto se suma la creación de una divisa europea, inimaginable sin las transformaciones que supuso la caída del muro de Berlín, que permite a los europeos competir con el dólar, incluso como moneda de reserva, incautándose poco a poco del mayor privilegio de la estadounidense, se comprende que los europeos se atrevan a pretender relaciones de igualdad, o por lo menos más equilibradas con Estados Unidos, lo que verbalmente confirma, pero sin aceptar de hecho el multilateralismo que implica.

La segunda guerra de Irak (la primera, en 1991, Europa la subvencionó por encima de los costos) ha puesto de manifiesto que cabía distanciarse de Estados Unidos sin pagar precio alguno. Hoy resulta patético que los norteamericanos advirtieran a los países renuentes que no participarían del espléndido negocio de la reconstrucción del país, financiado con el petróleo iraquí. Para justificar su apoyo, Tony Blair ya sólo aduce que su colaboración habría evitado no pocas barbaridades que, sin él, Estados Unidos habría cometido. El hecho descarnado que pesa sobre todos nosotros es que esta guerra preventiva hizo saltar en mil pedazos el derecho internacional y la Carta de Naciones Unidas. Además de gravísimas consecuencias políticas y estratégicas, ha supuesto algo mucho más grave, la pulverización de los valores morales y jurídicos sobre los que se levanta nuestra civilización occidental.

Por mucho que recalquemos que a Estados Unidos nos unen, además de intereses, los mismo valores de libertad y respeto por los derechos humanos, hay que reconocer que, justamente en este punto crucial, es donde se está produciendo el mayor distanciamiento, si no tanto entre los Gobiernos como sin duda entre los pueblos. El que para mayor inri, por la denuncia de la asociación estadounidense Human Rights Watch (HRW) llegara a conocimiento de los europeos que la CIA habría instalado en Polonia y Rumania cárceles secretas para interrogar "hábilmente" (es el eufemismo que antes se empleaba para enmascarar el uso de la tortura) a sospechosos de pertenecer a Al Qaeda, ha obligado a los Gobiernos europeos a negar la evidencia y, sin presionar mucho, pedir explicaciones a Estados Unidos, sabiendo que habían estado perfectamente informados, tal como lo ha manifestado el antiguo secretario de Estado, Colin Powell. Peor hubiera sido que cientos de vuelos de aviones fletados por la CIA, ocupados con detenidos clandestinos, hubieran hecho escala en aeropuertos ingleses, alemanes y españoles sin que los respectivos Gobiernos se hubieran enterado.

El que los Gobiernos mientan por razones de Estado está perfectamente asumido, pero que en cuestión tan capital como los derechos humanos sea tan grande el abismo entre los pueblos y las autoridades nos debería hacer reflexionar sobre el carácter de nuestras democracias. Aunque el Consejo de Europa, el Parlamento Europeo y el rumano hayan abierto sendas comisiones investigadoras, no llegarán a esclarecer nada mientras los Gobiernos den largas al asunto, convencidos de que las noticias, por escandalosas que fueren, no se mantienen largo tiempo en candelero.

No sólo ha quedado en evidencia la hipocresía de la Europa oficial, sin que en lo sucesivo podamos dar lecciones de derechos humanos a Estados Unidos o a Rusia, a China o a cualquier país del tercer mundo, sino que para bochorno de nuestros medios de comunicación conocimos la noticia el 1 de noviembre del año pasado por The Washington Post, tal vez alertado por la misma CIA para bajar los humos de unos europeos que para consumo interno se atrevían a recalcar su superioridad moral.

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