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Reportaje:ARQUITECTURA

El primo del Guggenheim

Todas las ciudades quieren su Guggenheim. El Museo MARTA, en Herford (Alemania), es el último vástago de la gran familia de edificios nacida de la mano de Frank Gehry. Con 76 años es el arquitecto más solicitado del planeta.

Anatxu Zabalbeascoa

En 1978, Frank Gehry (Toronto, 1929) era un arquitecto poco conocido. Vivía en Venice, un suburbio residencial de Los Ángeles. Estaba a punto de cumplir 50 años. Se había vuelto a casar y quería empezar una nueva vida. El cambio empezó por su propia casa. La malla metálica que se emplea habitualmente para cerrar gallineros sirvió para proteger las ventanas de una antigua vivienda colonial de madera pintada de rosa. Sobre un áspero suelo de hormigón instaló una sala de estar. La imaginación suplió el dinero. Hasta entonces, Gehry había sido un arquitecto de cajas blancas, pero al rediseñar su vivienda cambió. Cambió su casa, su rutina y finalmente su vida.

La estética agresiva, industrial y povera de la casita llegó hasta las portadas de la prensa internacional. El proyecto se leyó como un bofetón a la plácida forma de vida de los vecindarios americanos de clase media. Y además de un escaso presupuesto, algo de eso había. Gehry, como su íntimo amigo Claes Oldenburg, tiene alma de escultor. "Pienso antes en los volúmenes que en los planos", ha dicho. Él no suele dibujar, moldea con plastilina o barro los croquis de sus edificios. Además, este arquitecto maduró vitalmente en los sesenta, durante el auge del pop art; de ahí su gusto por la estética populista, sorprendente, alegre e irreverente que cuajó en la renovación de su casa.

"Con el dinero del Premio Pritzker podré, por fin, arreglar mi casa y quitar la malla de gallinero", dijo Gehry
Gehry trabajó en Herford con los materiales locales y relacionó los volúmenes con las curvas del río

Aquella reforma fue, en realidad, el primer efecto Guggenheim en la vida de este arquitecto. Marcó un antes y un después. Tras el eco del proyecto comenzaron a lloverle los encargos. Agencias de publicidad o sellos discográficos solicitaron sus servicios. Sus edificios eran vistosos y, sin embargo, funcionales. Por fuera, esculturas públicas; por dentro, espacios sorprendentemente conectados. Era un pionero. Su estilo fragmentado se convertiría en el de una ciudad deslavazada como Los Ángeles.

Por aquel entonces, finales de los ochenta, le llegó también la primera oportunidad de construir en España: su amigo Bruce Graham, del estudio SOM, le encargó el umbráculo en forma de pez del hotel Arts, en la Barcelona preolímpica. Era un trabajo en apariencia modesto (50 millones de pesetas de presupuesto), pero estaba concienzudamente calculado: el pez de bronce no sólo buscaba refrescar el paseo, quería hacerse un hueco en el paisaje urbano barcelonés, llamar la atención sobre el hotel. Y lo consiguió. Con el Arts, Frank Gehry empezó a hacerse visible para muchos españoles. Poco antes, en 1989, Philip Johnson no había dudado en incluirle en la exposición Deconstructivismo que el MOMA de Nueva York acogió para dar cuenta de la tendencia rompedora que vivía la arquitectura de esos años. Con todo, Gehry siempre protestó. No se ha considerado nunca un deconstructivista, sólo alguien capaz de jugar con los volúmenes. Alguien que tras 25 años de vida profesional seria y más bien rectilínea podía por fin atreverse a jugar con la geometría, idear nuevas formas.

No ha sido Gehry el primer arquitecto renacido al llegar al medio siglo. Otro proyectista histórico, Louis Kahn, realizó sus mejores edificios tras regresar de una larga estancia en Roma, superados los cincuenta. También hoy, los suizos Herzog & De Meuron, autores de cajas revestidas con materiales poco usuales, han protagonizado un renacimiento al abandonar la geometría segura de cajas perfectas que les dio fama mundial y empezar a jugar con las formas tras cumplir el medio siglo.

Pero la hazaña de Gehry es aún mayor. Diez años después de lanzarse a experimentar, en 1989, recibió el Premio Pritzker, el mayor reconocimiento a un arquitecto vivo. "Con el dinero del premio podré, por fin, arreglar mi casa y quitar la malla de gallinero" declaró irónicamente al recogerlo. Con todo, la fama mundial, la que sacaría su nombre de la esfera exclusiva de los arquitectos, estaba por llegar, y lo haría en 1997 de la mano de una ciudad industrial entonces algo lúgubre, pero más que dispuesta a pagar nuevos brillos. ¿Adivinan de qué hablamos?

El Guggenheim que Frank Gehry levantó en Bilbao provocó una fiebre contagiosa: muchas ciudades vieron en la arquitectura de vanguardia la manera de entrar por la puerta grande en el mapa de los destinos turísticos. Ese anhelo de ciertos alcaldes por llenar sus ciudades de colecciones de arquitectura se conoce como el efecto Guggenheim. Si el museo vasco es, como el propio Gehry apuntaba desde mucho antes de su conclusión, su obra maestra, estamos ante un arquitecto que ha realizado su mejor trabajo después de conseguir el mayor reconocimiento al que puede aspirar. Algo así como si un premio Nobel de Literatura escribiera su mejor libro tras recoger el galardón en Estocolmo. Pero volvamos atrás. Cuando Gehry recibió la llamada de Thomas Krens para firmar el museo de Bilbao trabajaba en Barcelona en la escultura umbráculo con forma de pez. Tenía 61 años y tiempo para malgastar charlando. Los dos hijos de su segundo matrimonio, Sam y Alejandro, eran pequeños. Cuando su mujer, Berta, no viajaba con él, a Gehry le gustaba pedir de postre flan: le recordaba el que ella, panameña, solía hacerle en casa.

Así era el Gehry de principios de los noventa, un tipo afable y tranquilo, creativo e ingenioso, con tiempo para las bromas. Cinco años después, la tranquilidad desapareció. Berta pasó a encargarse de las cuentas del estudio. La ilusión por el Guggenheim se convirtió en la obsesión con el Guggenheim. Tras una dura época en la que el arquitecto aguantó la constante presión de la prensa -primero, indagando sobre la funcionalidad de un museo escultórico; luego, preguntando sobre el ingente presupuesto consumido por el icono de piel de titanio-, Gehry respiró. La imagen del Guggenheim en los informativos y la llegada masiva de turistas borraron sus temores, le confirmaron como gran proyectista y le convirtieron en un arquitecto popular, en uno de los pocos que, como Gaudí o Frank Lloyd Wright, consiguen alcanzar el imaginario colectivo.

Pero la gloria dura poco. Gehry no tardaría en degustar otro de los lados incómodos del éxito: el día después. Comenzó la cantilena crítica: que si el arquitecto no volvería a hacer nada igual (él mismo era el primero en decirlo), que si todos los edificios eran malas copias del de Bilbao, que si se había convertido en una parodia de sí mismo.

La crítica le acechaba al tiempo que el triunfo popular le reportaba una incesante demanda de edificios monumentales desde ciudades de medio mundo: un auditorio en Seattle, edificios de oficinas en Düsseldorf y Cambridge, un teatro para el Bard Collage a 150 kilómetros de Nueva York, la sede de un banco en Berlín cerca de la Puerta de Brandeburgo o el Auditorio Disney en Los Ángeles (que él mismo ha comparado a iconos como la Torre Eiffel parisiense o al Big Ben londinense)…

Superados los recelos iniciales sobre si algo bueno podría crecer a la sombra del Guggenheim, Gehry se convirtió de nuevo en el más solicitado. Desde 1997 ha firmado museos para Panamá (el de la Biodiversidad) y Jerusalén (el de la Tolerancia), en los que ahora trabaja. En 2004 inició las obras de remodelación del Museo de Arte Contemporáneo de Ontario -"un trabajo difícil a pocos metros de la casa en que nací"-. Toronto fue el puerto al que llegaron sus padres cuando abandonaron Lodz (Polonia); el lugar donde él nació, creció, vendió periódicos o condujo un camión antes de viajar a EE UU para hacerse arquitecto. Este año, Bernard Arnault, presidente del imperio del lujo LVMH, le ofrecía la posibilidad de construir en París un cofre de oro para albergar su colección de arte contemporáneo.

El último vástago de esa creciente producción de museos es también un edificio especial. Se llama MARTA. Se encuentra en Herford, una pequeña ciudad alemana de 30.000 habitantes donde se concentra el 60% de la producción de muebles de cocina fabricados en ese país. Por eso, los empresarios y el Ayuntamiento decidieron unir fuerzas. Querían levantar un museo capaz de mostrar exposiciones de diseño, de arquitectura y de relacionar ambos mundos con el arte. Estaban convencidos de que su creciente industria se beneficiaría de este diálogo cultural. Pero necesitaban un altavoz. Y lo encontraron en Gehry. El californiano había rechazado el encargo en una ciudad vecina. Y en Herford aprovecharon el hueco. Le llevaron hasta allí. Le pasearon para que eligiera terreno. Y como suele hacer, Gehry eligió la orilla de un río. Una curva en el cauce del río Aa.

El edificio iba a ser un gehry. Eso solucionaba su visibilidad. Pero el presupuesto no era para un gehry. No importó: el arquitecto trabajó con ladrillos y vigas de madera, los materiales locales; relacionó los volúmenes del edificio con las curvas del río, y apareció el museo. Cuando aceptó diseñarlo tenía 72 años. Volvía a estar tranquilo. Pasados los 70, un día dijo basta. Aspiraba a una vida plácida. Hoy elige cómo emplea su tiempo. Hace lo que quiere. Lo mismo rechaza el encargo del nuevo Kunsthalle de Bielefeld (Alemania) que acepta diseñar la nueva colección de joyas de la mítica Tiffany's. Lo mismo realiza en Escocia un centro de investigación sobre el cáncer, en memoria de su amiga Maggie Keswick Jencks, sin cobrar honorarios, que se embarca en la aventura de levantar un rascacielos de la mano de un glamouroso aficionado a la arquitectura: el actor Brad Pitt. Es el Gehry de siempre, el que jugaba con Oldenburg para realizar la entrada a una agencia de publicidad con forma de binoculares, el que estrelló una avioneta en la cubierta del Museo Aerospacial de Los Ángeles o el que doblando cartones diseñaba una silla. Como creador, Gehry siempre ha buscado la frescura; prueba de ello es que ha elegido a un arquitecto joven (nombre aún no desvelado) de su estudio -y no a uno de sus dos socios- para que le acompañe en su última apuesta: el diseño de su nueva vivienda.

Cuatro años antes de inaugurar el Guggenheim de Bilbao, en 1993, Gehry deshizo su casa, la que le había reportado fama mundial. La razón era simple: sus hijos habían crecido y necesitaban espacio. Sólo que en esta ocasión partía de una obra casi mítica de la arquitectura reciente. La decisión de intervenir en su propia vivienda hizo que algunos fundamentalistas le saltaran al cuello: estaba destrozando una obra maestra del deconstructivismo. Pero él no se achicó. Era su casa. La malla de gallinero no era un altar, sino una solución temporal. Como temporal fue esa segunda ampliación. Recientemente, un periodista de The New York Times, Nicolai Ouroussoff, fue invitado a ver la maqueta de la que será su tercera vivienda y la describió como un lugar más pacífico que contestatario. "Es para mis hijos. Ellos decidirán si quieren partirla, venderla o vivir aquí", dice. Esta casa es su testamento, y, como tal, un legado para poder irse en paz.

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