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Columna
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Nueva geopolítica para terremotos

En los últimos tres años se han producido otros tantos terremotos de gran trascendencia geopolítica. Dos han sido de naturaleza telúrica, y uno debido a la mano del hombre. En orden de gravedad son el tsunami que a finales del año pasado afectó, sobre todo, a Indonesia; el temblor de tierra que asoló recientemente Pakistán; y la invasión anglosajona de Irak en 2003. Pero los tres tienen en común el castigo político que infligen al mundo islámico.

La gigantesca ola que asoló las costas del Sureste asiático, cebándose especialmente en Indonesia, con 200 millones de habitantes el país musulmán más poblado del mundo, causó enormes daños demográficos pero sus efectos geopolíticos son menores que en los otros casos. Yakarta desempeña un papel regional limitado, y la devastación se acusa como una cierta inhibición exterior, en parte vinculada a la necesidad de recibir ayuda internacional.

El temblor en Azad Cachemira es mucho más decisivo. La destrucción es tal que Pakistán tardará una generación en restañar los daños, y, de un plumazo, el único Estado musulmán que posee la bomba atómica se ha visto estratégicamente devaluado en su enfrentamiento con India, precisamente por Cachemira, así como distraído en su deslavazada persecución de Al Qaeda. La conclusión de todo ello es que el mundo musulmán, en el que Pakistán, aún no siendo un país árabe, ocupa un lugar muy central y se distingue por su apoyo al pueblo palestino, tiene hoy un menor peso estratégico que antes del terremoto.

El corrimiento de tierras esencial lo constituye, sin embargo, la guerra de Irak, que ha mostrado cómo el país árabe es, en realidad, un trasunto de los Balcanes en el Fértil Creciente. La minoría suní es una Serbia, en otro tiempo federadora por la fuerza; la mayoría chií puede ser la comunidad croata hoy próxima a reclamar una independencia de hecho del mundo árabe; y los kurdos, los musulmanes bosnios que un día pueden querer la independencia hasta de derecho en ese mundo balcanizado. Y los tres grandes beneficiarios del gravísimo temblor son, aunque es difícil establecer en qué orden: Al Qaeda, Irán e Israel.

El derrocamiento del régimen de Sadam Husein ha abierto las fronteras de Irak a los terroristas de Al Qaeda, que la dictadura baazista mantenía extramuros porque no admitía intrusismos ideológicos. Y lo que ve la opinión pública del mundo árabe es que la insurgencia iraquí, es la única fuerza que se opone con las armas a Estados Unidos, al que crecientemente percibe como enemigo de su civilización e impío protector del Estado de Israel.

Irán, por su parte, no tiene prisa en cobrar los dividendos de lo que parece probable victoria chií en la disputa por el poder en estos Balcanes asiáticos. Igualmente, sus correligionarios de Irak marcan el paso en lo que tiene todo el aspecto de un acuerdo tácito con Washington para que libre su guerra contra el sunismo resistente, a la espera de que un día la fuerza expedicionaria deba resignarse a la retirada. Entonces se verá hasta qué punto el nuevo poder en Bagdad recobra su soberanía, y en qué medida chiíes iraníes y chiíes iraquíes comparten objetivos geopolíticos. Y el gran perdedor de todo ello puede ser el mundo árabe -muy mayoritariamente suní- ante un Gobierno de Teherán, convertido en poder hegemónico del Golfo.

¿E Israel? Al amparo de la hermandad de armas a la que ha sabido atraer al presidente George W. Bush en la guerra contra todos los terrorismos, el de Al Qaeda y el palestino, el primer ministro israelí, Ariel Sharon, se ha sacado un formidable conejo de la chistera. Ya no se habla en Jerusalén ni Washington de paz por territorios, sino de paz por seguridad. A cambio de que un día cese totalmente la violencia del ocupado contra el ocupante israelí, éste se queda con lo que le apetezca de Cisjordania y consiente que los palestinos se apañen como puedan con lo que les dejen.

Ése es el multiterremoto del que el mundo islámico sale tan debilitado. Y su única respuesta audible es el silencio con que no quiso condenar la reciente y atroz exhortación del presidente iraní a la destrucción del Estado sionista.

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