Un hombre singular
Me es difícil pensar EL PAÍS sin la columna de Eduardo Haro, como me hubiera sido imposible imaginar Triunfo sin los muchos heterónimos tras los que se escondió inútilmente; tampoco él lo pretendía durante años. Había siempre en aquellos artículos suyos de entonces un punto de vista tan personal que, aunque fuera para disentir, enriquecía y rebosaba el ámbito de la perspectiva rutinaria. Nos ganaba a todos (a mí, desde luego) en información, porque en aquellos años él estaba horas y horas pegado a las radios foráneas para destilar luego aquel artículo de política internacional en el que, ante todo, entreveíamos las claves para la interpretación de la política franquista. Tras la desaparición del franquismo, en sus columnas de este periódico, se dejaba ir, permítanme la expresión, con indisciplina, eso le decía yo, porque eran como un ejercicio de asociación libre de psicosocioanálisis, y en ello estaba precisamente su originalidad y su gracia. A modo de una confesión liberadora, no trataba en ellas de hacer gala de exactitud y precisión, sino de dar su opinión, para la cual le bastaba y sobraba decir ante el público lo que pensaba y lo que sentía. Aunque en todo texto está su autor, en los de Eduardo Haro estaba expresamente él, sin recato, en toda su dimensión, con sus filias y fobias, que unas veces compartíamos y otras no, a sabiendas de que despertaría el entusiasmo de muchos y la irritación de los que hubiéramos querido otras veces un cierto equilibrio. Por eso en ocasiones podía uno sentirse muy a gusto y otras a disgusto (dentro de la conformidad básica) con lo que escribía, pero en cualquier caso me resultaba imprescindible. ¿No había algo de extraño en EL PAÍS de los domingos aun cuando sabíamos de antemano que no hallaríamos su columna?
Estaba dotado de un sentido certero para la premonición política nacional e internacional, porque en este punto no se dejaba llevar nunca por el wistfull thinking, y en los muchos años de nuestra amistad puedo asegurar que no se equivocó jamás. Y es curioso: una persona que podía adoptar una posición tan objetiva sobre el presente o sobre un futuro que le displaciera y veía venir sin remedio, era incapaz de mantenerla para el enjuiciamiento de un determinado pasado, del pasado que le fue dado vivir en su infancia y adolescencia. Y aceptaba que así fuera cuando se lo denunciábamos, pero para él fue algo consustancial con su vida, esa parte de su vida que coincidió con los años de la Segunda República, sobre los cuales tergiversó (hablo desde mi punto de vista) como forma de sobrellevar lo que para él representó la gran pérdida, su gran orfandad. Ahí no estábamos de acuerdo muchas veces, pero nunca hizo ni por convencerme ni porque yo le convenciera. Uno y otro sabíamos a qué atenernos a ese respecto y nos bastaba con entendernos.
Creía en la prensa, porque consciente de lo perecedero de la misma tocante a la noticia, lo era asimismo de su eficacia como pedagogía y formadora de opinión. Creía en la prensa porque quería la democracia.
Hay una faceta de Eduardo Haro sobre la cual no se ha llamado, que yo sepa, la atención: su enorme caudal de lecturas. Era un lector voraz y de una agudeza de criterio sorprendente. Esta faceta es mucho menos conocida, por razones obvias, que otra que le ha dado un perfil muy nítido ante todos: el de crítico de teatro. Yo siempre aprendí en sus críticas de su forma de mirar lo que aparecía en la escena, al margen de su juicio y del mío sobre lo que habíamos visto.
Hace muy pocos días nos encontramos por última vez cuando salíamos al mismo tiempo del teatro de la Zarzuela, después de oír las dos versiones, la teatral y la operística, de La voz humana, de Jacques Cocteau. Mi mujer me señaló lo que yo también había advertido y que comentamos inmediatamente: su brusco envejecimiento, como un cierto derrumbe desde la última vez, no mucho antes, que nos encontramos. Como siempre, Eduardo callaba su opinión sobre lo que acabábamos de presenciar. La reservaba para lo que había de escribir enseguida y habíamos de leer al día siguiente. Por eso, como era inevitable, hablamos de nuestros boxers y nos separamos como si tal cosa.
Ahora sí que estamos separados.
Babelia
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