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Columna
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El reloj y la zarza

José María Ridao

La regla del juego, el libro por el que José Luis Pardo acaba de obtener el Premio Nacional de Ensayo, parte de una fecunda intuición: el interrogante clásico acerca de la posibilidad o la imposibilidad del saber no es un problema privativo de la filosofía, sino que está presente en la totalidad de los géneros artísticos y literarios e, incluso, en la representación que cada persona se hace de su propia biografía. Desde los primeros textos filosóficos, señala José Luis Pardo, la razón no ha alcanzado a dar cuenta de cómo se produce ni en qué consiste el aprendizaje. Lo que se sabe no se puede aprender precisamente porque se sabe, y lo que no se sabe tampoco se puede aprender porque, por su parte, no se sabe lo que no se sabe. Si a pesar de todo se mantiene viva la expectativa de aprender es porque en lugar de buscar una respuesta definitiva a este problema irresoluble, a esta aporía, nos hemos conformado con una forma de conocimiento en la que la conclusión ya está presente en la premisa, y viceversa. Es como esconder un reloj en una zarza, según escribió Nietzsche, y a continuación fingir que se ha encontrado.

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El propósito de José Luis Pardo en La regla del juego consiste, precisamente, en identificar las normas, las señales necesarias para que esa mascarada de esconder un reloj y fingir luego que se ha encontrado adquiera la consideración de aprendizaje y, en último extremo, pase a formar parte del conocimiento. La originalidad de la aproximación de Pardo radica en que, a medida que avanza en su reflexión, a medida que hace progresar su ensayo, va advirtiendo que la aporía del saber es, por así decir, una de las múltiples variantes de la noción de argumento, según se maneja en la literatura y en otras artes. También en las novelas, como en el aprendizaje, la conclusión está presente en las premisas, lo mismo que en el cine o en las composiciones musicales. Y otro tanto puede decirse del conócete a ti mismo, de la indagación sobre el propio pasado, sobre la propia vida. A partir del momento en que Pardo advierte esta conexión, esta regla del juego, su ensayo puede devorar obras, géneros, ideas; puede apuntar libre y despreocupadamente en todas direcciones, consciente de haber encontrado una corriente de fondo que sostiene la unidad de lo que, de otro modo, aparecería como un conjunto heterogéneo.

Pero el itinerario que traza La regla del juego partiendo de la aporía del saber no es una mera divagación sin consecuencias. Apoyándose en Wittgenstein y en la observación acerca del explorador que al hacer explícitas las reglas que rigen en una comunidad indígena, las cambia, Pardo parece confiar en que también en el caso de los lectores de su ensayo las reglas puedan cambiar una vez que han sido enumeradas. Para que el juego de la filosofía continúe, el conocimiento no puede consistir en una confirmación reiterada de que la conclusión se contiene en la premisa, en una repetición sin fin del argumento. Antes por el contrario, el saber podría estar vinculado a lo extraño, a lo imprevisto, a lo insólito.

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