Pino, el árbol maltratado
Año trágico para nuestro paisaje. Han ardido ya más de 150.000 hectáreas de superficie forestal. La mayoría, pinares. Por eso vuelven a arreciar las críticas a estos árboles. Tenemos 1.900 millones de pinos y no todos son iguales. Se trata de poner las cosas en su sitio.
En un bosque invadido por el silencio, cientos de pinos en hileras se levantan erguidos hacia el cielo. Están rodeados de un tétrico manto de tierra negra que lo cubre todo y de sus troncos sólo quedan esqueletos carbonizados. En este año trágico, en el que el fuego ha calcinado ya más de 150.000 hectáreas de superficie forestal, se vuelven a avivar las críticas hacia el denostado pino. No hay un género de árbol más abundante en el país, ni ninguno que arda más y mejor. Pero tampoco otro que haya sido tan maltratado, pues si destaca este fascinante grupo de coníferas es justo por aferrarse con sus raíces a las tierras ibéricas más pobres y duras para abrir camino a la vida.
El Inventario Forestal Nacional, que elabora el Ministerio de Medio Ambiente, dice que la especie más común del país, con 687 millones de ejemplares, es la encina, y la segunda, con 623 millones, el pino silvestre (Pinus sylvestris). Ahora bien, si se engloban todas las especies de esta conífera en un mismo grupo -tal y como hace la mayoría de la gente sin proponérselo-, lo cierto es que el género Pinus es el más numeroso y comprende 1.900 millones de ejemplares de los cerca de 5.000 millones de árboles que pueblan los bosques españoles. Si a cada ciudadano del país corresponden unos 113 árboles, 43 de ellos son pinos.
Entre 1940 y 1987, la Administración repobló tres millones de hectáreas de tierras degradadas. En el 83% plantó pinos
El denostado árbol reúne propiedades que lo hacen único para enfrentarse al peor clima mediterráneo y aguantar largas sequías
Los montes de Valsaín, en Segovia, con sus estilizados pinos, fueron el primer espacio protegido con leyes en España
Con todo, esta gran masa arbolada que cubre hoy una superficie total de 15 millones de hectáreas -un 30% del territorio español- no ha sido siempre así. Para comprender el paisaje forestal actual no basta con mirar al presente, sino que se debe acudir también a los archivos del pasado, y en especial a los registros del antiguo Icona. Éstos cuentan que, sólo entre 1940 y 1987, la Administración repobló tres millones de hectáreas de tierras vacías y degradadas. Y que, en un 83% de esta inmensa superficie, lo que se plantaron fueron exclusivamente pinos. "Estas reforestaciones no sólo supusieron cultivos masivos de una sola especie que desmocharon la biodiversidad y aumentaron la vulnerabilidad ante las plagas y los incendios, sino que además los montes públicos eran pocos, y en algunos casos se forzó a propietarios y pueblos a plantar en sus terrenos", reprocha el botánico Bernabé Moya, director del departamento de árboles monumentales de la Diputación de Valencia. "Estas actuaciones estaban basadas en promesas de ingresos futuros, pero muchas fracasaron, y las especies de crecimiento rápido acabaron convirtiéndose en el camino más largo y menos rentable, económica y ecológicamente".
Las especies plantadas fueron mayoritariamente los siete pinos autóctonos del país: el pino silvestre, el pino de alta montaña (Pinus uncinata), el pino carrasco (P. halepensis), el pino piñonero (P. pinea), el pino rodeno (P. pinaster), el pino negro (P. nigra) y el pino canario (P. canariensis). Pero también una variedad de pino negro austriaca y, sobre todo, la californiana P. radiata, un árbol forastero del que hoy crecen en la Península nada menos que 106 millones de ejemplares. Paradójicamente, el rechazo a estas reforestaciones acabó por estigmatizar a todas estas especies, y todavía se tiende a veces a considerar a cualquier pino como un árbol foráneo o invasor, cuando las siete variedades autóctonas llevan miles de años pugnando por sobrevivir en las tierras ibéricas. Esto ha quedado demostrado, entre otros, por el profesor titular de Geobotánica de la Universidad Autónoma de Madrid, Helios Sainz Ollero, que ha llevado a cabo perforaciones hasta 18 metros de profundidad en zonas húmedas de todo el país para extraer polen fosilizado de árboles de los últimos dos millones de años. Con estas valiosas muestras extraídas de los archivos naturales de la Tierra, el investigador ha reconstruido los paisajes ibéricos del Cuaternario y ha deducido que, cuando las glaciaciones transformaron lo que hoy es España en una estepa fría e inhóspita, los bosques se reducían a pequeños rodales, en los que resistían sobre todo los pinos. Luego, al suavizarse el clima, como ocurrió hace entre 18.000 y 10.000 años, esta conífera era la primera en reconquistar las tierras perdidas, aunque a la larga acababa desplazada a las peores zonas por las frondosas, que iban ganando territorio. "De alguna forma, cuando el ser humano mantiene de manera artificial el pino en las tierras más fértiles y frena la expansión de las frondosas, está actuando como una glaciación", incide el investigador.
Las repoblaciones masivas de los últimos 50 años explican, en buena medida, el menosprecio hacia el género Pinus frente a otras especies autóctonas, como la encina o el roble. Pero, para comprenderlo del todo, basta aguardar a que vuelva a prender la llama en el pinar, una vez más. Esta conífera está considerada un árbol pirófilo (o pirófito), lo cual se traduce como amigo (filo) del fuego (piro), y es que parece estar especialmente diseñada para arder mejor. Está cargado de aceites esenciales y de pegajosa resina, sustancias muy inflamables que vuelven completamente locas a las llamas. Además, sus hojas y sus ramas se dejan quemar rápido y sus piñas pueden salir despedidas en el aire como bombas incendiarias. El resultado es un fuego rápido y explosivo, arrasador, aunque, en el caso de variedades como el carrasco o el rodeno, en la tierra quemada pueden quedar desperdigados un centenar de pequeños piñones repletos de nutrientes por cada metro cuadrado. Si todo va bien, estas semillas habrán germinado en la siguiente primavera y los pinos empezarán a reconquistar de forma rápida el espacio.
¿Significa esto que estos árboles se han adaptado hasta tal extremo a las llamas que las han convertido en una ventaja para expandirse? Para algunos investigadores, como Gonzalo Nieto, vicedirector del Real Jardín Botánico de Madrid (CSIC), "los incendios están muy documentados en la historia del Mediterráneo y los pinos han terminado por beneficiarse de ellos y utilizarlos como estrategia". Sin embargo, otros, como Bernabé Moya, señalan: "Si de lo que se trata es de propagar unos genes, no parece lógico que el árbol de un pinar pueda sacar ventaja de sucumbir ante el fuego, pues generaría muchas más semillas de seguir con vida". Además, el valenciano plantea otra cuestión: "Pongamos que los piñones salen adelante y brotan del suelo nuevos árboles, los pinos no alcanzan la madurez sexual para dar nuevas semillas fértiles antes de al menos 15 o 25 años. ¿Qué pasa si se produce otro incendio? Que ya no quedará nada de donde pueda nacer un nuevo pino". No hay acuerdo entre los expertos. Eso sí, todos absuelven al pino: por muy pirófilo que sea, no se le puede cargar con la culpa de las antiguas repoblaciones o de que se encienda una cerilla furtiva en lo más recóndito del bosque.
Los pinos autóctonos merecen ser vistos con otros ojos, pues se trata de unos seres vivos con unas sorprendentes características botánicas. Como aduce Javier Cantero, especialista del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales, si estas coníferas fueron elegidas para las reforestaciones fue justo por su increíble capacidad para sobrevivir donde parece imposible. "El pino es el sufridor de los montes y se asienta en los lugares que no quieren el resto de especies", recalca. "Es el árbol más idóneo para recuperar zonas degradadas, pues en una primera fase permite fijar vegetación para evitar la erosión, reducir la evaporación o aumentar la temperatura de superficie, y así poder introducir luego otras variedades forestales".
El denostado árbol reúne, pues, una serie de adaptaciones y propiedades que lo convierten en único para enfrentarse al peor clima mediterráneo. Para empezar, y de acuerdo con estudios de Luis Gil, doctor ingeniero de Montes y catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid, sus pinchudas hojas aciculadas ofrecen poca superficie vulnerable a los rayos del sol o a las heladas; además, las acículas disponen de unas ceras que sellan su epidermis en los periodos de mayor calor para proteger las reservas de agua. Si bien una encina consume el 60% del agua que requiere un pino, el tiempo que sus hojas permanecen sin daños en condiciones de sequía es sólo el 35% del que alcanzan las coníferas. Asimismo, los pinos no ponen reparos en vivir en los suelos más arenosos o pobres en materia orgánica, y, al contrario que las frondosas, no toleran la sombra y necesitan sol para desarrollarse, un rasgo que los convierte en perfectos colonizadores de parajes desarbolados y secos.
"En la actualidad, las reforestaciones han cambiado mucho y se utilizan otras especies resistentes y pioneras, como la retama, o sistemas mixtos de distintas variedades de árboles", comenta Susana Domínguez, ingeniera forestal y presidenta de Bosques Sin Fronteras. "Pero todavía se sigue metiendo a veces pino, pues cuando más se ha primado la plantación de alcornoques y encinas, después ha habido que arrancar muchas porque se secaron". Tanto la ingeniera Domínguez como el botánico Moya se dedican, por separado, a rastrear el país en busca de los árboles más excepcionales, aquellos que merecen ser catalogados como monumentales. Se han adentrado en infinidad de bosques y saben como nadie que el austero pino también puede ser de los árboles más respetados y ancianos. En España, las especies de pinos más longevas son el negro, el de alta montaña y el canario; que crecen de forma más lenta y por ello tienen una madera más resistente. Tal es así que, como cuenta Domínguez, "el rey Felipe II, que era un gran amante de la botánica, hizo traer pinos negros desde la serranía de Cuenca para construir el monasterio de El Escorial". Claro que, curiosamente, este soberbio palacio madrileño no lleva construido ni la mitad de lo vivido por los pinos considerados más viejos del país: unos soberbios ejemplares de pino negro de más de 30 metros, refugiados en la sierra de Cazorla (Jaén) desde hace casi mil años. Otros de la misma variedad, en el parque natural dels Ports (Tarragona), o los canarios de El Paso (La Palma), han sido datados en 800 años. Aun así, lo cierto es que pueden hallarse ejemplares magníficos de las siete especies por todo el país: el pino de alta montaña de Peixerany, en Boí (Lleida); el negro de Las Cuatro Garras, en Boniches (Cuenca); los silvestres de la sierra de Baza (Granada); el piñonero de Lantarón (Álava); el rodeno de Los Dos Hermanos, en Villargordo del Cabriel (Valencia); el carrasco Pi Gros, en Santa María (Mallorca); los canarios de Vilaflor (Tenerife)
Una de las particularidades más atractivas de este género Pinus es que, en contra de lo que parece, cada una de sus variedades es muy distinta de las otras. Y si por separado estos árboles pueden resultar fascinantes, cuando se juntan en bosques antiguos dan lugar a fabulosas masas forestales. En los montes de Valsaín (Segovia), los estilizados troncos anaranjados de los pinos silvestres se agolpan en las faldas del Guadarrama. Éste fue el primer espacio protegido con leyes en España tras prohibirse la pesca y la caza en el año 1579. Más al sur, en las marismas de Doñana (Huelva), sorprenden doblemente los grandes pinos piñoneros. Sorprenden por la original figura de esta conífera, que se asemeja a un gigantesco hongo, pero en especial por la fina arena de las dunas de la que salen sus largos troncos. No menos heroicos parecen los pinos de alta montaña, cuya gesta es vivir allí donde ningún otro árbol es capaz de subir: entre 1.600 y 2.400 metros de altitud. En los Pirineos, esta especia abunda en los valles más altos, donde, además del tórrido calor, debe soportar ventiscas y nevadas, un auténtico tormento que queda patente en la inquietante forma retorcida de sus figuras. A menor altura, pero también en montaña, los pinos negros exhiben su majestuoso porte en los increíbles bosques de Puebla de San Miguel (Valencia). Los oscuros y viejos troncos de estos árboles no pueden sino infundir respeto a los paseantes que llegan a este lugar mágico. Por no hablar de la variedad canaria del parque nacional de la Caldera de Taburiente, en La Palma, una joya endémica acostumbrada a vivir entre volcanes que ha desarrollado una habilidad única entre los pinos del mundo: su tronco rebrota tras arder.
Todas estas coníferas llevan la vida a los lugares más extremos, y algunos animales, vegetales u hongos se han especializado en vivir junto a ellas. Es el caso del oso pardo o del piquituerto común, cuyo pico cruzado, especialmente desarrollado para desgranar las piñas, resulta una rareza entre las aves. Tras el drama del fuego, el pino también devuelve la vida.
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