_
_
_
_
_
ESCALERA INTERIOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La merienda de Teresa Chang

Almudena Grandes

Cuando se la encontró en la puerta del colegio y sin una bolsa de farmacia entre manos, Teresa recordó que aquella mañana ya le había advertido que pasaría a recogerlos a la ida o a la vuelta del Centro de Salud, y se temió lo peor, es decir, adiós palmera de chocolate.

-¿Y tu hermano? -pero su madre parecía de un sorprendente buen humor-. ¡Ah, ahí está! Vamos…

Pablo, con la inconsciencia propia de sus seis años, corrió hacia ellos con una sonrisa radiante. ¡Cómo me gusta que vengas a buscarme tú, mamá! Sí, sí, pensó Teresa, ya verás ahora, enano insensato. Y sin embargo, aquella tarde extraña, rarísima, su madre se comportaba como si le hubiera tocado la lotería o algo mejor, porque se paró en la puerta a saludar a otras madres, y habló un momento con el conserje, y le compró cromos de fútbol a Pablo en el quiosco, y luego, cuando ya estaban viendo el logotipo del temible cartel que decía Centro de Atención Primaria, se volvió hacia ellos.

"La batalla resultaría más soportable con el estómago estremecido de placer"

-¿Queréis algo para merendar? ¿Una palmera de chocolate, Teresa?

-Sí, qué bien, mamá… -contestó ella con un hilo de voz alucinada.

Algo es algo, se dijo luego, cuando le dio el primer mordisco. La batalla que se avecinaba resultaría más soportable con el estómago estremecido de placer, hojaldre y chocolate. Porque aquella tarde, a Teresa Chang le tocaba ir a la guerra, contemplar en primera fila, sin casco, sin fusil, sin escudo alguno, una escaramuza brutal en la que su bando saldría derrotado sin remedio. En sus once años de vida siempre había sido así, siempre lo mismo. Su madre, china por los cuatro costados, pero madrileña de nacimiento, no se distinguía en eso de las demás, y recitaba con un acento impecable el repertorio de expresiones que, en una gama que iba desde el desaliento hasta la indignación, utilizaban todas las amas de casa del barrio -pa chasco, ya te digo, hay que ver, es que vamos de mal en peor, no tienen vergüenza, lo que hay que aguantar, esto no hay quien lo soporte, y que se ponga chula la tía, encima-, entre agarrada y agarrada con la recepcionista, con la enfermera o con cualquier médico que se pusiera a tiro. Y Teresa se ponía muy nerviosa, porque no le gustaba nada ver a su madre haciendo y diciendo esas cosas.

Pero aquella tarde fue especial, extraña, rarísima, porque en el mostrador de información no había nadie protestando, y la sala de espera parecía el jardín de un balneario, ¿quién es el último?, ¡qué guapo es este niño!, yo no tengo prisa, si quiere usted pasar antes, para que no se aburran los críos, no, no, muchas gracias, parece que hoy van deprisa, ¿no? Teresa Chang miraba a su madre, a la admiradora de su hermano, al chico que se había ofrecido a dejarlos pasar, y no se lo podía creer. ¿Qué pasa aquí?, se preguntaba a sí misma, ¿qué está pasando aquí? Porque allí pasaba algo. Cuando entró con su madre y la vio sonreír a la enfermera, estuvo ya segura del todo.

-Buenas tardes -dijo luego-. ¿Cómo estamos?

-Bien, bien -y ella, que la conocía, tardó un poco en devolverle la sonrisa-. Vamos a ver…

Le dio hora al abuelo para ocho días después, y su madre dijo que muy bien. Le explicó que para la revisión ginecológica tenía que ver primero a su médico de cabecera, y su madre volvió a decir que muy bien. Le aclaró que para cobrar la factura de la ortopedia de Pablito tendría que volver una mañana, porque la persona que se ocupaba de eso no trabajaba por las tardes, y su madre volvió a decir que muy bien.

-Bueno, pues adiós. Y muchas gracias…

-Pero ¿qué te pasa, mamá? -se atrevió a preguntar Teresa por fin, cuando volvieron a estar en la calle-. ¿Por qué no estás enfadada?

-¿Yo? -su madre se hizo la sorprendida-. ¿Y por qué iba a estar yo enfadada?

Teresa Chang recordó la palmera que había salido ganando y pensó que no merecía la pena seguir. Luego llegó a casa, hizo los deberes, se bañó, se puso el pijama y no volvió a acordarse de nada hasta que se sentó a cenar. La televisión estaba encendida, y lo de Nueva Orleans todavía coleaba. Ya no eran noticias, sino un reportaje, más de media hora de imágenes terribles.

-¡Qué horror!, ¿verdad? -su madre frunció las cejas y los labios en un sincero gesto de compasión-. Pobre gente…

En ese momento, Teresa Chang se preguntó si hacía falta que murieran tantos miles de personas en la otra punta del mundo para que su madre no montara un escándalo cada vez que iba al médico, y le dio tanto miedo que fuera así que no se atrevió a contestarse nada.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_