Instrumentos para la paz
La Orquesta West-Eastern Divan es un proyecto único de apuesta por la paz. En ella, 33 árabes, 38 israelíes, 28 españoles acercan sus culturas bajo la batuta de Daniel Barenboim. Su arte conmueve al espectador. Pero su reto va más allá de la música: callar con el clamor de los instrumentos el ruido de las armas.
A las 13.30 entran al comedor. "Sírvete pronto, que en diez minutos no va a quedar nada", avisan al que llega de visita. Uno piensa, en un primer momento, que puede ser una exageración, pero al cuarto de hora apenas quedan migajas sobre las mesas, y rápidamente caes en la cuenta: si durante toda la mañana se han zampado literalmente a Mahler y su Primera sinfonía, ¿qué son para ellos unas ensaladas, unos cuantos kilos de macarrones y varios quesos frescos con membrillo? Al fin y al cabo, cuando ensayan, una de las cosas que les grita Daniel Barenboim es: "¡Esto no lo hagáis con el corazón, hacedlo con el estómago!".
Muchos hidratos de carbono, muchas proteínas consume la energía de los 103 chicos árabes, israelíes y españoles de la Orquesta West-Eastern Divan. Están en edad de crecer y multiplicarse, en edad de expansión, en esa época de propulsión de los cuerpos y las mentes, en mitad de un ojo de huracán, en medio de una batalla, la de Oriente Próximo, la de la paz, que se han propuesto ganar con un arma de construcción masiva: la música.
"Es usted la primera cosa que viene de Israel que no es tanque o arma", le dijeron en Ramala
"Barenboim me gusta primero como músico y luego como hombre de paz. ¿Por qué, si no, haría una cosa así?" (Yazeed Irshaid)
"Las barreras están en nosotros, es difícil que la gente se sienta libre y no crea que les controlan de alguna forma" (Tyme Khleifi)
"Les transmito que una hora con un violín es una hora menos con el fundamentalismo"
¿Cómo os ha sentado Mahler? ¿Sabía rico? "No estaba mal", contesta Nabil Sehata, de 24 años, egipcio y primer contrabajo de la Filarmónica de Berlín -algo que indica el nivel de los músicos del Divan-, mientras hace una sobremesa tranquila en la que se escucha hablar árabe e israelí, al tiempo, en la residencia de Pilas, provincia de Sevilla. Es la sede de la orquesta desde hace cuatro años, cuando Edward Said -escritor, amigo íntimo de Daniel Barenboim y coinventor del proyecto, que murió en septiembre de 2003- se empeñó con todas sus fuerzas en que Andalucía volviera a ser el lugar de encuentro de las tres culturas ahora separadas y durante siglos unidas en el sur.
La gira de este año, que comenzó el pasado 29 de julio en el teatro de la Maestranza sevillano, está resultando la confirmación de que esta idea loca, parida a contracorriente, al aliento noble de la provocación intelectual y constructiva, que a Berenboim y a Mariam Said, la viuda de su amigo, les gusta definir como "educativo", también lleva consigo una orquesta de altísimo nivel: "A los chicos, en los ensayos, les digo que nunca había dirigido una orquesta a la que se aplauda más cuando salen a escena por su simbolismo, pero que lo que tienen que conseguir al final del concierto es ganar más el aplauso por la calidad de la música que hacen", dice Barenboim.
Pero, para eso, el trabajo tiene que ser duro, comprometido y con concentración máxima: mañana, tarde y noche. Al director le asisten varios maestros de la Staatkapelle de Berlín, orquesta de la que es titular, que cuidan cada sección del grupo (la cuerda, el viento y la percusión) como si se tratara de una pieza de ingeniería. Cada vez el repertorio es más exigente, cada año el reto de aprendizaje y crecimiento es mayor para todos. En la gira pasada, el plato fuerte fue la Quinta sinfonía de Chaikovski. Este año le toca a Mahler, a quien han hecho sonar en España primero, con conciertos en Sevilla, Oviedo, Peralada y Almería; en América, con paradas en Brasil (São Paulo), Uruguay (Montevideo) y Argentina (Buenos Aires); en Europa, donde pasan por el Reino Unido (los Proms de Londres y Edimburgo) y Alemania (Wiesbaden), y finalmente en Ramala, donde esperan poder ofrecer el último concierto de la gira el 21 de agosto.
Será la segunda ciudad árabe en la que actúen después de que el año pasado lo hicieran en Rabat, y es uno de los objetivos principales a cumplir. "Parte del proyecto estará completado cuando hayamos podido actuar en ciudades de todos los países árabes", afirma Barenboim. Aunque los jóvenes israelíes de la orquesta -como Ayelet Kabilio, de 25 años, que lleva en el Divan desde el primer año, cuando se reunieron en 1999 en la ciudad alemana de Weimar, o Amihai Grosz, de 26- esperan que los conciertos también se celebren en su país. Pero eso que parece fácil es todo un reto que están dispuestos a desafiar, porque tanto Barenboim como Mariam Said, que también ha asistido a la concentración de este año en Pilas, no son personas que se dejen llevar por la lógica absurda de las imposibilidades oficiales. Que se lo digan a él, que entró en Ramala a pie, pese a que ninguna autoridad estaba dispuesta a responder por su seguridad, para visitar y tocar el piano en el conservatorio de la ciudad cuando los misiles asediaban el cuartel de Arafat. "Es usted la primera cosa -eso me dijeron, cosa- que viene de Israel que no es un tanque o un arma", le soltaron cuando llegó, sano y salvo, al objetivo.
Con Ramala, Barenboim tiene un compromiso especial, que al Gobierno de Sharon le irrita especialmente. Quedó patente cuando el músico recogió en Jerusalén el prestigioso Premio Wolf. Allí, Barenboim, delante del presidente israelí y algunos ministros, anunció que el importe lo dedicaría a formar musicalmente a niños en Ramala, y preguntó cuáles eran los impedimentos y en nombre de quién no se permitía a los palestinos formar su propio Estado. Las palabras de Barenboim las escucharon los chicos de la orquesta en una sesión nocturna en Pilas, cuando se les mostró un DVD sobre los primeros años de la iniciativa en la que están metidos. Le vitorearon. Eso mismo defendió más tarde en una charla Mustafá Barghouti, líder de un movimiento palestino pacifista que ha conseguido el 20% en las últimas elecciones. Eso, con alguna cosa más que provocó el enfado de muchos israelíes de la orquesta, que debatieron con él durante dos horas temas que queman y duelen en lo más profundo: el muro, el apartheid y la ocupación, por un lado, y las bombas de terroristas suicidas, la inseguridad y el hostigamiento de los radicales islámicos, por otro.
Fue en la hora del Divan, cuando entre los chicos se pone en funcionamiento una auténtica terapia de grupo, que generalmente llega por la noche. Barenboim las lleva con tacto, pero con cargas de profundidad: "Siento que a algunos israelíes os haya incomodado lo que ha dicho el señor Barghouti, pero es necesario que todos conozcamos los relatos de cada parte. No tenemos que estar de acuerdo, yo no estoy de acuerdo muchas veces con el 90% de lo que sostienen; pero si no lo escucho, no tendré elementos de juicio suficientes", les decía Barenboim a los músicos. Pese a las heridas abiertas, pese a la rabia que contuvieron muchos -algunos incluso abandonaban la sala de ensayos llorando-, al final hubo aplausos de todos para Barghouti, que es una de las personas que más han apoyado la iniciativa de Said y Barenboim entre los suyos.
El día siguiente empieza en silencio. Por la mañana, en los pasillos apenas se cuela una luz tímida y el canto de los pájaros del jardín, que es como una Alhambra de ladrillo y metal, pero repleta de energía durmiente. El silencio limpio es la banda sonora de la primera escena cada mañana, en todos los comienzos de este magnífico cuento de Las mil y una noches contemporáneo que supone el Divan. Es un silencio que se rompe poco a poco con la nota temprana de algún instrumento: una flauta, una cuerda, la voz de algún madrugador. Después, en los patios, en los pasillos, en las aulas, en las salas de ensayo y en las habitaciones, entre las mentes abiertas de todos ellos, ocurren y se entremezclan historias como éstas
"La primera vez que conocí a un israelí"
Ya le va creciendo el bigote, le va apareciendo una leve pelusa encima de los morros con los que sopla su trombón; pero, hasta el 11 de julio, Yazeed Irshaid, un muchacho de 13 años que vive en Ramala, no había conocido nunca a un israelí. Este año es la primera vez que estudia como oyente en el West-Eastern Divan, adonde ha llegado con otros tres muchachos de su ciudad y con algunos palestinos más veteranos en la orquesta, pero piensa trabajar duro durante el año para volver. "Aquí soy feliz", dice en el patio desde donde se escuchan las notas del ensayo feroz al que Daniel Barenboim somete a los músicos.
Al principio aterrizó con sus reservas. Dispuesto a no mezclarse. "Cuando llegué venía con la intención de no hablar con ellos", afirma Irshaid. Pero en estos días, el muchacho, que es largo, moreno y sueña con ser músico al tiempo que futbolista, ha aprendido muchas cosas: una de ellas, que el orgullo mudo puede ser una chorrada que nos cierra puertas.
Fue cuando, uno de los primeros días del taller, Shai Feldsogel, judío de origen uruguayo, que anda también siempre con una pelota entre los pies, se acercó a él y le dio algunos consejos para agarrar el instrumento mejor. "Después nos fuimos a jugar al fútbol. Somos bastante buenos", dice Yazeed. Y ésta es la historia de cómo un trombón y un balón destrozaron los prejuicios que amenazaban con anquilosar la cabeza de un chaval de 13 años. "Aquí he visto que los israelíes son humanos, como nosotros, y que no todos llevan pistola, como pensaba antes de llegar aquí", dice Yazeed.
Cuando vuelva a su casa va a intentar convencer a todo el que le quiera escuchar. Sabe que será difícil: al fin y al cabo, su padre estuvo tres años en la cárcel y las bombas israelíes destrozaron la casa de sus abuelos; pero Irshaid se lo ha propuesto. "Mi familia me entenderá y a mis amigos les contaré cómo son". Empezando por Barenboim, al que admira profundamente: "Me gusta, primero como músico y después como hombre de paz. Lo es realmente, ¿por qué razón haría una cosa como ésta si no?".
"Dame el teléfono de tus padres"
Tyme Khleifi, a sus 15 años, la edad del borde de la inocencia, no es tan optimista como su paisano Yazeed. Ella ya pasó de oyente a miembro de la orquesta el año pasado, cuando entró en el West-Eastern Divan por primera vez. Es más bien rebelde, no comprende por qué los españoles no hablan bien el inglés ni cree que sea tan fácil el entendimiento entre árabes e israelíes. "Me parece que es algo muy difícil, casi imposible", asegura.
No por ella. "Yo he hecho amigos israelíes aquí", dice, como su compañero de silla Asaf Maoz, violinista también, que le pasa las páginas de la partitura con mucho esmero en los cambios. Pero lo que ocurre en el Divan cambia hasta las intenciones del lenguaje. Por ejemplo, la palabra normal adquiere varios significados en la cabeza de Tyme, que este año está siendo muy requerida por los medios de comunicación y no disimula ciertas maneras de diva. "Lo que es normal aquí es anormal allí, y viceversa", dice la joven Tyme. Ella, de todas formas, tiene cierta visión ideal de lo que significa una vida tranquila: "Ir adonde quieras sin que nadie te diga cómo", asegura. Y cuando escuchas las odiseas que muchos palestinos tienen que pasar para ir a clase de música, entiendes bien lo que quiere decir la muchacha. "Este proyecto tiene que contar con la complicidad de los padres, de las familias, porque acudir a una clase en Ramala y traspasar cuatro controles cada día para hacerlo es algo que tiene mucho mérito, heroico", afirma Daniel Barenboim.
El director fue el que decidió meter cuanto antes a Tyme en la orquesta. El año pasado, la niña quería como fuera tocar la Quinta sinfonía de Chaikovski e ir de gira. A Barenboim le gustó su actitud decidida, pese a que intentó disuadirla: "Olvídate ya del problema de israelíes y palestinos. ¡Tienes 14 años! ¡No podemos ir de hotel en hotel contigo!", le dijo. La chica no se rindió y le propuso que hablara con su familia. "Dame el teléfono de tus padres, hablaré con ellos". Barenboim les llamó y les dijo que necesitaba su permiso para llevarla de gira: "Su madre me contestó: 'Que Dios le bendiga, puede llevarse a mi hija donde se le antoje, y cuando acabe, me la devuelve", cuenta el maestro. "Seremos dos iluminados, esa madre y yo, pero ¿tú sabes lo que supone para una familia palestina darle esa confianza a un israelí?".
Son detalles que ayudan a romper el pesimismo de Tyme un poco: "Cosas como este taller son pequeños pasos que ayudarán a resolver el conflicto; pero es una minoría, la atmósfera no ayuda, el viento está en contra de esas posiciones", avisa Tyme. Lo peor, los muros más altos, están en la cabeza de la gente. "Las barreras están dentro de nosotros, es difícil que la gente se sienta libre y no crea que todo se le pone en contra y que les controlan de alguna forma", añade. Pero son asuntos en los que no le gusta pensar cuando está con la orquesta. Se siente incómoda, se niega a responder según qué cosas y no quiere comentar ciertos temas. "Aquí también tenemos nuestras fronteras invisibles", asegura.
"El amor sale de los oboes"
Meirav Kadichevski, israelí, de 27 años, tiene una sonrisa grande y armónica que debe venirle de perlas para darle alegría a su oboe. Es el tercer año que trabaja con el Divan, y en invierno vive en Berlín, como su amigo Mohamed Salaeh, compañero de instrumento, egipcio, veterano de la orquesta -donde ha estado desde el primer año- y uno de los solistas con papel destacado en la Sinfonía concertante, de Mozart, que también llevan en el programa este año. Estudian juntos y se entrecruzan ese tipo de miradas. También se cogen de la mano y se abrazan por los jardines. Cuando Mohamed ensaya su parte estelar, Meirav no le quita ojo desde su sitio y le alienta con esa sonrisa enorme y blanca que no se le borró ni en los dos años que estuvo haciendo el servicio militar: "Cuando salí, aprendí a disfrutar de mi libertad, entendí la importancia de que no te den órdenes a lo tonto", asegura la chica. Las que les da Barenboim son otro tipo de órdenes. "Él es como un padre; nos riñe mucho, pero es porque quiere lo mejor para nosotros", dicen los dos.
Mohamed también conoce lo que significa la guerra y la paz. Ahora está ilusionado con una idea: "Llevar flores a Ramala, en vez de armas, con nuestros compañeros israelíes", dice. Será el 21 de agosto, si la cosa no se pone fea después de la retirada de Gaza, el día 15. "Aquí estamos chicos cuyos padres lucharon en las guerras de nuestros países, y hoy nosotros somos amigos", cuenta Mohamed en el documental de la orquesta. En la sobremesa del comedor, antes de ir a zambullirse en la piscina para afrontar más fresco el ensayo de por la tarde, el músico cuenta, con la complicidad de Meirav, que en el caso de los árabes y los israelíes la realidad tiene mucho barro. "Si no conoces a esta gente y sólo ves las noticias, claro, reaccionas con dureza hacia ellos; pero cuando los tratas y hablas con algunos, te clarificas. Me pasó a mí. Yo tenía una opinión mediática, y ahora, una real".
Sus paisanos egipcios en la mesa le dan la razón. Tanto Karim Handy, el rey de los platillos, como Mina Zikri, de 27 años. Pero la igualdad de las dos culturas les sorprende a todos. Meirav lo dice: "La lengua, la música, la comida, todo es tan similar ". Aunque también la visión igualitaria puede correr el riesgo de simplificar las cosas, según Mohamed: "Para un árabe, todos los judíos son israelíes y sionistas, cuando pueden ser tres cosas diferentes".
"El puente que tienden los andaluces"
Said lo sabía. El sitio en el que podría crecer el Divan era en Andalucía. "Aquí convivieron durante ocho siglos las tres culturas", asegura el intelectual en la película sobre la orquesta. Se empeñó en que la región del sur fuera la sede para el proyecto, que se había convertido en la iniciativa más importante de su vida, según confirma su viuda, Mariam. Además, la sede de Pilas ha llevado desarrollo musical para la región no sólo por los 28 jóvenes andaluces que integran la orquesta (junto a 33 árabes, 38 israelíes, 1 rusa, 1 hondureña y 2 armenios); también porque allí empieza a funcionar este año la Academia de Estudios Musicales, que dirige Elena Angulo. Los músicos andaluces han servido de puente: rompen el hielo; organizan sus juergas, los partidos de fútbol, en los que los equipos son mixtos; les dan palmas Javier Giner, de 22 años, lleva desde los 18 tocando la trompa en la orquesta. "Desempeñamos un papel de catalizadores, aunque muchas veces nos cuesta relacionarnos por el idioma. Pero eso es culpa nuestra, claro, tendríamos que hablar mejor el inglés", dice. "En medio, estamos en medio, y lo he pensado muchas veces cuando vengo aquí; ese tema de que la unión hace la fuerza es cierto, cuando tres culturas se unen para hacer algo bello y creativo resulta algo muy grande", dice Alberto Martos, violonchelista granadino, de 24 años, al que si le dejaran suelto haría la revolución por las esquinas con sus rizos inconformistas. "Nuestra generación ha sido capaz de recuperar el idealismo que se había perdido. Y la música nos ha servido para enseñar a los jóvenes el fruto", dice.
Barenboim les ha seleccionado con mucho cuidado y buen tino. Los demás chicos les admiran: "Les queremos y son grandes músicos; sobre todo en el viento, en esa sección son los mejores", dice Mohamed Salaeh. Primero les seleccionaron por las grabaciones que mandaron; luego, por audiciones. Una vez que entras, prohibido dormirse en los laureles: "El maestro nos mete presión, exige mucho, no te puedes relajar en los ensayos; yo tengo mucha pachorra y él me la ha quitado", asegura Giner. Le siguen como a un profeta. "Si viviéramos dentro de mil años pensaríamos que no es humano, que es un extraterrestre o una máquina; no es normal la cabeza que tiene este hombre", añade Bruno Reyes Lozano, contrabajo cordobés, de 26 años, al que le es difícil ocultar su procedencia con una camiseta roja con el torito negro estampado en mitad del pecho.
"¡Parecéis profesionales!"
Cuando les echa una bronca, se retuercen en la silla; cuando les dice bravo, sonríen. A veces usa la ironía, otras les mira con ojos iracundos, a menudo da un pisotón sobre el podio y les despierta de una amenaza de conformismo en el que no quiere que caigan jamás. A muchos de los que han asistido a uno de los ensayos de la Primera de Mahler se les ha puesto la carne de gallina, electrizados por la energía que despiden, pero Barenboim no queda contento con la prueba: "Unos habéis estado en la inopia, otros lo habéis hecho como burócratas; conocéis demasiado bien esta obra como para que la destrocéis así", les dice.
Sabe cómo buscarles las cosquillas. "Si en un ensayo les grito: '¡Parecéis profesionales!', se lo toman como un insulto", dice. Porque el West-Eastern Divan no puede permitirse el lujo de ser una orquesta cualquiera. Sus genes están labrados con la fuerza del humanismo, la cultura, la persecución radical de la paz. "Cuando les transmito que una hora con un violín es una hora menos con el fundamentalismo, es cierto, ellos nunca podrán caer en eso", asegura Barenboim.
Al fin y al cabo, él lo quiere todo. "No es que el mundo esté cambiando, es que hay que cambiarlo", afirma el músico, que a sus 62 años conserva firme el espíritu revolucionario y un sentido en su existencia. "Como le pasaba a Said, para mí éste también es el proyecto más importante de mi vida", dice. Y lo persigue con una convicción cívica muy profunda: "La democracia no nos da sólo derechos. Nos ofrece un espacio, y sobre eso tenemos la responsabilidad de actuar. El papel de un intelectual en un régimen totalitario debe ser destruirlo de manera subversiva; pero en la democracia, el espacio de libertad existe, y hay que utilizarlo, no conformarse con lo que nos dan", afirma el músico.
Ahora, quienes les apoyan en Oriente Próximo son pocos; pero la lógica de la razón está con ellos y con estos chicos a quienes someten a jornadas, ensayos y debates que agotarían al más dispuesto. Pero les cuesta irse a la cama. A las dos de la madrugada, la mayoría sigue todavía en pie, sorbiendo hasta el último sorbo el zumo de la noche: algunos, haciéndose arrumacos sin mirarse el color de la piel; otros, tocando la obertura de La flauta mágica para demostrar la vigencia del idealismo de Mozart y la capacidad de transformar algunos templos, como la capilla de Pilas, hoy sala de ensayos de la percusión, y donde Karim Hamdy, egipcio, de 24 años, le da al tambor y al xilófono mientras otros se han escapado a los bares del pueblo. Ninguno quiere perder el tiempo durmiendo.
La cara de los otros Por Luis Suñén
En el DVD que acompaña al primer disco de la West-Eastern Divan Orchestra, sus componentes hablan de la experiencia de tocar juntos, de vivir juntos, de mirarse a los ojos los unos a los otros olvidando lo que significa para un palestino la mirada de un israelí, o viceversa. Y uno de ellos lo remacha con exactitud y decisión: "Cuando piense en sus países me acordaré de sus caras". Para eso puede servir una orquesta que, como dice Daniel Barenboim, "quiere ser una verdadera democracia"; acuñar, como quería Edward Said, "una identidad multinacional". Es convertir la música en el impulso para la convivencia, trabajar para un futuro incierto desde un presente imposible.
En las caras de los jóvenes sirios, libaneses, jordanos, egipcios o israelíes -ahora también españoles, andaluces- que pueblan la orquesta, fijas ante la partitura, escuchando a sus vecinos de atril, la atención se convierte en una suerte de indagación en el otro y en uno mismo. Es ese maravilloso entusiasmo de las mejores orquestas juveniles -esas que, como dice un conocido agente español, son ya tan caras de contratar como las demás-, pero transido de un plus de emotividad que llega de ese diálogo que no elude los temas políticos, que se superpone al puro trabajo de taller para que el grupo se vea a sí mismo como un ejemplo de vida en común. Por eso duermen en la misma habitación un palestino y un israelí.
Ni que decir tiene que la West-Eastern Divan suena muy bien; pero la idea que la rige, eso que alguien ha llamado "una lección de armonía", va más allá, y condiciona su escucha, como no podía ser menos, cuando quien la oye sabe de su peripecia. Ese trompa concentradísimo en la Quinta de Chaikovski ha aprendido a convivir con el oboe o la flautista que le dan réplica, mientras los contrabajos sostienen el discurso con la concentración que da el saber que ahí hay mucho más que música. Eso les distingue de sus colegas: ellos se juegan no sólo el futuro profesional, sino el porvenir de su tierra, ese que quieren construir a pesar de todo.
La West-Eastern Divan tiene una nueva sede. Ha cambiado el orden de Weimar por la luz de Sevilla, y ellos dicen que les ha venido bien. Cuando hablan de Sevilla piensan en el mito de la integración de las culturas, de la realidad del diálogo. Todos saben que, hoy por hoy, no hay otra solución que las palabras que ellos convierten en música. Se saben un ejemplo, pero, cuando se les escucha, o a un Barenboim entusiasmado pero cauto, dan una sensación de realismo que quizá sea la clave de todo. Un músico, como cualquier artista, no puede olvidar de dónde viene ni lo que sucede en su país, en su ciudad, en su casa. Nadie espera milagros, pero todos hacen música pensando que quizá existan. Como paradigma de sus pueblos, no dejan de demostrar a quienes en ellos mandan que merecen una vida mejor. Ojalá el futuro les pertenezca.
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