África, nuestro desafío
Entre todos la matamos y ella sola se murió. El viejo refrán castellano refleja plenamente la patética situación de ese espacio continental que llamamos África. Pobreza, explotación, hambre, sida, desgobierno, corrupción, guerras se suman en una afanosa acumulación que parece no tener límites ni fin. Y nosotros, vecinos euro-occidentales como aprovechados compañeros de viaje, cuando no coautores beneficiarios del desastre. Nos llueven las noticias sobre los muertos por hechos de guerra y por el hambre, los niños soldados son una realidad cotidiana como lo son las milicias privadas quizá superiores en efectivos a las fuerzas armadas regulares y en bastantes países se gasta más en armamento que en educación. Los sangrientos conflictos bélicos que sacuden el continente no responden sólo a antagonismos étnicos y tribales sino que con frecuencia tienen como razón de ser la codicia y la rapiña de los recursos naturales tan abundantes en el área africana. Pretender que el dramático conflicto de Darfur es consecuencia exclusiva o principal del antagonismo entre la élite musulmana y los cristianos de raíz africana es escamotear el papel que tiene la apropiación de las riquezas naturales de la zona, en especial el petróleo emergente. La colusión entre los señores de la guerra y las compañías extranjeras, europeas y americanas, es un hecho cotidiano y conocido, que el informe sobre Liberia de Global Witness, al que se refería Pere Rusiñol la semana pasada en este diario, ilustra con la denuncia de la ayuda prestada al expresidente Charles Taylor, por el Presidente de la Oriental Timber Company, para desestabilizar al régimen liberiano, recibiendo en pago el acceso al trafico de diamantes. Mientras los patronos del G-8 han repetido en Gleneagles las promesas de luchar contra la pobreza y de activar la solidaridad con el Sur, y más específicamente con África, que nos llevan haciendo hace ya más de 10 años, la miseria sigue devastando un continente que cuenta con la mayoría de los pobres del mundo.
Y de esa la Comisión Europea, es cuanto menos corresponsable. Pues más allá de las intervenciones humanitarias y de las acciones de solidaridad son las determinaciones estructurales impuestas por ella las grandes responsables de la degradación que ha tenido lugar en los últimos 30 años. En 1975, Claude Cheysson impone la Convención de Lomé que suscriben 46 países, agrupados bajo la designación de países ACP (África, Caribe y Pacífico) que consagra las preferencias tarifarias unilaterales y adopta el sistema Stabex que asegura el producto de las exportaciones amenazado por la fluctuación internacional de precios. Cuatro años después se agrega un mecanismo análogo, conocido como Sysmin para los productos mineros que figura en la Convención de Lomé II suscrita por 58 países. Pero a partir de 1984, y de Lomé III, IV y IVbis al que se incorporarán 70 países, los contenidos de la Convención se modifican alineándose con las opciones neoliberales y adoptando las pautas del FMI primero y luego de la OMC cuando se crea esta. Raoul Marc Jennar (Le Monde Diplomatique, Febrero 2005) hace una convincente presentación de todo este proceso. En el analiza como la sustitución de Lomé por Cotonou supone sustituir la solidaridad por la competencia y en consecuencia clausurar las preferencias tarifarias no recíprocas y obligar a que los productos ACP tengan el mismo tratamiento que los europeos. Cotonou impone también las desregulaciones propuestas por la OMC, la liberalización de los servicios, las disposiciones del ADPIC sobre la propiedad intelectual y los ajustes estructurales del FMI. Todas estas disposiciones responden al primado de la ideología de la competencia creadora de riqueza y de progreso. Pero como ha reconocido el mismo Banco Mundial, el análisis de flujos de inversiones de los últimos 20 años no aporta la prueba de que la bilateralización de los acuerdos de inversión haya suscitado mayores inversiones. Señores del G-8: en lugar de las promesas y exhortaciones de siempre que nos han repetido, ¿cuándo se van a comprometer sus Estados a no vender más armas a África -ni a Estados ni a compañías- y a volver a instalarnos en los Convenios del tipo Lomé I o II?.
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