Las prostitutas y el miedo
Hace algún tiempo traté con cierta asiduidad a una prostituta ya retirada. Tenía unos sesenta años y un aspecto estupendo, elegante y discreto. Era una persona inteligente y había invertido bien su dinero y pagado la carrera universitaria de sus dos hijos, los cuales, por cierto, ignoraban el pasado de su madre. "Mira, Rosa", me decía esta mujer, "lo peor de este oficio no es tener que acostarte con tipos repugnantes, sucios y groseros, cosa que sucede, desde luego, y que ya es bastante desagradable. Pero lo peor no es eso, sino el miedo que pasas. Ser prostituta es tener todo el tiempo mucho miedo".
Me he acordado de las palabras de mi amiga estos días pasados, a raíz de la detención de la enésima mafia de explotación de mujeres en España. Si no recuerdo mal, estas últimas eran rusas, chicas jóvenes traídas a nuestro país con engaños y luego confinadas, como prisioneras, en esos caserones de las carreteras con nombres supuestamente sicalípticos y con chillones adornos de luces, como si vivieran en una perpetua Navidad. Pero por debajo de la apariencia festiva se remansa el horror. Las explotan, las pegan, las aterrorizan. Sólo les permiten una jornada libre cada 21 días (coincidiendo, supongo, con la llegada de la regla, que debe de menguar su rendimiento) y les confiscan casi todo el dinero, con la sobada excusa de pagar la deuda de su viaje a España. Una verdadera esclavitud. La próxima vez que pases por delante de uno de esos tugurios de carretera, recuerda que sus neones son probablemente la entrada a un infierno. El miedo, sí, el infinito miedo, como decía mi amiga.
Lo más triste es que en la absoluta indefensión de las putas, todos tenemos parte de culpa. Resulta increíble que, siendo como es la prostitución algo tan viejo como el mundo, la sociedad bienpensante todavía no se haya atrevido a encarar el asunto abiertamente. Un puritanismo profundamente hipócrita nubla las entendederas de casi todo el mundo, y esto hace que unos, los más cerrados de mollera, releguen a las prostitutas a las cloacas sociales, y que otros, aunque bienintencionados, como sucede con buena parte del movimiento feminista, reclamen la prohibición. Sin embargo, la historia ha demostrado una y otra vez que las prohibiciones no sólo no erradican este negocio carnal, sino que además colocan a las putas en una situación de desamparo aún más desesperada y lastimosa. Yo creo que esta actitud coercitiva acaba por ser de algún modo machista, porque en el fondo del corazón de los puritanos late un condescendiente desdén hacia las putas, un desprecio que contribuye a convertirlas en las víctimas perfectas de la violencia sexista.
Sí, desde luego, en un mundo ideal no debería existir la prostitución, que sin duda es el síntoma de una sociedad enferma. Pero entre la realidad y la utopía media una distancia sideral. Yo no acabo de entender por qué algunas feministas consideran más infamante ser puta que ser una de esas mujeres que se casan con un buen partido con el único fin de que las mantengan, por ejemplo. Para mí lo verdaderamente envilecedor son las condiciones en que las prostitutas se ven obligadas a ejercer su trabajo. Lo que hay que prohibir son los abusos.
Que quede claro: hay putas que quieren ser putas, o al menos escogen serlo de la misma manera que la obrera de una embrutecedora cadena de montaje escoge trabajar en la fábrica. Probablemente ambas preferirían dedicarse a otra cosa, pero esto es lo que hay. ¿Por qué nos parece lógico y necesario que la obrera luche por sus derechos e impedimos que la puta se proteja? Sí, desde luego, demos a las trabajadoras del sexo todos los cursos de formación y reciclaje que se nos ocurran y facilitemos su paso a otros oficios (y lo mismo deberíamos hacer con la obrera de la cadena de montaje, dicho sea de paso). Pero además, puesto que la prostitución es hoy por hoy inevitable, hay que normalizarla y regularla.
Hará cosa de un año, una sentencia histórica dictaminó que las chicas de un puticlub español tenían derecho a estar en nómina y en la seguridad social. Recuerdo el escándalo que armaron los dueños de los garitos de alterne: "¿Cómo vamos a meterlas en nómina? No sabemos en qué emplean ellas su tiempo. Legalizarlas sería reconocer la prostitución", decían, llenos de pudibundez, los angelitos. ¿Vamos a competir en hipocresía con esta gente? Cuando hay un conflicto social y uno no termina de verlo claro, existe un buen método para no equivocarse: ponerse de parte de las víctimas.
http://www.rosa-montero.com
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